"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

29 de abril de 2023

SABER COMUNICAR

 



Evangelio (Mt 11,25-30)


En aquella ocasión Jesús declaró:


— Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo. Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.



PARA TU RATO DE ORACION 


EN LA FIESTA de hoy, la liturgia de la Iglesia pone en nuestros labios la siguiente oración: «Señor Dios, que hiciste a santa Catalina de Siena arder de amor divino en la contemplación de la pasión de tu Hijo y en su entrega al servicio de la Iglesia; concédenos, por su intercesión, vivir asociados al misterio de Cristo para que podamos llenarnos de alegría con la manifestación de su gloria»[1]. Estas palabras resumen la vida de la santa que celebramos: un amor ardiente por Jesucristo que la llevó a dedicarse a trabajar por los demás y por la Iglesia.


Catalina Benincasa nació en el año 1347 en Siena, en el seno de una familia numerosa. Desde su infancia cultivó una profunda piedad que la impulsó a dedicar su vida al Señor, a pesar de la incomprensión de su familia. A los dieciocho años consiguió ser aceptada entre las mujeres terciarias dominicas de la ciudad. Siguió viviendo en casa de sus padres, llevando una intensa vida de oración en medio del lógico ajetreo de una familia con muchos hijos. A los veintiún años, Catalina tuvo una experiencia que marcaría para siempre su vida: comprendió que Dios la llamaba a dedicarse con todas sus fuerzas a realizar obras de caridad y a trabajar por la conversión de los pecadores. A san Josemaría le atraía precisamente que esta santa «estaba en la calle, y en su alma ella hizo su celda interior, de modo que en cualquier lado que estuviera, no salía de la celda»[2]. Con aquella decisión, comienzan unos años en los que la joven se mueve por la ciudad de Siena para cuidar de los enfermos, a la vez que encendía los corazones de muchas personas en el amor a Dios y al prójimo.


«No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa» (Mt 5,14-15). Catalina había sido iluminada por el rostro amable de Jesús y comprendió que su luz no podía quedarse encerrada en las paredes de su casa. Generó así una revolución a su alrededor, hecha de oración y de obras de servicio.


TANTO EN EL epistolario de santa Catalina como en su conocida obra El diálogo, llama la atención la armonía entre doctrina y experiencia mística, sobre todo si tenemos en cuenta que la santa no había podido recibir una formación cultural amplia. Acudió, sin embargo, desde muy joven a la predicación de los padres dominicos en su ciudad: allí escuchaba con atención las explicaciones de la Escritura, los ejemplos de las vidas de los santos o las catequesis sobre la fe. Pasado el tiempo, también alimentaría su vida interior con la orientación de un director espiritual del lugar.


En santa Catalina se cumplen aquellas palabras que Jesús pronunció un día, lleno de gozo: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25). «La verdadera sabiduría también viene del corazón, no es solamente entender ideas (...). Si tú sabes muchas cosas pero tienes el corazón cerrado, tú no eres sabio. Jesús dice que los misterios de su Padre han sido revelados a los “pequeños”, a los que se abren con confianza a su Palabra de salvación, sienten la necesidad de él y esperan todo de él; tienen el corazón abierto y confiado hacia el Señor»[3]. Santa Catalina acogió las luces que el Señor le iba concediendo y así alcanzó un profundo conocimiento del misterio de Dios. «¡Oh inestimable, dulcísima caridad! –escribe–. ¿Quién no se enardece con tanto amor? ¿Qué corazón puede resistir sin desfallecer? Tú, abismo de caridad, parece que enloqueces por tus criaturas, como si no pudieses vivir sin ellas, aunque seas un Dios que no precisa de nosotros. Por nuestras buenas obras no crece tu grandeza, porque no puede sufrir mutación; de nuestro mal no se te sigue daño, porque eres el sumo y eterno Bien. ¿Quién te mueve a tanta misericordia?»[4].


Llevada por esa intensa contemplación, la santa de Siena comunicaba el amor de Dios a la gente que tenía a su alrededor. Comenzó por quienes se reunían para escucharla y para ser alentados en su vida espiritual. Pero ese desbordarse de su vida interior no acabó ahí: pasados los años, dirigiría cartas a numerosas personas, muchas de ellas personajes públicos de la época. No pocas veces sus misivas iban acompañadas de llamadas a vivir de manera coherente con el Evangelio y a buscar la voluntad divina. De su relación íntima con Jesús sacaba la energía para hablar de Dios con claridad y dulzura.


ENTRE TANTOS cristianos que se han inspirado en la vida de santa Catalina encontramos a san Josemaría. Desde joven tuvo una devoción especial por ella; por ejemplo, solía llamar catalinas a las anotaciones que hacía sobre los sucesos de su vida interior. «A mí me enamora la fortaleza de una santa Catalina –confesaba el fundador del Opus Dei–, que dice verdades a las más altas personas, con un amor encendido y una claridad diáfana»[5]. Así, en 1964 el fundador del Opus Dei decidió nombrarla intercesora para un apostolado por el que guardaba una especial estima: el de informar con la caridad de Cristo el amplio campo de la opinión pública.


Jesús es la verdad que ilumina a todo hombre y lo rescata de la oscuridad. Ofrecer esta luz a los demás –procurando tenerla encendida primero en nuestra vida– es una de las obras de misericordia. Así, llevar nuestra fe a los demás «es hacer ver la revelación, para que el Espíritu Santo pueda actuar en la gente mediante el testimonio: como testigo, con el servicio. El servicio es un modo de vivir (...). Si digo que soy cristiano y vivo como tal, eso atrae (...). La fe debe ser transmitida: no para convencer, sino para ofrecer un tesoro»[6].


Santa Catalina, antes de exhortar a alguien a acercarse más a la fe, había pasado mucho tiempo cuidando a los enfermos de su ciudad. La misma caridad que la llevó a dedicarse a los más necesitados la movió después a escribir cartas en las que invitaba a ser fieles hijos de la Iglesia. La credibilidad de su mensaje se apoyaba en una vida en la que resplandecía el amor a Dios y al prójimo. A ella y a nuestra Madre les pedimos que intercedan ante Dios para que nos conceda una caridad que se alimente en la oración, se manifieste en obras de amor y anuncie la verdad que conduce a la vida. «La enseñanza más profunda que estamos llamados a transmitir y la certeza más segura para salir de la duda, es el amor de Dios con el cual hemos sido amados (cf. 1 Gv 4, 10). Un amor grande, gratuito y dado para siempre ¡Dios nunca da marcha atrás con su amor!»[7].