Evangelio (Jn 2, 1-11)
Al tercer día se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. También fueron invitados a la boda Jesús y sus discípulos. Y, como faltó vino, la madre de Jesús le dijo:
—No tienen vino.
Jesús le respondió:
—Mujer, ¿qué nos importa a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora.
Dijo su madre a los sirvientes:
—Haced lo que él os diga.
Había allí seis tinajas de piedra preparadas para las purificaciones de los judíos, cada una con capacidad de unas dos o tres metretas. Jesús les dijo:
—Llenad de agua las tinajas.
Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dijo:
—Sacadlas ahora y llevadlas al maestresala.
Así lo hicieron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde provenía —aunque los sirvientes que sacaron el agua lo sabían— llamó al esposo y le dijo:
—Todos sirven primero el mejor vino, y cuando ya han bebido bien, el peor; tú, al contrario, has reservado el vino bueno hasta ahora.
Así, en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de los signos con el que manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.
JUNTOS ORAMOS CON LA VIRGEN
Hoy celebramos en la Iglesia la fiesta de la Virgen de Lourdes. Cada 11 de febrero conmemoramos la primera aparición de María a Santa Bernardita Soubirous en Lourdes. En 1992, San Juan Pablo II instituyó la Jornada Mundial del Enfermo en esta fecha. El relato de Lourdes nos narra cómo María resulta decisiva en la historia de la humanidad. Igual que en la escena del Evangelio de hoy. En las bodas de Caná, María adquiere un gran protagonismo. El narrador no tiene reparo en mencionarla antes que a su Hijo en el relato de las bodas.
La celebración de unas bodas en el Oriente antiguo podía durar varios días. Sobre todo, si los invitados realizaban largos desplazamientos a pie desde lugares lejanos. Este hecho suaviza algo la indolencia de los novios y los encargados, que quizá con el pasar de los días de celebración no repararon en que faltó el vino. ¡Qué desastre! «¿Cómo es posible celebrar la boda y hacer fiesta si falta aquello que los profetas indicaban como un elemento típico del banquete mesiánico (Cfr. Am 9,13-14; Jo 2,24; Is 25,6)?»[1]. Este detalle cotidiano pero importante para todos no pasa desapercibido a la intuición femenina y práctica de María, acostumbrada a centrar su atención e interés en los demás. Cuando descubre el problema, enseguida piensa en su Hijo para solucionarlo. Con diligencia y fe, reúne a los sirvientes y se atreve a apelar en público a la condición divina de Jesús: “No tienen vino”. —“Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. —Y cómo logra. —Aprende”[2].
La petición de María trasciende además la escena de Caná y hace vibrar en el corazón de su Hijo la promesa de salvación que Dios anunció en el Génesis. Por eso Jesús la llama con solemnidad bíblica “Mujer”, y expresa un aparente reproche porque no ha llegado su hora. Reproche que María parece ignorar: “Dijo su madre a los sirvientes: -Haced lo que él os diga”. Estas son las últimas palabras de María recogidas en los evangelios. Son como un legado materno para todos los hombres.
Jesús no solo cede a la petición de su Madre, sino que también admite la colaboración de los siervos que María le presenta. El que multiplica el vino habitualmente a través del agua filtrada por las viñas de los campos, acelera ahora el proceso a través del agua vertida por el trabajo de los hombres. Cuando somos generosos y ponemos los medios a nuestro alcance: “llenad de agua las tinajas y las llenaron hasta arriba”, Dios bendice con su acción santificadora y transforma la tarea humana en obra divina, en signo de su amor para beneficio de todos. “Y lo más vulgar se convierte en extraordinario, en sobrenatural, cuando tenemos la buena voluntad de atender a lo que Dios nos pide”[3].
Nos podemos fijar en otro detalle. El relato dice que había allí seis tinajas cuya capacidad equivaldría a un total de casi 600 litros. El agua de la purificación de los judíos es convertida por Dios en vino excelente y muy abundante porque «ha empezado la fiesta de Dios con la humanidad»[4]. La gran cantidad de vino simboliza el inmenso amor de Dios por los hombres y prefigura la sangre del Cordero que se inmolaría hasta el extremo para atraer a todos hacia sí. Simboliza también la entrega del cristiano a los demás por el mandamiento nuevo del amor, cuya medida es no tener medida. María adelanta la hora de Jesús: la del misterio pascual de su muerte y su resurrección, insinuado en el apunte temporal con el que empezaba el relato: “al tercer día”.
Vemos en el relato la grandeza de María que es capaz de cambiar los planes originarios de Dios. ¿qué no va a realizar Jesús por su madre? Tú y yo también podemos pedir ayuda a María, nuestra madre. Ella, como intercesora ante Dios, nos conseguirá las gracias necesarias para la mejora en nuestra propia vida interior. Nos ayudará a nosotros o a los que tenemos a nuestro alrededor, a sanar las heridas del alma o del cuerpo. El Papa Francisco afirmaba “Pidamos por su intercesión que el Señor conceda la salud de alma y cuerpo a todos los que sufren a causa de alguna enfermedad y de la actual pandemia, y fortalezca a quienes los asisten y acompañan en este tiempo de prueba que atraviesan en sus vidas” [5]
PARA TU ORACION
JESÚS, AL MIRAR la cantidad de gente que lo seguía, dijo: «Me da mucha pena la muchedumbre, porque ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer» (Mc 8,2). Se trata de la segunda multiplicación de los panes que nos relata el evangelista Marcos; esta vez son cuatro mil personas las que fueron alimentadas por el Señor, a partir de siete panes y unos pocos peces (cfr. Mc 8,1-10). Este prodigio no surge de una petición explícita de la gente: es Jesús mismo el que descubre, con su mirada, que la humanidad adolece de algo. Y por iniciativa propia decide poner remedio. «Hambrientos y sedientos, desfallecían sus almas» (Sal 107,5), dice el salmista; pero Dios, en su soberana libertad, responde por boca del profeta: «Yo apagaré la sed de gargantas resecas, y restauraré toda alma agotada» (Jer 31,25). Cuando el evangelista nos dice que Jesús «sintió pena» de la multitud hambrienta, atisbamos, como por una pequeña rendija, el amor Trinitario del que surgió la encarnación del Verbo.
«El hecho de la Encarnación, de Dios que se hace hombre como nosotros, nos muestra el inaudito realismo del amor divino. El obrar de Dios, en efecto, no se limita a las palabras, es más, podríamos decir que Él no se conforma con hablar, sino que se sumerge en nuestra historia y asume sobre sí el cansancio y el peso de la vida humana (...). Este modo de obrar de Dios es un fuerte estímulo para interrogarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse al ámbito del sentimiento, de las emociones, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia, debe tocar nuestra vida de cada día y orientarla también de modo práctico»1. El realismo del amor divino se traduce en el deseo de alimentar a sus hijos. La misericordia de la mirada de Cristo hacia la gente que lo seguía, y que le mueve a obrar el milagro de la multiplicación de los panes, es la misma que Dios sigue teniendo con cada uno de nosotros.
CUANDO JESÚS ANUNCIA su deseo de alimentar a la muchedumbre, los apóstoles ponen a sus pies una aportación claramente insuficiente: pocos panes acompañados de unos cuantos peces. Evidentemente, desde el punto de vista humano, aquella empresa era imposible: no quedaba más remedio que despedir a la muchedumbre y que cada familia buscase su propia alimentación. Sin embargo, la otra opción es entrar en la aventura de Jesús. Y esto implica que, aunque el Señor podría realizar sin ninguna ayuda aquel milagro, él espera recibir algo de sus apóstoles, al menos una pequeña manifestación de no querer conformarse con despedir a la gente. El razonamiento de Cristo es similar al de un enamorado: no se trata simplemente de hacer algo, sino que se trata de hacerlo juntos. Lo extraordinario tiene su origen en Dios, pero quiere hacerlo a través de lo ordinario que aportamos nosotros.
San Josemaría solía recordar el momento en que vio a unos pescadores que, al sacar del agua una gran cantidad de peces, no quitaban de en medio a un pequeño que había puesto sus manos entre las redes. «Aquellos pescadores rudos; nada refinados, debieron de sentir su corazón estremecerse y permitieron que el pequeño colaborase; no lo apartaron, aunque más bien estorbaba. Pensé en vosotros y en mí; en vosotros, que aún no os conocía, y en mí; en ese tirar de la cuerda todos los días, en tantas cosas. Si nos presentamos ante Dios Nuestro Señor como ese pequeño, convencidos de nuestra debilidad pero dispuestos a secundar sus designios, alcanzaremos más fácilmente la meta: arrastraremos la red hasta la orilla, colmada de abundantes frutos, porque donde fallan nuestras fuerzas, llega el poder de Dios»2.
Entonces vamos descubriendo cómo las obras de Dios son también nuestras, ya que él mismo ha querido involucrarnos en esa tarea. Vivimos en una época histórica concreta, en lugar concreto, acompañados de personas específicas: Cristo quiere hacernos partícipes de su deseo por alimentar a esa muchedumbre que tiene sed de la plena felicidad que el Hijo de Dios trae al mundo.
RECORDAR EL MILAGRO de la multiplicación de los panes nos puede servir para ilustrar de manera gráfica cómo ha sido la vida de los santos. Ellos han sido personas como nosotros, de carne y hueso, con defectos, errores, limitaciones. La gran mayoría de ellos, de entrada, no tenían una influencia particular en las decisiones de la sociedad ni en las personas que les rodeaban. Sin embargo, el encuentro personal con Cristo los llevó a darse cuenta de que su tarea era ofrecer «los panes y los peces» que tenían a su alcance; después, el Señor se encargaría de alimentar a la multitud.
Cada santo es un recordatorio de que para cambiar el mundo «no hay una varita mágica, pero hay cosas pequeñas cada día que tenemos que aprender. Cambiar el mundo con las pequeñas cosas de cada día, con la generosidad, el compartir, la creación de estas actitudes de hermandad»3. Existen muchísimos ejemplos, como el santo cura de Ars o santa Teresita de Lisieux que, prácticamente sin moverse de su sitio, dejaron una huella profundísima en muchas almas. También nosotros, cristianos corrientes en medio del mundo, podemos colaborar en esa multiplicación de alimento a partir de aquella profunda convicción de san Josemaría: «¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces»4.
Santa María es el mejor ejemplo de una persona que supo poner todo lo suyo al servicio del Señor. No importa si son pocos o muchos panes: lo importante es poner a los pies de Jesús lo que tengamos. De ese modo, seremos testigos de los prodigios de un Padre que anhela saciar el hambre de todos sus hijos.