Evangelio (Mt 5,38-48)
Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: no repliquéis al malvado; por el contrario, si alguien te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto. A quien te fuerce a andar una milla, vete con él dos. A quien te pida, dale; y no rehúyas al que quiera de ti algo prestado.
Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos? Por eso, sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.
PARA TU ORACION
LA VOLUNTAD del Señor es compartir con los hombres su vida divina. Dios le encarga a Moisés que transmita este deseo suyo a los hijos de Israel: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lev 19,1). La llamada a la santidad está presente también desde el principio en la predicación de Jesús. En las riberas del mar de Galilea, el Maestro les propone a las multitudes un alto modelo de vida: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).
Estas palabras pueden sonar sorprendentes, porque no hay día en el que no palpemos nuestra imperfección, nuestros límites y nuestros errores. Al conocer, aunque sea superficialmente, la debilidad que habitualmente nos acompaña, es fácil que se nos presente la inquietud: ¿cómo puedo aspirar a esa perfección de la que habla Jesús? O, más bien, ¿de qué tipo de perfección habla el Señor? Ciertamente, no se trata del perfeccionismo humano, sino del modo de ser de un Dios que es amor, gratuidad y misericordia. Esta certeza le hacía exclamar a san Josemaría: «Dame, Señor, el amor con que quieres que te ame»[1]. El amor no es un recurso propio, sino un don que recibimos de Dios para compartirlo. «Quien acoge al Señor en su propia vida y lo ama con todo su corazón es capaz de un nuevo comienzo. Logra cumplir la voluntad de Dios: realizar una nueva forma de vida animada por el amor y destinada a la eternidad»[2].
Procurar llenarnos de la santidad de Dios y de su perfección, tan distinta a la que imaginamos, no es una meta inalcanzable, pues contamos con la ayuda del Espíritu Santo. «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1Co 3,16), les recuerda san Pablo a los corintios. «La santidad cristiana no es en primer término un logro nuestro, sino fruto de la docilidad (…). El Espíritu Santo nos puede purificar, nos puede transformar, nos puede modelar día a día»[3].
CON LA ENCARNACIÓN de Dios en su Hijo Jesucristo, este ideal de perfección no es abstracto, sino que toma un cuerpo. En Cristo, Dios se ha hecho carne para ser cercano a cada hombre, para revelarnos su amor infinito de una manera muy comprensible. En su Hijo, nos llama a una vida de cercanía, de comunión con él. «La santidad de Dios se nos comunica en Cristo»[4]. Jesús es la fuente de toda santidad, porque «de su plenitud todos hemos recibido, y gracia por gracia» (Jn 1,16).
Nuestra perfección no está, por tanto, solamente en perseguir unas metas que se alcanzan después de mucho esfuerzo. Aunque aquello esté presente, esa perfección a la que nos llama Dios se trata, más bien, de abrirnos a compartir ese camino con Jesús, siguiéndole de cerca, viviendo como él vivió, y siendo testigos de esa alegría. «El gran secreto de la santidad se reduce a parecerse más y más a él, que es el único y amable Modelo»[5]. Si dejamos que Jesús habite en nosotros, aprenderemos a vivir como verdaderos hijos de Dios; porque, como enseña san Josemaría, la santidad no es otra cosa que la «plenitud de la filiación divina»[6].
En cada Eucaristía –en donde revivimos la muerte y la resurrección de Jesús–, proclamamos esta santidad que es Dios mismo: «Santo, Santo, Santo, es el Señor, Dios del universo». Él, que es tres veces santo, nos permite participar en su propia santidad. Al darnos su Cuerpo y su Sangre, podemos alcanzar lo que sería totalmente imposible con nuestras solas fuerzas: hacernos una sola cosa con Cristo, hasta llegar a la identificación plena con él. Recibimos, entonces, en el Señor, todas las riquezas de Dios, como nos recuerda san Pablo: «Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios» (1Cor 3,22-23).
LA SANTIDAD que Dios nos regala, al hacernos un poco más parecidos a él, se dirige hacia una entrega gratuita y generosa a nuestros hermanos. Jesús nos impulsa a amar como él nos ha amado, procurando llenar el vacío de los corazones que nos rodean con nuestro amor. «Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos» (Mt 5,38-48). La propuesta de Jesús es tan radical que incluye algo que, humanamente hablando, parece una quimera: querer a los enemigos. Es decir, a quien nos ha ofendido, no piensa como nosotros, nos hace la vida más complicada o, simplemente, nos resulta antipático. Si esto «dependiera solo de nosotros, sería imposible. Pero recordemos que, cuando el Señor pide algo, quiere darlo»[7]. Y no solo nos ayuda, sino que también nos dio ejemplo pidiendo el perdón para los que le crucificaron (cfr. Lc 23,34).
Escribía san Josemaría: «Si se ha de amar también a los enemigos –me refiero a los que nos colocan entre sus enemigos: yo no me siento enemigo de nadie ni de nada–, habrá que amar con más razón a los que solamente están lejos, a los que nos caen menos simpáticos, a los que, por su lengua, por su cultura o por su educación, parecen lo opuesto a ti o a mí»[8]. De esta manera, la santidad real se concreta en amar a una persona que nos contraría o habla mal de nosotros, en saludar a otra que tal vez creemos que no se lo merece, o en perdonar cuando algo nos ha dolido. «Esta es la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido»[9]. Además, también nosotros tendremos que pedir perdón muchas veces, con o sin razón, para restablecer la unidad, que es lo más importante. Podemos acudir a María para que nos ayude a querer con todo el corazón a nuestros hermanos.