Evangelio (Jn 17,1-11a)
Jesús, después de pronunciar estas palabras, elevó sus ojos al cielo y dijo:
—Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique; ya que le diste potestad sobre toda carne, que él dé vida eterna a todos los que Tú le has dado. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado. Yo te he glorificado en la tierra: he terminado la obra que Tú me has encomendado que hiciera. Ahora, Padre, glorifícame Tú a tu lado con la gloria que tuve junto a Ti antes de que el mundo existiera.
»He manifestado tu nombre a los que me diste del mundo. Tuyos eran, Tú me los confiaste y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me has dado proviene de Ti, porque las palabras que me diste se las he dado, y ellos las han recibido y han conocido verdaderamente que yo salí de Ti, y han creído que Tú me enviaste. Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo sino por los que me has dado, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío, y he sido glorificado en ellos.
»Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y yo voy a Ti.
PARA TU RATO DE ORACION
PABLO se está dirigiendo a Jerusalén, donde le «esperan cadenas y tribulaciones» (Hch 20,23). Al pasar por Mileto, decide enviar un mensaje a Éfeso para convocar a los presbíteros de la Iglesia. El apóstol es consciente de que, con mucha probabilidad, será la última vez que le verán. Por eso, una vez reunidos, pronuncia emocionado un discurso en el que deja entrever aquello que ha dado sentido a su existencia. Desde que Cristo se le apareció camino a Damasco, no ha dejado de anunciar a todos los hombres «la conversión a Dios y la fe en nuestro Señor Jesús» (Hch 20,21). Y aunque esto le haya acarreado todo tipo de dificultades, lo único que tiene valor para él es ser fiel a esa misión que Dios le ha encomendado: «A mí no me importa la vida; lo que me importa es completar mi carrera, y cumplir el encargo que me dio el Señor: ser testigo del Evangelio, que es la gracia de Dios» (Hch 20,24).
En estas semanas de Pascua, que están llegando a su fin, hemos meditado la verdad central de nuestra fe: la resurrección de Jesús. Como lo reconoce san Pablo, se trata de un auténtico tesoro que hemos recibido no solamente para custodiarlo, sino para compartirlo con los demás. Los dones de Dios son otorgados para el bien de todos; esto en ocasiones implica dejar a un lado las propias seguridades para emprender la carrera divina de ser apóstol. «Seguir, acompañar a Cristo, permanecer con él exige un salir. Salir de sí mismos, de un modo de vivir la fe cansado y rutinario, de la tentación de cerrarse en los propios esquemas que terminan por cerrar el horizonte de la acción creativa de Dios»[1]. En realidad, el mismo Dios llevó a cabo esta lógica de apertura: se hizo uno de nosotros, salió a nuestro encuentro, para darnos su misericordia y su salvación.
PODRÍA parecer que Pablo, al vivir únicamente para cumplir el encargo que recibió del Señor, no tuvo más expectativas o proyectos personales. En una ocasión, le hicieron un planteamiento similar a don Javier Echevarría cuando fue elegido segundo sucesor de san Josemaría: «¿Usted ha podido ser usted?». En su respuesta, don Javier echa una mirada atrás y pone de manifiesto, al igual que en el discurso de san Pablo, lo que Dios ha obrado en su existencia: «Sí que he tenido mi propia vida. Yo nunca hubiera soñado realizar mi vida de un modo tan ambicioso. Viviendo a mi aire, yo hubiese tenido unos horizontes muchísimo más estrechos, unos vuelos más cortos (…). Yo, como hombre de mi tiempo, como cristiano y como sacerdote, soy una persona ambiciosamente realizada»[2].
Dios cuenta con nuestros dones y con nuestra personalidad para dar forma al anuncio de salvación a todos los hombres. Jesús no eligió doce apóstoles idénticos. Algunos fueron más entusiastas o impulsivos, otros más bien introvertidos o reflexivos. Cada uno contribuyó a la expansión del cristianismo de modos diversos en función de su carácter, de su experiencia y de la gente a la que se dirigía. Además, sería extraño pensar que Dios, como Padre que nos ha creado con amor, al llamarnos a compartir la vida con él, es menos creativo que nosotros. Los apóstoles no percibieron su vocación como un encargo externo, ajeno a sus cualidades y a sus deseos más profundos. En realidad, vieron cómo sus propios talentos se ponían en juego y sus aspiraciones se colmaban cuando se dejaban guiar por el Espíritu Santo. Por eso san Pablo dice, cuando ve que poco a poco se acerca su final, que lo único que le importa es «ser testigo del Evangelio» (Hch 20,24): en todos esos años ha experimentado el atractivo y la pasión inigualable de ser fiel a la vocación que Jesús le dio.
SAN PABLO resume así su vida de apóstol: «Nunca me he reservado nada» (Hch 20,27). Desde que había conocido a Cristo, era incapaz de darse a medias: quien ha experimentado el «Amor con mayúscula, el término medio es muy poco, es cicatería, cálculo ruin»[3]. Su vocación le llevó a dedicar todas sus fuerzas al ideal que iluminaba su existencia. «¿Cuál es entonces mi recompensa? –se preguntaba en la carta a los Corintios–. Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente, sin hacer valer mis derechos por el Evangelio» (1 Co 9,18).
El prelado del Opus Dei ha recordado con frecuencia que «no hacemos apostolado, ¡somos apóstoles!»[4]. El deseo de acercar almas a Dios no se limita solamente a unas horas concretas o a una tarea determinada: el corazón de un apóstol late en todo momento. Si pensamos en las personas que han marcado positivamente nuestra vida –unos padres que nos han hecho crecer, un profesor que supo sacar lo mejor de nosotros mismos, un amigo con el que siempre se puede contar…– es posible que podamos notar un rasgo común: la magnanimidad. Difícilmente podrían habernos cambiado si se hubieran limitado a cumplir su cometido más inmediato: asegurar el sustento material, dar una lección, dedicar algo de tiempo…
De un modo similar, un apóstol deja huella en las almas cuando se excede, cuando procura no dejarse llevar por cálculos o acepción de personas. Por eso san Josemaría consideraba la magnanimidad como «la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos»[5]. El magnánimo no se conforma con dar algo de su tiempo o de sus fuerzas: se da por entero; sigue, de alguna manera, la lógica de la Virgen María: entregó su corazón a Dios y él, a su vez, la hizo capaz de acoger a todos los hombres.