Evangelio (Mc 6, 1-6)
Salió de allí y se fue a su ciudad, y le seguían sus discípulos. Y cuando llegó el sábado comenzó a enseñar en la sinagoga, y muchos de los que le oían decían admirados:
-¿De dónde sabe éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado y estos milagros que se hacen por sus manos? ¿No es éste el artesano, el hijo de María, y hermano de Santiago y de José y de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?
Y se escandalizaban de él. Y les decía Jesús:
-No hay profeta que no sea menospreciado en su tierra, entre sus parientes y en su casa.
Y no podía hacer allí ningún milagro; solamente sanó a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos. Y se asombraba por su incredulidad. Y recorría las aldeas de los contornos enseñando.
Comentario
Puede sorprender que la primera vez que Jesús regresa a Nazaret con sus discípulos, se le impida hacer milagros allí (cfr. Mc 6,5). Siendo Jesús el Mesías, verdadero Dios y verdadero Hombre, ¿qué podría impedirle hacer un milagro si esa fuera su voluntad?
El problema reside en la falta de fe de la gente. Solo unas pocas personas se acercaron a Él. La mayoría no fueron porque tenían sus razones para rechazarlo: habían conocido a Jesús como uno de ellos pero estaban aferrados a sus ideas preconcebidas sobre Él y no aceptaban su nueva autoridad.
"No hay profeta que no sea menospreciado en su tierra, entre sus parientes y en su casa" (Mc 6,4). Jesús compara la recepción tan escéptica en su ciudad natal con su aceptación en Cafarnaún. En ese otro lugar, la gente había respondido a su presencia aclamando su autoridad (cf. Mc 1,27), y llevándole todos los enfermos y poseídos del pueblo para que los curara (cf. Mc 1,32-34).
¿Cómo reaccionamos nosotros? Jesús también viene a nuestras vidas trayendo regalos e invitándonos a aceptar su mensaje y seguirlo. ¿Nuestro Señor nos encontrará con un espíritu abierto y acogedor o seremos desconfiados y le rechazaremos? Jesús tiene algo muy grande preparado para nosotros: "Si conocieras el don de Dios" (Jn 4,10).
Cuando alguien tiene Fe, se abre un nuevo rango de posibilidades más allá de los límites ordinarios. El pueblo de Nazaret nunca lo experimentó y no pudo -o no quiso- entender que la culpa era suya. (Mc 6, 1-6)
Salió de allí y se fue a su ciudad, y le seguían sus discípulos. Y cuando llegó el sábado comenzó a enseñar en la sinagoga, y muchos de los que le oían decían admirados:
-¿De dónde sabe éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado y estos milagros que se hacen por sus manos? ¿No es éste el artesano, el hijo de María, y hermano de Santiago y de José y de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?
Y se escandalizaban de él. Y les decía Jesús:
LLENAR nuestra vida de esta sabiduría divina no es cuestión de poseer un gran conocimiento humano; no es algo que dependa directamente de nuestras cualidades o de nuestro empeño personal. Es, ante todo, un don que nos concede el Señor como fruto de la intimidad con él. «Hay un saber al que solo se llega con santidad: y hay almas oscuras, ignoradas, profundamente humildes, sacrificadas, santas, con un sentido sobrenatural maravilloso», con un sorprendente saber que especialmente «está en conocer a Dios y en amarle»[3].
San Pablo señala que la auténtica sabiduría nos permite conocer la voluntad de Dios y hace posible comportarse «de una manera digna del Señor, agradándole en todo, dando como fruto toda clase de obras buenas y creciendo en el conocimiento de Dios» (Col 1,9-10). El apóstol de las gentes entiende el Evangelio como una sabiduría que no es «de este mundo ni de los gobernantes de este mundo que son pasajeros; sino que enseñamos la sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, que Dios predestinó, antes de los siglos, para nuestra gloria. Sabiduría que ninguno de los gobernantes de este mundo ha conocido» (1 Cor 2,6-8).
En su vida con Cristo los apóstoles adquirieron progresivamente esta sabiduría divina. La relación con él fue dejando en cada uno de ellos un poso de sensatez y prudencia, de delicadeza y magnanimidad, de conocimiento profundo de la realidad, que se iría perfeccionando con el envío del Espíritu Santo. Nosotros también podemos recibir ese don de muchas maneras, especialmente en los sacramentos. Cuando recibimos al Señor en la Comunión, o al hacer un rato de oración, entramos en una relación íntima con él que nos permite acoger la sabiduría divina y ser así contemplativos en medio del mundo.
CON LA SABIDURÍA, subraya la Escritura, vienen «a la vez todos los bienes» (Sab 7,11). Tanto valor tiene este don que el rey Salomón lo prefirió antes que cualquier otra cosa: «La antepuse a cetros y tronos y, comparada con ella, tuve en nada la riqueza. La piedra más preciosa no la iguala, porque, a la vista de ella, todo el oro es un poco de arena, y, ante ella, la plata vale lo que el barro. La quise más que la salud y la belleza y preferí tenerla como luz, porque su resplandor no tiene ocaso» (Sab 7,7-10).
Conducidos por ella aprendemos a vivir junto a Dios en todas las circunstancias, entregándonos a nuestros hermanos, pues «precisamente esta gratuidad total del amor es la verdadera sabiduría»[4]. Cada día nos presenta multitud de momentos para vivir según ese don de Dios. Cuando dos esposos «riñen, y luego no se miran o, si se miran, se miran con la cara torcida: ¿esto es sabiduría de Dios? ¡No! En cambio, si dicen: “Pasó la tormenta, hagamos las paces”, y recomienzan a ir hacia adelante en paz: ¿esto es sabiduría? ¡Sí! (...) Y esto no se aprende: esto es un regalo del Espíritu Santo»[5].
Jesús no pudo permanecer mucho tiempo en Nazaret. La visita terminó abruptamente por la hostilidad de algunos de sus vecinos. Su sabiduría no conmovió a todos, más bien lo contrario: fue la causa de su rechazo. Más adelante revelaría su sabiduría precisamente en otro escándalo: el de la cruz. Ahí «manifiesta de verdad quién es Dios, es decir, poder de amor que llega hasta la Cruz para salvar al hombre»[6]. Es probable que la Madre de Jesús estuviera ese día acompañando a su Hijo en Nazaret y viera con dolor la desconfianza en los ojos de sus paisanos. Ella, que fue el trono que sentó sobre sus rodillas a la Sabiduría divina, nos puede ayudar a acoger también en nuestra vida ese don.
-No hay profeta que no sea menospreciado en su tierra, entre sus parientes y en su casa.
Y no podía hacer allí ningún milagro; solamente sanó a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos. Y se asombraba por su incredulidad. Y recorría las aldeas de los contornos enseñando.
Comentario
Puede sorprender que la primera vez que Jesús regresa a Nazaret con sus discípulos, se le impida hacer milagros allí (cfr. Mc 6,5). Siendo Jesús el Mesías, verdadero Dios y verdadero Hombre, ¿qué podría impedirle hacer un milagro si esa fuera su voluntad?
El problema reside en la falta de fe de la gente. Solo unas pocas personas se acercaron a Él. La mayoría no fueron porque tenían sus razones para rechazarlo: habían conocido a Jesús como uno de ellos pero estaban aferrados a sus ideas preconcebidas sobre Él y no aceptaban su nueva autoridad.
"No hay profeta que no sea menospreciado en su tierra, entre sus parientes y en su casa" (Mc 6,4). Jesús compara la recepción tan escéptica en su ciudad natal con su aceptación en Cafarnaún. En ese otro lugar, la gente había respondido a su presencia aclamando su autoridad (cf. Mc 1,27), y llevándole todos los enfermos y poseídos del pueblo para que los curara (cf. Mc 1,32-34).
¿Cómo reaccionamos nosotros? Jesús también viene a nuestras vidas trayendo regalos e invitándonos a aceptar su mensaje y seguirlo. ¿Nuestro Señor nos encontrará con un espíritu abierto y acogedor o seremos desconfiados y le rechazaremos? Jesús tiene algo muy grande preparado para nosotros: "Si conocieras el don de Dios" (Jn 4,10).
Cuando alguien tiene Fe, se abre un nuevo rango de posibilidades más allá de los límites ordinarios. El pueblo de Nazaret nunca lo experimentó y no pudo -o no quiso- entender que la culpa era suya.