Evangelio (Jn 8, 21-30)
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
—Yo me voy y me buscaréis, y moriréis en vuestro pecado; adonde yo voy vosotros no podéis venir.
Los judíos decían:
—¿Es que se va a matar y por eso dice: «Adonde yo voy vosotros no podéis venir»?
Y les decía:
—Vosotros sois de abajo; yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo; yo no soy de este mundo. Os he dicho que moriréis en vuestros pecados, porque si no creéis que yo soy, moriréis en vuestros pecados.
Entonces le decían:
—¿Tú quién eres?
Jesús les respondió:
—Ante todo, lo que os estoy diciendo. Tengo muchas cosas que hablar y juzgar de vosotros, pero el que me ha enviado es veraz, y yo, lo que le he oído, eso hablo al mundo.
Ellos no entendieron que les hablaba del Padre.
Les dijo por eso Jesús:
—Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy, y que nada hago por mí mismo, sino que como el Padre me enseñó así hablo.
Y el que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada.
Al decir estas cosas, muchos creyeron en él.
PARA TU ORACION
unos bienes que habíamos dejado atrás. Pero al contemplar la pobreza de Cristo en la cruz –«nada ha quedado al Señor, sino un madero»3–, intuimos que la felicidad no se encuentra en las cosas materiales. Nos damos cuenta de lo efímeras que son estas realidades, que no llegan a tocar el fondo del alma. «Cuando alguno centra su felicidad exclusivamente en las cosas de aquí abajo —he sido testigo de verdaderas tragedias—, pervierte su uso razonable y destruye el orden sabiamente dispuesto por el Creador –dice san Josemaría–. El corazón queda entonces triste e insatisfecho; se adentra por caminos de un eterno descontento»4.
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3). Con estas palabras, el Señor ofrece la felicidad, en la tierra y en el cielo, a quienes ponen su seguridad y su riqueza en Dios. El pobre de corazón posee las cosas sin ser poseído por ellas. La pobreza de espíritu nos permite disfrutar verdaderamente de la realidad, pues nos conecta con lo sencillo, con las personas, con Dios. En definitiva, con todo aquello que sacia nuestros deseos más profundos.
AQUELLAS mordeduras de las serpientes no fueron la última respuesta del Señor. El pueblo se arrepintió y acudió a Moisés quien, fiel a su vocación de mediador, intercedió por su gente. Entonces Dios, movido por su misericordia, les regaló una peculiar medicina: quienes, después de haber sido mordidos, mirasen hacia una serpiente de bronce, no morirían. Así, aquello que era la causa de la muerte, se transformó al mismo tiempo en el símbolo de la salvación. Por eso, la serpiente es una imagen que anticipa la cruz de Cristo: esta contiene todos los pecados del mundo y, al mismo tiempo, a quien los ha vencido para siempre con su muerte.
«Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre –dice Jesús en el evangelio de san Juan–, sabréis que “Yo soy”, y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado» (Jn 8,27). Si no conociéramos el final de la historia, pensaríamos que el levantamiento del que habla el Señor se refiere a una futura gloria temporal. No es fácil comprender que su verdadera exaltación se realizó en la cruz, y que la sujeción de los clavos es su forma de vivir la libertad. Por eso, mirando y asumiendo la debilidad de Cristo, adquirimos la fuerza de Dios. También nosotros podemos hacer nuestras esas palabras paradójicas de san Pablo: «Con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12,9-10).
A los pies de la cruz encontramos a la Virgen. Podemos pedirle que sepamos dirigir siempre nuestra mirada a la cruz, para que Cristo ahuyente las serpientes que puedan rondar en nuestra vida.