Evangelio (Mt 9, 14-15)
Entonces se le acercaron los discípulos de Juan para decirle:
- ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos con frecuencia y, en cambio, tus discípulos no ayunan?
Jesús les respondió:
- ¿Acaso pueden estar de duelo los amigos del esposo mientras el esposo está con ellos? Ya vendrá el día en que les será arrebatado el esposo; entonces, ya ayunarán.
PARA TU ORACION
ESCUCHA, SEÑOR, y ten piedad de mí» (Sal 30,11). Con estas palabras de la Antífona de entrada comienza la Misa de hoy. El clamor del salmista por ser escuchado refleja la naturaleza del hombre que acude a Dios para pedir su asistencia. «Señor, Dios mío –continúa diciendo–, clamé a ti y tú me sanaste. Tú, Señor, me levantaste del Abismo y me hiciste revivir (...). Si por la noche se derraman lágrimas, por la mañana renace la alegría» (Sal 30,3-4.6). El salmista describe una experiencia común: Dios que viene en nuestra ayuda cuando le invocamos con humildad. Este tiempo de Cuaresma puede ser una ocasión propicia para traer a nuestra memoria las veces que hemos percibido aquella asistencia de nuestro Señor. Si «hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16), recordar aquellos momentos en los que ha acudido a nuestra ayuda será fuerza para el presente y para el futuro.
Una de las tareas del Espíritu Santo, que Jesús nos revela, es precisamente la de ayudarnos a recordar las misericordias de Dios, sostener la fragilidad de nuestra memoria: «Os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). «El Espíritu Santo es como la memoria, nos despierta: “Acuérdate de eso, acuérdate de lo otro”. Nos mantiene despiertos en las cosas del Señor y también nos hace recordar nuestra vida: “Piensa en aquel momento, piensa en cuándo encontraste al Señor, piensa en cuándo lo dejaste” (...). Es una buena manera de orar; mirando al Señor, decirle: “Soy el mismo. He andado mucho, he cometido muchos errores, pero soy el mismo y tú me amas”. La memoria del camino de la vida; el Espíritu Santo nos guía en esta memoria»1. Hace dos días, al imponernos la ceniza, el sacerdote quizás nos recordó nuestro origen y nuestro fin, que venimos del polvo y que a él volveremos. Recordar el paso de Dios por nuestra vida puede ser un buen impulso de conversión para esta Cuaresma que comienza.
EN LA TRADICIÓN JUDÍA se vivía la costumbre del ayuno como una forma de penitencia. El profeta Isaías, sin embargo, hace notar que de poco sirve un ayuno vivido simplemente como una manifestación externa, pero sin piedad, sin auténtico deseo de llevar nuestra mirada hacia Dios. Dice el profeta que el ayuno querido por el Señor, fruto de una conversión interior, es más bien este: «Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne» (Is 58,6-7). El verdadero ayuno es el que nos lleva a amar más a Dios y a los demás, saliendo de nosotros mismos; es oración de los sentidos que fructifica a nuestro alrededor. «El ayuno no da fruto si no es regado por la misericordia, se seca sin este riego –dice san Pedro Crisólogo–; lo que es la lluvia para la tierra, esto es la misericordia para el ayuno»2.
«El ayuno vivido como experiencia de privación, para quienes lo viven con sencillez de corazón, lleva a descubrir de nuevo el don de Dios y a comprender nuestra realidad de criaturas que, a su imagen y semejanza, encuentran en Él su cumplimiento»3. Las costumbres de abstinencia que la Iglesia recomienda, deben ser manifestaciones de una actitud interior; esto último es, en realidad, lo más importante. San Josemaría enseñaba que toda privación debe ser «manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios»4. Experimentar el hambre con el ayuno nos recuerda que solo Dios es el verdadero alimento y que de él provienen todos los bienes: «Danos hoy nuestro pan de cada día», pedimos en el Padrenuestro. El ayuno externo debe ser manifestación de nuestro deseo interno por saciarnos de Dios, por convertirnos nuevamente a él.
LOS DISCÍPULOS de Juan Bautista preguntan a Jesús por qué ellos ayunan a menudo, como también lo hacen los fariseos, mientras sus discípulos no lo hacen. Es una pregunta oportuna, de algo que seguramente llamaría la atención de los judíos. «¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? –responde Jesús–. Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán» (Mt 9,15). El Señor aprovecha la ocasión para indicarnos el sentido del ayuno y de la penitencia: unirnos más a Dios. Por eso, si Dios mismo está con ellos, esa práctica pierde relevancia, a sus discípulos les conviene saciarse de su presencia. Por eso añade: cuando no esté con ellos, entonces ayunarán, entonces necesitarán esa práctica para aprender a centrar la atención en Dios.
Tantas veces experimentamos nuestra lejanía de Dios, y es normal, pues estamos en camino hacia la morada de nuestro Padre. Cristo ha venido a la tierra precisamente para llamar a los pecadores. Por eso la Iglesia nos recuerda la conveniencia del ayuno, de aquella oración del cuerpo que nos ayuda a mirar hacia lo alto, que es lo único importante. La consideración de nuestra situación de debilidad nos hará decir con el salmo que san Josemaría recitaba cada noche: «Lávame por completo de mi culpa, y purifícame de mi pecado. Pues yo reconozco mi delito, y mi pecado está de continuo ante mí» (Sal 50,4-5). A santa María podemos pedirle muchas veces al día que ruegue por nosotros, pecadores, especialmente en este tiempo propicio de conversión que nos ha preparado la Iglesia.