Evangelio (Mt 1,16.18-21.24a)
Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús llamado Cristo.
La generación de Jesucristo fue así: María, su madre, estaba desposada con José, y antes de que conviviesen se encontró con que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, como era justo y no quería exponerla a infamia, pensó repudiarla en secreto. Consideraba él estas cosas, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo:
—José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.
Al despertarse, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado.
PARA TU ORACION
AYER CELEBRÁBAMOS el domingo laetare, como un recordatorio de que la Cuaresma es un tiempo de penitencia que nos dispone hacia la gran alegría de la Pascua. En el libro del profeta Isaías escuchamos a Dios que nos dice: «He aquí que Yo creo unos cielos nuevos y una tierra nueva. Las cosas pasadas no serán recordadas ni vendrán a la memoria. Al contrario, alegraos y regocijaos eternamente de lo que yo voy a crear, pues voy a crear a Jerusalén para el gozo, y a su pueblo para la alegría. Me gozaré en Jerusalén y me alegraré en su pueblo» (Is 65,17-19). El Señor nos invita a la alegría y él mismo se alegra. En el libro del Génesis también percibimos este gozo de Dios cuando, al contemplar el mundo recién salido de sus manos, ve que es «muy bueno» (Gn 1,31). El creador, que había preparado el mundo para los hombres, soñaba ya con la vida de sus hijos.
Sabemos que, sin embargo, después vino el pecado y la destrucción de la armonía inicial. Pero Dios no se cansó de perdonar ni de ilusionarse con los hombres. Cada uno de nosotros somos, de alguna manera, un sueño de Dios, un proyecto de bien y felicidad. «Dios piensa en cada uno de nosotros, ¡y piensa bien! Nos quiere y sueña con la alegría que gozará con nosotros. Por eso, el Señor quiere recrearnos, hacer nuevo nuestro corazón (...) para que triunfe la alegría. (...) Y hace tantos planes: construiremos casas..., plantaremos viñas, comeremos sus frutos..., todas las ilusiones que pueda tener un enamorado»1. San Josemaría, al pensar en las palabras del profeta Isaías en las que Dios nos dice que somos un proyecto divino, no ocultaba su emoción: «¡Que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de Amor!»2.
«TE ENSALZARÉ, Señor, porque me has librado» (Sal 29,2). Este salmo expresa el agradecimiento de un hombre que fue rescatado por Dios de las garras de la muerte. En esta experiencia, el salmista ha aprendido al menos dos cosas importantes. La primera es que la ira de Dios dura solo un instante, pero su bondad toda la vida. El Señor no quiere destruir, sino corregir para que sus hijos puedan ser felices. Por eso, aun habiéndole ofendido con el pecado, siempre es posible volver a él con la seguridad de que seremos acogidos. Aunque quizás alguna vez parezca que nos ha dejado solos o que se ha ocultado, en realidad Dios siempre será fiel. «Por un breve instante te abandoné, pero con grandes ternuras te recogeré. En un arrebato de ira te oculté mi rostro un momento, pero con amor eterno me he apiadado de ti, dice tu Redentor, el Señor» (Is 54,7-8).
La segunda enseñanza del salmo es que la enfermedad y la muerte muestran al hombre su fragilidad. En el momento de la prosperidad es fácil olvidarlo y no dar relieve a la necesidad que tenemos de los demás y, sobre todo, de Dios. En cambio, cuando llega un momento de crisis personal o familiar, esta debilidad se pone de manifiesto; se comprende, entonces, con nueva profundidad, la importancia que tienen en nuestra vida la comunión –con Dios y con los demás– y la oración. «Me has dicho: “Padre, lo estoy pasando muy mal”. Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecica de esa cruz, solo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella,... déjala toda entera sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: “Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno”. Y quédate tranquilo»3.
EN UNA OCASIÓN, un hombre poderoso, funcionario real de alto rango, le pide a Jesús que vaya con él a Cafarnaún para curar a su hijo gravemente enfermo. Su fe y su esperanza son todavía débiles, pero en su amor de padre no quiere dejar de intentar cualquier cosa para ayudar a su hijo. Por eso, ha recorrido los más de treinta kilómetros entre Cafarnaún y Caná, para ir a buscar a este Maestro del que le han asegurado que hace milagros nunca vistos.
El Señor se hace un poco de rogar, lamentándose serenamente de la incredulidad que encontraba en Galilea: todos deseaban ver signos y prodigios, pero no estaban tan dispuestos a acoger su palabra ni a convertirse. Aquel hombre insiste y, sobre todo, empieza poco a poco a creer de verdad, como muestra su dócil obediencia a lo que Jesús le indica: «Vete, tu hijo está vivo» (Jn 4,50). Mientras regresa presuroso a Cafarnaún, sus servidores le salen al encuentro con la noticia de que el niño se encuentra bien. «Y creyó él y toda su casa» (Jn 4,53), concluye el evangelista.
El Señor nos quiere curar, como al hijo del funcionario real, liberándonos de nuestras esclavitudes y perdonando nuestros pecados. Y nos pide lo mismo: creer. «La fe es dejar sitio a ese amor de Dios, dejar sitio al poder de Dios, pero no al poder de alguien muy poderoso, sino al poder de alguien que me quiere, que está enamorado de mí y quiere vivir la alegría conmigo. Eso es la fe. Eso es creer: dejar sitio al Señor para que venga y me cambie»4. Podemos pedir a nuestra Madre que nos ayude a tener, como ella, una fe grande, disponible y humilde, para que el Señor pueda llenarnos con su gracia.