Evangelio (Lc 11, 27-28)
Mientras Él estaba diciendo todo esto, una mujer de en medio de la multitud, alzando la voz, le dijo:
–Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron.
Pero él replicó:
–Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan”.
PARA TU RATO DE ORACION
EL SIGLO XX ha quedado grabado en la historia de la piedad mariana por las apariciones de Nuestra Señora en Fátima. Corría el año 1917 y el dolor de la guerra cubría buena parte del mundo. Mientras varios países se enfrentaban con obstinación, mientras se intentaba arreglar los problemas con la fuerza de la violencia, en Portugal la Virgen revelaba a unos niños el camino para la paz verdadera. La oración que la Iglesia nos propone para la Misa de hoy resume el mensaje de Fátima: «Oh Dios, que a la Madre de tu Hijo la hiciste también Madre nuestra, concédenos que, perseverando en la penitencia y la plegaria por la salvación del mundo, podamos promover cada día con mayor eficacia el reino de Cristo»[1]. Nuestra Señora transmitió a los tres pastorcillos la necesidad que tenemos los cristianos de tener una vida de oración y de penitencia para acoger la paz de su hijo. El mensaje de Fátima es como un eco de aquellas palabras de Jesús al inicio de su predicación: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).
Jacinta, Francisco y Lucía, desde que encontraron a la Virgen, comenzaron a rezar el rosario diariamente y a ofrecer sacrificios a Dios. La fidelidad de estos tres pequeños a la petición materna de María ha abierto un camino de esperanza para muchas personas en todo el mundo. Desde Fátima, la devoción al santo rosario ha ganado un nuevo impulso. Hoy son muchas las personas que acuden a esta oración añadiendo la plegaria que la madre de Cristo enseñó a los pastorcillos: «Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de tu misericordia». ¡Cuánto consuelo encontramos los cristianos en el rezo del santo rosario! A él acuden madres y padres de familia que piden insistentemente por la conversión de sus hijos, trabajadores que enfrentan un panorama económico incierto, jóvenes que quieren dedicar sus energías a vivir y compartir la alegría del Evangelio… Es una oración que cambia la historia de muchas personas y puede cambiar también la nuestra.
SIGUIENDO LAS palabras de la Virgen de Fátima, queremos aprender a perseverar en la oración y en la reparación por los pecados. El evangelio nos recuerda cómo Jesús insistía en «la necesidad de orar siempre y no desfallecer» (Lc 18,1) y san Pablo, por su parte, pide a los cristianos que sean «alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación; constantes en la oración» (Rm 12,12). La paz surge en un corazón que tiene la audacia de creer en la fuerza de la oración y se apoya confiadamente en los brazos de Dios.
El Señor mira complacido nuestra oración. Sus manos sostienen la historia de la humanidad, en la que se encuentran también nuestra historia personal y la de quienes nos rodean. El libro del Apocalipsis usa la imagen del perfume del incienso para hablar de la oración de los cristianos: «Y ascendió el humo de los perfumes, con las oraciones de los santos, desde la mano del ángel hasta la presencia de Dios» (Ap 8,4). Atendiendo a nuestro clamor constante, el Señor actúa en la historia para llevarla a su plenitud. Por eso queremos aprender a ser perseverantes en la oración. María quiere enseñar a los hombres a confiar en su hijo, incluso cuando a veces pueda parecer que no nos escucha. En las bodas de Caná, da la impresión de que Jesús no estaba pensando en realizar el milagro, pero la Virgen insiste: nuestra Madre, no ve en las palabras de su hijo una llamada a la inacción, sino una invitación a ser audaz. Por eso se lanza a decir a los sirvientes: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Y consigue el milagro.
«María, Maestra de oración. –Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. –Y cómo logra. –Aprende»[2]. Este consejo de san Josemaría nos puede ayudar a alcanzar muchos dones de parte del Señor con nuestra oración.
LA ADVOCACIÓN de la Virgen de Fátima está unida a la devoción al Corazón Inmaculado de María. «“Mi Corazón Inmaculado triunfará”. ¿Qué quiere decir esto? Que el corazón abierto a Dios, purificado por la contemplación de Dios, es más fuerte que los fusiles y que cualquier tipo de arma. El fiat de María, la palabra de su corazón, ha cambiado la historia del mundo, porque ella ha introducido en el mundo al Salvador, porque gracias a este “sí” Dios pudo hacerse hombre en nuestro mundo y así permanece ahora y para siempre»[3].
Las apariciones de la Virgen en Fátima hablan del peligro que corre la humanidad si abandona la oración. Nuestra Señora, sin embargo, no quiere que caigamos en una visión pesimista de la historia. Su corazón triunfa: imitando la constancia de su diálogo con Dios podemos evitar el pecado, que es el peor de los males. Ahí encontramos «la fuerza que se opone al poder de destrucción: el esplendor de la Madre de Dios, y proveniente siempre de él, la llamada a la penitencia. De ese modo se subraya la importancia de la libertad del hombre: el futuro no está determinado de un modo inmutable, y la imagen que los niños vieron, no es una película anticipada del futuro, de la cual nada podría cambiarse. Toda la visión tiene lugar en realidad solo para llamar la atención sobre la libertad y para dirigirla en una dirección positiva»[4].
Nuestra oración, sencilla y confiada, nos compromete con la historia; no es la ingenuidad de quien no se da cuenta de los problemas, ni la indiferencia de quien solo piensa en tranquilizar su conciencia. Las letanías del rosario, por ejemplo, nos unen con las personas que sufren: los enfermos, los pecadores, los migrantes, etc. Al rezar por ellos nos sentimos, con la ayuda de Dios, responsables de llevarles consuelo. Podemos dirigirnos a la Virgen de Fátima como lo hacía el beato Álvaro del Portillo: «Queremos meternos en tu Corazón Inmaculado. Así viviremos la alegría y la paz de los hijos de Dios. Que todo lo que te dé pena, nos duela a nosotros. Y, bien metidos en tu corazón amabilísimo, tú nos meterás en el de tu hijo»[5].