"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

14 de abril de 2023

Echad la red... y encontraréis

 



Evangelio (Jn 21, 1-14)


En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:


Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.


Simón Pedro les dice:


—Me voy a pescar.


Ellos contestaban:


—Vamos también nosotros contigo.


Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.


Jesús les dice:


—Muchachos, ¿tenéis pescado?


Ellos contestaron:


—No.

El les dice:


—Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.


La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro:


—Es el Señor.


Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.


Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice:


—Traed de los peces que acabáis de coger.


Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.


Jesús les dice:


-—Vamos, almorzad.


Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.


Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.


PARA TU ORACION


DESPUÉS de las primeras apariciones en Jerusalén, los apóstoles volvieron a su tierra. Las mujeres les habían transmitido un mensaje de Cristo resucitado: «Que vuelvan a Galilea, allí me verán» (Mt 28,10). En Cafarnaúm, años atrás, había comenzado la aventura de su vocación, y allí quería el Señor volver a reunirlos. Uno de aquellos días, varios discípulos salieron a pescar con Pedro y Juan en el mar de Tiberíades. Como había sucedido otras veces, al amanecer decidieron regresar a tierra con la red vacía, después de un esfuerzo estéril que había durado toda la noche. En esas circunstancias, cuando ya clareaba el sol, mientras hacían las maniobras para atracar en la playa, «se presentó Jesús en la orilla, pero sus discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús» (Jn 21,1-13). «Cuando todo parecía acabado, nuevamente, como en el camino de Emaús, Jesús sale al encuentro de sus amigos. Esta vez los encuentra en el mar, lugar que hace pensar en las dificultades y las tribulaciones de la vida»[1].


Los discípulos, que no reconocen en ese momento al Señor, escuchan a un extraño que se dirige a ellos desde la orilla con una petición: «Muchachos, ¿tenéis algo de comer?» (Jn 21,5). «¡Qué cosa más humana! –observa san Josemaría–. Dios diciendo a las criaturas que le den de comer. Dios necesitando de nosotros. ¡Qué bonito, qué maravilla de las grandezas de Dios! Dios nos necesita. Ninguno hace falta (...) y, sin embargo, te digo a la vez que Dios nos necesita, a ti y a mí»[2]. Los pescadores, cansados de bregar y decepcionados después de una noche en la barca, responden negativamente, sin mirar apenas. Vino entonces Jesús, con su omnipotencia, para abrirles los ojos cargados de sueño, para empujar sus corazones a un pensamiento más profundo, más de Dios, con más visión sobrenatural. «Él les dijo: Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis» (Jn 21,6). Los discípulos se fiaron de Jesús, no sin cierto recelo, porque ya no les quedaban ganas de seguir pescando, querían llegar a la orilla e ir a descansar cuanto antes. La humildad de abrirse a las palabras de Jesús, siempre con una actitud nueva, dio paso al poder del Señor en la vida de aquellos pescadores; un poder que sobrepasará todos sus cálculos y esperanzas.


HACIENDO caso al forastero, echaron las redes a la derecha de la barca y enseguida sintieron el peso de la pesca, hasta el punto de que «no eran capaces de sacarla por la gran cantidad de peces» (Jn 21,6). En el corazón de Juan –«el discípulo a quien amaba Jesús»– se abrió paso, poco a poco, una gran esperanza. Es posible que recordara el día en el que Jesús le eligió, en aquel mismo escenario, después también de una noche de fatiga muy parecida a esta. Al reconocer quién había obrado el milagro, «le dijo a Pedro: ¡Es el Señor!» (Jn 21,17).


Juan es la mejor representación del amor. Supo estar en la cita del Calvario y ahora tiene los ojos preparados para descubrir al Señor que les mira desde la orilla. «La limpieza de aquel hombre, la entrega de aquel hombre, que se había siempre conservado limpio, que no había tenido una vacilación, que se había dado a Dios del todo desde la adolescencia, hace que conozca al Señor. Se necesita una especial sensibilidad para las cosas de Dios, una purificación. Cierto es que Dios también se ha hecho oír de pecadores: Saulo, Balaam... Sin embargo, de ordinario, Dios Nuestro Señor quiere que las criaturas, por la entrega, por el amor, tengan una especial capacidad, para conocer estas manifestaciones»[3].


En cuanto Simón Pedro oyó las palabras de Juan, se echó al mar para ir más deprisa al encuentro de Jesús. «Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?»[4], se preguntaba san Josemaría. Al Señor le agrada tanto el amor delicado de Juan, que sabe ver, como la fe algo impetuosa de Pedro, que quiere llegar lo más rápido posible a la orilla. De la misma manera que a aquellos dos apóstoles, el Señor nos necesita para llegar a los corazones de los hombres, a cada uno con nuestro carácter, sin excluir ni siquiera nuestros defectos. Estos, a menudo, pesan mucho, y los soportamos con la impresión de que son un obstáculo para los deseos del Señor. Sin embargo, nuestros defectos son la ocasión que Dios necesita para obrar sus milagros de manera libre y gratuita. Ante ellos, Dios no nos acusa; su ternura nos acoge como somos y nos renueva e impulsa para la misión.


LA PESCA de aquella mañana fue abundante y selecta. El Señor les pidió que le trajeran algunos de los peces que habían pescado. Pedro, con la destreza del que conoce bien su oficio, sacó a tierra la red repleta, para dejar todo cerca del Señor. Es tal su emoción que, al terminar el desayuno que Jesús les había preparado, contaron uno por uno lo que habían sacado del lago: «Ciento cincuenta y tres peces grandes» (Jn 21,11). La generosidad del Señor no sabe de cálculos. Les había pasado ya en Caná, en la multiplicación de los panes y peces, y hoy sucede nuevamente: la cantidad es magnánima. El Señor no pone límites. Así lo señala después san Pablo a los cristianos de Roma, sabiendo que la entrega de la cruz es la más grande de todas: «El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas?» (Rm 8,32).


«Echad la red... y encontraréis» (Jn 21,6). La pesca de Cristo necesita «pescadores de hombres» dispuestos a salir de noche para pescar, dispuestos a tirar la red siguiendo el mandato de su voz; pescadores que sepan fiarse más de Jesús que de sus cansancios y experiencias, que trabajen por el Evangelio con la certeza de que han sido enviados por él. Sin embargo, aunque el Señor desea que la pesca sea abundante, los frutos llegan cuando Dios quiere, en el modo y el tiempo que tenga dispuesto. «En los misteriosos designios de su sabiduría, Dios sabe cuándo es tiempo de intervenir. Y entonces, como la dócil adhesión a la palabra del Señor hizo que se llenara la red de los discípulos, así también en todos los tiempos, incluido el nuestro, el espíritu del Señor puede hacer eficaz la misión de la Iglesia en el mundo»[5].


Mientras tomaban los panes y los peces preparados a la brasa por Jesús, los discípulos no tuvieron el valor de preguntarle: «¿Tú quién eres? Pues sabían que era el Señor» (Jn 21,12). También la gente que nos rodea, movida por una profunda sed de Dios, pregunta a Dios en su interior: «Tú, Jesús, ¿quién eres? ¿Un hombre bueno, un maestro que dio a la humanidad lecciones preciosas de humanismo? ¿Eres sólo eso o, en realidad, eres el Hijo de Dios vivo?»[6]. En la tierra, nosotros somos sus discípulos, nosotros queremos surcar todos los mares. Con la ayuda de María, Reina de los Apóstoles, haremos siempre la pesca que quiere Dios, en servicio de la Iglesia y de todas las almas.