Evangelio (Juan 3, 16-21)
Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios. Éste es el juicio: que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios.
PARA TU ORACION PERSONAL
«VINO LA LUZ AL MUNDO y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios» (Jn 3,19-21). Con estas palabras que leemos en el evangelio, continúa la conversación de Jesús con Nicodemo. Aparece un tema recurrente en el libro de san Juan: Cristo es la luz del mundo y quien le sigue «no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). La luz que Cristo trajo al mundo no fue deslumbrante: acogerla o no, acercarse o mirar hacia otro lado, dependía de la libertad de cada corazón. De hecho, la luz fue rechazada por muchos. Otros incluso intentaron apagarla. Pero el plan divino de salvación supera cualquier esquema humano.
La luz de Cristo resucitado sigue siendo una luz de amor, que no se impone, sino que se presenta humilde, discreta, a la libertad de los hombres. No quiere avasallarnos ni pasar por encima de nuestra posibilidad de elección. Pero cuando se la acoge bajo esta apariencia de debilidad, se demuestra capaz de disipar las tinieblas más densas. «Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en el mundo, y lo hace de la forma más clara, precisamente allí donde según el juicio humano todo parece sombrío y sin esperanza. Él ha vencido a la muerte –él vive– y la fe en él penetra como una pequeña luz todo lo que es oscuridad y amenaza. Ciertamente, quien cree en Jesús no siempre ve en la vida solamente el sol, casi como si pudiera ahorrarse sufrimientos y dificultades; ahora bien, tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia (cfr Jn 10,10). Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día»[1].
EL SEÑOR, que se manifestó como la luz del mundo, también dijo a sus discípulos: «Vosotros sois la luz del mundo» (Lc 5,14). Todos estamos llamados a ser luz y a formar con los demás cristianos un resplandor cada vez más amplio: «La luz no se queda aislada. En todo su entorno se encienden otras luces. Bajo sus rayos se perfilan los contornos del ambiente, de forma que podemos orientarnos. No vivimos solos en el mundo. Precisamente en las cosas importantes de la vida tenemos necesidad de otros. En particular, no estamos solos en la fe, somos eslabones de la gran cadena de los creyentes. Ninguno llega a creer si no está sostenido por la fe de los otros y, por otra parte, con mi fe, contribuyo a confirmar a los demás en la suya. Nos ayudamos recíprocamente a ser ejemplos los unos para los otros, compartimos con los otros lo que es nuestro, nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestro afecto. Y nos ayudamos mutuamente a orientarnos»[2].
Este fue el caso de los primeros cristianos, que tenían «un solo corazón y una sola alma» (Hch 3,32). «La comunidad renacida tiene la gracia de la unidad, de la armonía. Y el único que puede darnos esa armonía es el Espíritu Santo, que es la armonía entre el Padre y el Hijo, es el don que hace la armonía»[3]. El Paráclito los mantenía unidos y los impulsaba a evangelizar: de esta manera, como relata la Sagrada Escritura, la Iglesia fue creciendo con rapidez. Ciertamente, junto a la luz de la fe, seguían estando presentes las tinieblas y no faltaron los problemas. En la Misa de hoy se lee cómo, al ver que cada vez más personas abrazaban el cristianismo, las autoridades «prendieron a los apóstoles y los metieron en la prisión pública» (Hch 5,18). De un modo u otro, tampoco faltarán dificultades en nuestra vida cuando procuremos difundir a nuestro alrededor la luz de Cristo. Ante la impresión de que los frutos son pocos o de que nuestras condiciones personales tampoco son las mejores, podemos repetir con el salmista: «Cuando el pobre invoca, el Señor lo escucha» (Sal 33,7). Esta sería también la actitud de los apóstoles mientras permanecían encerrados en la cárcel. Y el consuelo de Dios no tardó en llegar.
«UN ÁNGEL del Señor abrió de noche las puertas de la cárcel, los sacó y les dijo: “Salid, presentaos en el Templo y predicad al Pueblo toda la doctrina que concierne a esta Vida”. Después de haberlo escuchado, entraron de madrugada en el Templo y comenzaron a enseñar» (Hch 5,19-21). Aunque no se describe la aparición del ángel, debió de ser impresionante. Con las primeras luces del día, y sabiendo que volverían a ser arrestados, los apóstoles emprendieron aquella indicación. Lo hicieron no como quien cumple un encargo externo sino como quien lleva adelante una misión propia, una tarea que había pasado a ser parte constitutiva de cada uno; no solo hacían apostolado sino que eran y se sentían apóstoles, testigos de un acontecimiento que había transformado sus vidas.
También nosotros «hemos de llenar de luz el mundo (…) –escribió san Josemaría–. Nada puede producir mayor satisfacción que el llevar tantas almas a la luz y al calor de Cristo. Personas a las que nadie ha enseñado a valorar su vida corriente, para quienes lo ordinario parece vano y sin sentido, que no aciertan a comprender y a pasmarse ante esa gran verdad: Jesucristo se ha preocupado de nosotros, hasta de los más pequeños, hasta de los más insignificantes. A todas las gentes habéis de decir: también a vosotros os busca Cristo, como buscó a los primeros doce, como buscó a la mujer samaritana, como buscó a Zaqueo; como al paralítico: surge et ambula (Mc 2,9), levántate que el Señor te espera; como al hijo de la viuda de Naín: tibi dico, surge! (Lc 7,14), a ti te lo digo, levántate de tu comodidad, de tu poltronería, de tu muerte»[4].
Pidamos a nuestra Madre del cielo que se mantenga muy viva en nosotros la conciencia de que somos apóstoles, de manera que sepamos secundar la acción del Espíritu Santo para que muchas almas se acerquen a Dios.