Evangelio (Jn 21,15-19)
Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos y comiendo con ellos, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?» Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis corderos». Vuelve a decirle por segunda vez: «Simón de Juan, ¿me amas?». Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas».
Le dice por tercera vez: «Simón de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: «¿Me quieres?» y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas a donde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras». Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme».
PARA TU RATO DE ORACION
SAN PABLO enumera entre los frutos del Espíritu Santo la mansedumbre (cfr. Gal 5,23). Y santo Tomás de Aquino señala que «es propio de la mansedumbre apaciguar la pasión de la ira»[1]. Quizá con frecuencia nos preguntamos por qué hay situaciones o personas que logran enfadarnos. A veces nos vemos sorprendidos por un sentimiento de ira o la sentimos fraguarse en nuestro corazón. Está claro que la ira puede estar presente en nuestra vida y que amenaza eficazmente nuestra paz y la de quienes tenemos cerca.
Uno de sus efectos es que «impide, a causa de su impulso, el que el ánimo del hombre juzgue libremente la verdad»[2]. Por lo tanto, un primer paso para vencerla puede ser conocernos lo mejor posible: saber cómo son nuestros enfados, cómo llegan y cómo se van. Ese conocimiento, junto con la gracia que pedimos a Jesús, que es «manso y humilde de corazón», son las bases firmes para afrontar esta batalla por lograr la paz interior. Nuestros comportamientos no surgen espontáneamente, sino que han sido gestados en nuestro corazón, a veces de manera inconsciente. Hay un obstáculo que muchas veces no detectamos y son los juicios que hacemos sobre nosotros mismos o sobre los demás, especialmente aquellos que son más críticos o negativos.
Por un lado, juzgar a los demás no es nuestra misión; no queremos hacernos como dioses en esa tarea, así que preferimos mirarlos como hijos de un mismo Padre y proyectarlos hacia la felicidad del cielo. Por otro lado, la crítica desesperanzada a nosotros mismos fácilmente puede convertirse en el caldo de cultivo de la ira. Si me siento juzgado, si siento frustración por mis aparentes resultados, es fácil que esos sentimientos influyan en la gestión de las circunstancias de cada día. Por eso, los enfados pueden servir para diagnosticar un corazón que necesita sosiego y paz interior. Al Espíritu Santo le pedimos que nos ayude a conocer bien los resortes más escondidos que impulsan nuestras acciones.
SAN PEDRO, en el evangelio de la Misa de hoy, recibe una ayuda incalculable de su Maestro. Jesús quiere sanar el corazón de Pedro, quiere recordarle que no guarda ningún rencor y que su traición no va a ser obstáculo para la misión que quiere confiarle. Por tres veces, para reparar la triple negación, le pregunta si le ama. Lo hace con delicadeza y con gradualidad. A cada pregunta le confirma la confianza absoluta en sus intenciones. Cuenta con Pedro, tal como es, para ayudar a sus hermanos. En él podemos encontrar, de alguna manera, la misión que nos ha regalado Dios a cada uno: «Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera» (Mt 11,29-30).
Podemos preguntarnos: «¿En qué consiste este “yugo”, que en lugar de pesar aligera, y en lugar de aplastar alivia?»[3]. Ciertamente, Pedro se entristece al oír, repetida tres veces, la pregunta sobre el amor que tenía a Jesús, ya que le hace recordar su traición. Pero con el tiempo, y con la ayuda del Espíritu Santo, esa conversación se convirtió en estímulo para su serenidad. La luz de la mirada de Jesús terminó convenciéndole de que le perdonaba de corazón; además, no le reprochó por cómo había actuado, a pesar de haber sido avisado con anterioridad. La confianza de Cristo en Pedro no había disminuido sino que aumentaba, era un dulce yugo que aligeraba su misión.
El apóstol, entonces, a pesar de la tristeza causada por el amargo recuerdo, descansó al fin. Las aguas turbulentas de su alma se calmaron con las palabras y con la mirada de Jesús. Dejó de juzgarse como había hecho hasta ese instante. Jesús deseaba que él disfrutara también de la carga ligera. Cuando nos dejamos querer por Dios descubrimos que «el yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que él nos ganó en la cruz»[4]. Junto a esa verdad de su traición, san Pedro descubría todo el cariño, la comprensión y la confianza de Cristo depositada en él: era su verdad definitiva.
JESÚS HABÍA prometido que los mansos heredarían la tierra (cfr. Mt 5,5) y ahora le mostraba a Pedro cómo acceder a ese tesoro. La posesión de la tierra es el paraíso prometido, el descanso eterno, la bienaventuranza plena y completa, el cielo. Allí nadie se sentirá juzgado, porque contemplará entusiasmado la complacencia divina. Ese descanso no es el merecido por el duro trabajo de quien ha sido fiel; eso sería mucho, pero el cielo es infinitamente más grande. «¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar?»[5].
Un conocido consejo de san Josemaría podemos aplicarlo a los momentos en los que perdemos la paz al mirar nuestras debilidades: «Serenidad. ¿Por qué has de enfadarte, si, enfadándote, ofendes a Dios, molestas al prójimo, pasas tú mismo un mal rato, y no arreglas las cosas..., y te has de desenfadar, al fin?»[6]. Además, cuando no dejamos a Dios que nos perdone, terminamos molestando al prójimo: en eso consiste la ira. Podemos rogar al Paráclito su auxilio: «Espíritu Santo, viento impetuoso de Dios, sopla sobre nosotros. Sopla en nuestros corazones y haznos respirar la ternura del Padre. Sopla sobre la Iglesia y empújala hasta los confines lejanos para que, llevada por ti, no lleve nada más que a ti. Sopla sobre el mundo el calor suave de la paz y la brisa que restaura la esperanza. Ven, Espíritu Santo, cámbianos por dentro y renueva la faz de la tierra»[7].
Pedro cumplió lo que Jesús le volvió a pedir después de esta conversación: «Sígueme» (Jn 21,19). A nuestra Madre, esposa del Espíritu Santo, le pedimos que nos ayude a disfrutar de la mansedumbre y que nos empuje a sembrar paz y alegría hasta el último rincón de la tierra.
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q.157, a.1. «mansuetudo proprie respicit ipsum vindictae appetitum [iram]».
[2] Ibíd., a.4, co.: «Nam ira, quam mitigat mansuetudo, propter suum impetum maxime impedit animum hominis ne libere iudicet veritatem».
[3] Benedicto XVI, Ángelus, 3-VII-2011.
[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 31.
[5] San Josemaría, Hoja informativa sobre el proceso de beatificación del Siervo de Dios, n. 1, p. 5.
[6] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 881.
[7] Francisco, Homilía, 20-V-2018.