"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

20 de enero de 2023

Apostol de Jesús

 



Evangelio (Mc 3,13-19)


Y subiendo al monte llamó a los que él quiso, y fueron donde él estaba. Y constituyó a doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar con potestad de expulsar demonios: a Simón, a quien le dio el nombre de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, el hermano de Santiago, a quienes les dio el nombre de Boanerges, es decir, «hijos del trueno»; a Andrés, a Felipe, a Bartolomé, a Mateo, a Tomás, a Santiago el de Alfeo, a Tadeo, a Simón el Cananeo y a Judas Iscariote, el que le entregó.


PARA TU ORACION


JESÚS SUBIÓ AL MONTE, llamó a los que quiso y se fueron con Él» (Mc 3, 13). Es fácil darse cuenta de que se trata de un momento decisivo para el Señor, pues ellos serán quienes continuarán su misión. En la narración de san Marcos hay un detalle simbólico que nos introduce en la importancia sobrenatural del momento: «Jesús subió al monte». Por lo que nos cuenta el pasaje de la Escritura, el monte no se refiere solo a un lugar físico, sino que también es una imagen de la oración que está por encima del ajetreo y la actividad cotidiana: simboliza el lugar de la comunión con Dios.


Los apóstoles, por tanto, son engendrados en la oración de Jesús al Padre, proceden de la intimidad Trinitaria. «Su elección nace del diálogo del Hijo con el Padre, y está anclada en él»1. Por eso, Jesús considera a cada apóstol como un don del Padre y habla de sus discípulos como de «los que me has dado» (Jn 17,9). También, en otro momento, se refiere al Padre como el dueño de la mies, a quien hay que pedir obreros (cfr. Mt 9,38). La llamada y la misión del apóstol se origina y permanece en la conversación amorosa entre el Padre y el Hijo. De ahí, del seno de la Trinidad, de ese monte que es en realidad un volcán, brota el fuego que debe mover toda acción apostólica.


Al compartir el Evangelio con los demás, «ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu»2; el cristiano se convierte en apóstol en el monte de la oración. Ahí recibe el encargo de Jesús y ahí se renueva continuamente el calor de ese mandato. La ocupación más importante del apóstol consiste, por lo tanto, en frecuentar esa cima donde se transmite el fuego del amor de Dios. Si el apostolado pierde ese centro, es fácil que se torne en un conjunto de tareas vividas, quizás, como una pesada obligación que contradice los propios deseos, y no como algo natural que surge de nuestra identidad de apóstoles.


«INSTITUYÓ A DOCE, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14-15). A primera vista, las dos finalidades por las que Jesús escoge a los suyos pueden parecer opuestas: estar junto a él y enviarlos lejos. Y, sin embargo, son dos aspectos de una misma misión. Para los doce, estar con Cristo va a ser, al principio, convivir con él. Pero, pasado el tiempo, estar con Jesús acabará adquiriendo un significado interior. Los apóstoles tendrán que pasar de la comunión exterior con Jesús, a la interior. Los doce tendrán que aprender a vivir con Jesús de tal modo que puedan estar continuamente con él, incluso cuando vayan hasta los confines de la tierra.


Solo quien vive en el amor de Cristo, puede anunciarlo a los demás con autenticidad. Si el apostolado no es auténtico, produce fatiga, hastío, desazón. No da calor porque le falta el fuego. «Ya hace muchos años considerando este modo de proceder de mi Señor –decía san Josemaría–, llegué a la conclusión de que el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de la vida interior»3.


De esa comunión con Cristo brota el poder para expulsar los demonios. Jesús los envió para predicar, y también «para que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios» (Mc 3, 15). Un apostolado que no nace del amor de Cristo, por su parte, tiene sus propios demonios: los celos, las comparaciones, las envidias… El apostolado auténtico está marcado por el sello de la caridad, de la fraternidad, de la comprensión, de la unidad, porque nace de la misma fuente ardiente de comunión con Cristo.


EL GRUPO DE LOS DOCE tuvo que aprender a ejercitarse en la caridad. Cuando leemos la lista de los doce apóstoles, no nos encontramos con un grupo homogéneo. No se han elegido unos a otros, como se eligen los amigos. Dios ha elegido a cada uno, y son muy distintos unos de otros, en su origen, maneras de ser, costumbres… Al parecer, Simón el de Caná y Judas Iscariote pertenecían al grupo radical de los zelotes. Podemos imaginar cómo les hervía la sangre con todo lo que se refería a la ocupación romana. Mateo, sin embargo, era un recaudador de impuestos: trabajaba para los romanos. Los pescadores Pedro y Andrés, hermanos, mandaban en lo que podía ser una pequeña cooperativa de pesca, en la que los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, de carácter impetuoso, eran empleados. ¿Cómo sería la relación entre ellos? Probablemente tendría sus altibajos. Felipe y Andrés, por su parte, tienen nombre griego, y a ellos acuden los visitantes griegos venidos para la Pascua.


«Cabe imaginar, pues, lo difícil que fue introducirlos paso a paso en el misterioso nuevo camino de Jesús, así como las tensiones que tuvieron que superar; cuánta purificación necesitó, por ejemplo, el ardor de los zelotes para uniformarse al “celo” de Jesús, que se consumará en la cruz. Precisamente en esta diversidad de orígenes, de temperamentos y maneras de pensar, los doce representan a la Iglesia de todos los tiempos, y la dificultad de su tarea de purificar a los hombres y unirlos en el celo de Jesús»4. Sin embargo, a pesar de todas estas diferencias, la caridad entre los apóstoles ha sido, desde el principio, la piedra de toque del auténtico apostolado. Ubi divisio, ibi peccatum, decía Orígenes: donde hay división, ahí está el pecado. Por el contrario, como reza el canto, Ubi caritas est vera, Deus ibi est: donde hay caridad, ahí está el Señor. Mirar cómo se aman entre ellos ha sido, desde los inicios de la Iglesia, la señal inequívoca de la presencia de Cristo entre los cristianos. Y, también desde los inicios, santa María era el foco de unidad alrededor del cual todos se congregaban (cfr. Hch 1,14).