Evangelio (Mt 21,1-11)
Al acercarse a Jerusalén y llegar a Betfagé, junto al Monte de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos, diciéndoles:
— Id a la aldea que tenéis enfrente y encontraréis enseguida un asna atada, con un borrico al lado; desatadlos y traédmelos. Si alguien os dice algo, le responderéis que el Señor los necesita y que enseguida los devolverá.
Esto sucedió para que se cumpliera lo dicho por medio del Profeta:
Decid a la hija de Sión:
“Mira, tu Rey viene hacia ti
con mansedumbre, sentado sobre un asna,
sobre un borrico, hijo de animal de carga”.
Los discípulos marcharon e hicieron como Jesús les había ordenado. Trajeron el asna y el borrico, pusieron sobre ellos los mantos y él se montó encima. Una gran multitud extendió sus propios mantos por el camino; otros cortaban ramas de árboles y las echaban por el camino. Las multitudes que iban delante de él y las que seguían detrás gritaban diciendo:
— ¡Hosanna al Hijo de David!
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
¡Hosanna en las alturas!
Al entrar en Jerusalén, se conmovió toda la ciudad y se preguntaban:
— ¿Quién es éste?
— Éste es el profeta Jesús, el de Nazaret de Galilea — decía la multitud.
PARA TU ORACION
ENTRA EL SEÑOR en Jerusalén. Quien siempre se había opuesto a toda manifestación pública de alabanza, quien se había escondido cuando el pueblo quiso hacerle rey, se deja hoy llevar en triunfo. Solo ahora, cuando sabe que la muerte está cerca, acepta ser aclamado como el Mesías. Jesús sabe que, en realidad, reinará desde la cruz, ya que el mismo pueblo que ahora le aclama jubiloso dentro de poco le abandonará y le conducirá al Calvario. Las palmas se tornarán azotes; los ramos de olivo, en espinas; los vítores, en burlas despiadadas.
La liturgia, con la ceremonia de la bendición de las palmas y con los textos de la Misa –entre ellos, el relato de la pasión de nuestro Señor–, nos muestra lo unidos que están en la vida de Jesucristo la alegría y el sufrimiento, el gozo y el dolor. San Bernardo nos habla de cómo se unen en este día las risas con las lágrimas: la Iglesia nos «presenta hoy unidas, de modo nuevo y maravilloso, la pasión y la procesión; siendo así que la procesión lleva consigo el aplauso; la pasión, el llanto»[1].
Jesús entra en Jerusalén y sus habitantes tienden sus vestidos por el camino. «“Las hojas de palma –escribe San Agustín– son símbolo de homenaje, porque significan victoria. El Señor estaba a punto de vencer, muriendo en la Cruz. Iba a triunfar, en el signo de la Cruz, sobre el Diablo, príncipe de la muerte”. Cristo es nuestra paz porque ha vencido»[2]. La lectura de los momentos de la Pasión ha hecho desfilar por delante de nosotros a muchos personajes. Entonces, pocos sospechaban la victoria que Cristo traía. Podemos preguntarnos a lo largo de esta semana en la que reviviremos estos acontecimientos: «¿Dónde está mi corazón? ¿A cuál de estas personas me parezco?»[3]. ¿Con qué fe contemplo los sucesos capitales en los que estos días la Iglesia nos invita a ahondar?
HAY TAMBIÉN en la procesión triunfal otro fuerte contraste: en medio del entusiasmo superficial y ruidoso, brilla la silenciosa figura de un burro que, fiel y obediente, lleva al Señor. «Un borrico fue el trono de Jesús en Jerusalén. Mira –nos hacía considerar san Josemaría– si es bonito servir de trono al Señor»[4]. El pobre animal, con el trote más gallardo que sabe, va pisando sedas y púrpuras, lino y lienzos finísimos; los han puesto los hombres para honrar el paso del Señor. Pero mientras los demás ofrecen objetos, el borrico se da a sí mismo: sobre sus ásperos lomos lleva el peso suave de Jesús. A su lado los hombres corren, agitando por doquier ramos de olivo verde, palmas y laurel. Pero nadie, ni los mismos apóstoles, están tan cerca del Señor como él.
«Si la condición para que Jesús reinase en mi alma, en tu alma, fuese contar previamente en nosotros con un lugar perfecto, tendríamos razón para desesperarnos –comentaba también el fundador del Opus Dei–. Pero no temas, hija de Sión: mira a tu Rey, que viene sentado sobre un borrico. ¿Lo veis? Jesús se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como un jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra, tú me llevas por el ronzal (...). Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles. Pero Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma»[5].
Nos gustaría tener, en esta Semana Santa que comienza, el oído muy atento a la voz de Dios. No solo el oído, sino todos los sentidos. No queremos perdernos ningún gesto, ninguna palabra, ningún sentimiento de Jesús en aquellas jornadas que llenan de sentido nuestra vida.
«¿QUÉ LATE REALMENTE en el corazón de los que aclaman a Cristo como Rey de Israel? Ciertamente tenían su idea del Mesías, una idea de cómo debía actuar el Rey prometido por los profetas y esperado por tanto tiempo. No es de extrañar que, pocos días después, la muchedumbre de Jerusalén, en vez de aclamar a Jesús, gritaran a Pilato: “¡Crucifícalo!”. Y que los mismos discípulos, como también otros que le habían visto y oído, permanecieran mudos y desconcertados. En efecto, la mayor parte estaban desilusionados por el modo en que Jesús había decidido presentarse como Mesías y Rey de Israel. Este es precisamente el núcleo de la fiesta de hoy también para nosotros»[6].
La experiencia de quienes recibieron aquel día a Jesús con las palmas puede servirnos para pensar cuál es nuestra idea de Jesús, cuál es nuestra idea de su reinado; qué pensamos sobre su poder y su gracia. Puede suceder, por ejemplo, que a veces nos desilusione cómo se realiza la redención, su ritmo aparentemente lento. A veces quisiéramos que Dios triunfara inmediatamente, confundiendo nuestros planes con los suyos. Nos resistimos a aceptar que Dios está decidido a no comprometer nuestra libertad o la de quienes nos rodean. Su amor es tan delicado que no se impone. No aprovecha, por ejemplo, la aclamación de este Domingo de Ramos ni lo usa para su beneficio.
Por el contrario, «el corazón de Cristo está en otro camino, en el camino santo que solo él y el Padre conocen (...). Él sabe que para lograr el verdadero triunfo debe dejar espacio a Dios »[7]. Se trata del espacio de la acción silenciosa y a la vez poderosa de Dios, que hace nuevas todas las cosas a través del amor del Hijo al Padre. Derrama y ofrece ese amor llegando incluso «hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8). De este modo reina el Señor. Y en este camino podemos contemplar la imagen de la primera y más fiel seguidora de Jesús, su madre. «No la veréis entre las palmas de Jerusalén (...). Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí está, iuxta crucem Jesu, junto a la cruz de Jesús»[8]. Y nosotros, por una gracia inmerecida, junto a ella.