Evangelio (Juan 3, 1-8)
Había entre los fariseos un hombre que se llamaba Nicodemo, judío influyente. Éste vino a él de noche y le dijo:
—Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él.
Contestó Jesús y le dijo:
—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios.
Nicodemo le respondió:
—¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?
Jesús contestó:
—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. No te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.
PARA TU ORACION
DURANTE EL TIEMPO de Pascua, la primera lectura de la Misa sigue la narración de los Hechos de los Apóstoles, el libro que nos relata los primeros pasos de la Iglesia. Se trata de la mejor fuente para acercarnos a la vida de los primeros cristianos, en quienes san Josemaría encontraba luces para los cristianos de nuestro tiempo. Se percibe que en esas primeras comunidades reinaba un clima de alegría, de profunda gratitud, de entusiasmo sobrenatural que les impulsaba a compartir su fe con todos. No se ocultan las dificultades que existían, tanto externas como, a veces, también internas a la Iglesia; pero ni a unas ni a otras se les concede demasiada importancia: palidecen ante la grandeza de la vida de la gracia y la acción del Espíritu Santo.
Pedro y Juan regresan tras haber sido arrestados durante una noche por orden de las autoridades. El revuelo fue grande al ver que muchas personas, después de escuchar a estos apóstoles y de asistir a un milagro, habían creído en Jesús. Tras interrogarlos, amenazarlos y exhortarlos a no seguir predicando, los guardias tuvieron que dejar en libertad a Pedro y a Juan por temor al pueblo, «porque todos glorificaban a Dios por lo ocurrido» (Hch 4,21). A su vuelta, esa primera comunidad de cristianos, quizá preocupados ante las persecuciones que se avecinaban, deciden rezar unánimemente parte del salmo II. Y al término de esta plegaria –se nos cuenta en la Escritura– «tembló el lugar en el que estaban reunidos y todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y proclamaban la palabra de Dios con libertad» (Hch 4,31).
Leyendo los Hechos de los Apóstoles descubrimos que el motor de todo apostolado es la oración. Quien reza «experimenta en vivo la presencia de Jesús y es tocado por el Espíritu. Los miembros de la primera comunidad perciben que la historia del encuentro con Jesús no se detuvo en el momento de la Ascensión, sino que continúa en su vida. Contando lo que ha dicho y hecho el Señor, rezando para entrar en comunión con l, todo se vuelve vivo. La oración infunde luz y calor: el don del Espíritu hace nacer en ellos el fervor»[1].
LA LECTURA DEL evangelio, por su parte, nos invita a dar un paso atrás en el tiempo: leemos la conversación de Jesús con Nicodemo en la que hablan de la buena noticia traída por Cristo; aquel diálogo en el que el Señor le invita a «nacer de nuevo». En contraste con los primeros cristianos, que ya habían recibido la gracia del Bautismo y gozaban de la asistencia del Espíritu Santo, a Nicodemo se le hace más difícil entender las palabras de Jesús. Nicodemo es un judío influyente que admira a Cristo. Piensa que alguien que realiza semejantes prodigios debe de ser un hombre de Dios. Acude de noche para no ser visto en compañía de aquel inusitado maestro, pero se dirige al Señor con respeto y sinceridad. Por eso, las palabras que le responde Jesús llevan rápidamente la conversación al plano más elevado: «En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5).
Nosotros, al igual que los primeros cristianos, somos mujeres y hombres nuevos, regenerados por el Bautismo; hemos nacido de lo alto. San Josemaría explicaba que «en el Bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo»[2]. Este sacramento nos da la inmensa dignidad de ser hijos de Dios y de estar llamados a la santidad, que no es otra cosa que «la plenitud de la filiación divina»[3]. Ser santos, por tanto, no es solo una cuestión de comportamiento externo, no consiste solamente en aspirar una perfección ética, sino que se trata de reconocer en nosotros la vida de la gracia que se nos ha infundido y desear que se convierta sinceramente en la fuente de nuestra existencia; consiste en tener cada vez más los sentimientos del Hijo, tener un corazón cada vez más parecido al suyo.
Con el Bautismo comienza una aventura apasionante, una aventura de amor, una vida que no solo es nueva, sino que el Señor quiere renovar continuamente al compás del soplo imprevisible del Espíritu Santo. «El Bautismo nos sumerge en la muerte y resurrección del Señor, ahogando en la fuente bautismal al hombre viejo, dominado por el pecado que separa de Dios y haciendo nacer al hombre nuevo, recreado en Jesús (...). Si nosotros festejamos el día del nacimiento, ¿cómo no festejar o recordar el día del renacimiento? (...). Es otro cumpleaños: el cumpleaños del renacimiento»[4].
«DESDE QUE RECIBIMOS el Bautismo, apenas nacidos, comenzó en el alma la vida sobrenatural. Pero hemos de renovar a lo largo de nuestra existencia –y aun a lo largo de cada jornada– la determinación de amar a Dios sobre todas las cosas»[5]. Así explicaba san Josemaría una característica intrínseca de nuestra vocación cristiana: esa disposición a acoger de modo siempre renovado la gracia de Dios, ese secundar las inspiraciones del Paráclito con una docilidad que ensancha nuestra libertad interior. La vocación bautismal nos introduce en el dinamismo de la vida según el Espíritu Santo. Nuestra fidelidad al Señor no se caracteriza por la inercia y la monotonía, sino por la continua novedad de una respuesta libre y amorosa. Seguía diciendo san Josemaría: «En la entrega voluntaria, en cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios»[6].
«¡Qué grande es el don del Bautismo! Si nos diéramos plenamente cuenta de ello, nuestra vida se convertiría en un “gracias” continuo. ¡Qué alegría para los padres cristianos, que han visto nacer de su amor una nueva criatura, llevarla a la pila bautismal y verla renacer en el seno de la Iglesia a una vida que jamás tendrá fin!»[7]. Aunque quizás muchos no puedan recordar el día en que, como Jesús le dijo a Nicodemo, «volvieron a nacer», es un momento siempre accesible a nuestra imaginación y a nuestra oración: allí podremos agradecer a Dios y a las personas de cuya fe Dios se sirvió para incorporarnos a Cristo.
La vida de María, desde el fiat –¡hágase!– de la Anunciación hasta el fiat silencioso que repitió al pie de la cruz, es un ejemplo para nosotros de respuesta fiel a su vocación en las más variadas situaciones. Es una manifestación de docilidad siempre renovada a la gracia de Dios.