Evangelio (Jn 14,21-26)
El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él.
Judas, no el Iscariote, le dijo:
—Señor, ¿y qué ha pasado para que tú te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?
Jesús le respondió:
—Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que escucháis no es mía sino del Padre que me ha enviado. Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho.
PARA TU RATO DE ORACION
PABLO Y BERNABÉ recorren el mundo conocido llevando la novedad que había cambiado su vida radicalmente: el encuentro personal con Cristo. Muchas veces el Señor hace que, además de sus palabras, aquellos discípulos las acompañen con sorprendentes milagros. En Listra, por ejemplo, curan a un cojo de nacimiento. «Este escuchó hablar a Pablo, el cual le miró fijamente y, viendo que tenía fe para ser salvado, dijo con fuerte voz: “¡Ponte de pie! ¡Derecho!”. Él dio un salto y empezó a caminar. La muchedumbre, al ver lo que Pablo había hecho, levantó la voz diciendo en licaónico: “Los dioses han bajado hasta nosotros en forma humana”» (Hch 14,9-11). Tanta admiración suscita lo acontecido, que los habitantes del lugar los toman por divinidades que han bajado a la tierra.
Durante la Pascua revivimos constantemente el empuje de los primeros cristianos: la vibración de sus viajes, sus encuentros y sus discursos. «El libro de los Hechos revela la naturaleza de la Iglesia, que no es una fortaleza, sino una tienda capaz de ampliar su espacio (cfr. Is 54,2) y de dar cabida a todos. La Iglesia o es “en salida” o no es Iglesia, o está en camino, ampliando siempre su espacio para que todos puedan entrar, o no es Iglesia (...). Las iglesias siempre deben tener las puertas abiertas porque son el símbolo de lo que es una iglesia. La Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre (...). De ese modo, si alguien quiere seguir una moción del Espíritu y se acerca buscando a Dios, no se encontrará con la frialdad de unas puertas cerradas»[1].
El encuentro de Pablo y Bernabé con el mundo no judío muestra la catolicidad de la Iglesia. El mensaje de Cristo está destinado a todos, sea cual sea su proveniencia geográfica o cultural. El libro de los Hechos de los apóstoles puede ser un buen manual de instrucciones para continuar con la alegría de evangelizar en medio de nuestras tareas ordinarias.
ES SORPRENDENTE que, en nuestros días, Dios quiera servirse de cada uno de nosotros para llegar a muchas personas. Después de su Ascensión podría haber continuado revelándose directamente a las personas, pero ha preferido hacerlo a través de las relaciones humanas: en medio de la amistad, de la familia, de una comunidad, etc. Y su poder divino no es menor en nuestros días que aquel desplegado en medio de los primeros cristianos.
«El Señor nos hará instrumentos capaces de obrar milagros y, si fuera preciso, de los más extraordinarios –decía san Josemaría–. Daremos luz a los ciegos. ¿Quién no podría contar mil casos de cómo un ciego casi de nacimiento recobra la vista, recibe todo el esplendor de la luz de Cristo? Y otro era sordo, y otro mudo, que no podían escuchar o articular una palabra como hijos de Dios (…). Milagros como Cristo, milagros como los primeros apóstoles haremos. Quizá en ti mismo, en mí se han operado esos prodigios: quizá éramos ciegos, o sordos, o lisiados, o hedíamos a muerto, y la palabra del Señor nos ha levantado de nuestra postración. Si amamos a Cristo, si lo seguimos sinceramente, si no nos buscamos a nosotros mismos sino sólo a Él, en su nombre podremos transmitir a otros, gratis, lo que gratis se nos ha concedido»[2].
En esta tarea de llevar la felicidad a los demás, es importante profundizar en la humildad de saber que Dios es quien obra en medio de nosotros. «En la medida en que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades, el que realiza el reino de Dios, sino que es Dios quien obra maravillas precisamente a través de nuestra debilidad, de nuestra inadecuación al encargo. Por eso, debemos tener la humildad de no confiar simplemente en nosotros mismos, sino de trabajar en la viña del Señor, con su ayuda»[3].
SAN JUDAS, en el Evangelio de hoy, pregunta a Cristo algo que quizás también nos ha pasado por la mente: «Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?» (Jn 14,22). «¿Por qué el Resucitado no se ha manifestado en toda su gloria a sus adversarios para mostrar que el vencedor es Dios? ¿Por qué solo se manifestó a sus discípulos?»[4].
La respuesta de Cristo es misteriosa. Aparentemente no alude a lo preguntado por su apóstol: habla de guardar su palabra que vivifica, de ser amado por Dios y de que seremos morada del Espíritu Santo. Aunque no tenemos una explicación definitiva de por qué el Señor ha querido hacer las cosas de una determinada manera y no de otra, sí sabemos que sus designios son siempre los más sabios. Y, en su inmensa sabiduría, para revelarse a los hombres ha querido contar con la libertad humana y con todas las consecuencias de querer entrar en la lógica de la historia. «La revelación de Dios en la historia, para entrar en relación de diálogo de amor con el hombre, da un nuevo sentido a todo el camino humano. La historia no es una simple sucesión de siglos, años, días, sino que es el tiempo de una presencia que le da pleno significado y la abre a una sólida esperanza»[5].
Lo cierto es que Dios ha querido contar con cada uno de nosotros. «No sé qué te ocurrirá a ti –escribía san Josemaría–, pero necesito confiarte mi emoción interior, después de leer las palabras del profeta Isaías: “ego vocavi te nomine tuo, meus es tu! –Yo te he llamado, te he traído a mi Iglesia, ¡eres mío!: ¡que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de Amor!»[6]. Le podemos pedir a santa María que nos llene de un orgullo santo por haber sido llamados por el Señor para extender su anuncio, al igual que Pablo y Bernabé; y que, al mismo tiempo, no nos falte la humildad de saber que es Dios el que obra todo lo bueno en nosotros.