Evangelio (Mt 7,15-20)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: ‘Guardaos bien de los falsos profetas, que se os acercan disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces. Por sus frutos los conoceréis: ¿es que se recogen uvas de los espinos o higos de las zarzas? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto se corta y se arroja al fuego. Por tanto, por sus frutos los conoceréis.’
PARA TU RATO DE ORACION
Comprensión, unidad
Esta ha de ser vuestra preparación, para el apostolado continuo que Jesús nos pide, como es continuo el latir del corazón. Hijos míos, el Señor nos ha llamado a su Obra en momentos, en los que se habla mucho de paz, y no hay paz: ni en las almas, ni en las instituciones, ni en la vida social, ni entre los pueblos. Se habla continuamente de igualdad y de democracia, y hay castas: cerradas, impenetrables.
Nos ha llamado en un tiempo, en el que se clama por la comprensión, y la comprensión no se vive, a veces ni entre las personas que obran de buena fe y quieren practicar la caridad, porque la caridad, más que en dar, está en comprender . Son momentos, en los que los fanáticos y los intransigentes — incapaces de admitir razones ajenas — se curan en salud, tachando de violentos y agresivos a los que son sus víctimas.
Nos ha llamado, en fin, cuando se oye hablar mucho de unidad, y quizá sea difícil concebir que pueda darse mayor desunión, no ya entre los hombres en general, sino entre los mismos católicos. 5En esta atmósfera y en este ambiente hemos de dar el ejemplo, humilde y audaz al mismo tiempo, perseverante y sellado con el trabajo, de una vida cristiana, íntegra, laboriosa, llena de comprensión y de amor a todas las almas. Exiit qui seminat seminare semen suum [10] , salió el hombre a echar la semilla, y esto es lo nuestro: sembrar, dar buena doctrina, participar de todos los quehaceres y preocupaciones honradas de la tierra, para dar en ellos el buen ejemplo de los seguidores de Cristo.
Él, hijas e hijos míos, coepit facere et docere [11] , primero hizo y después enseñó, y así quiero que seáis: santos de veras, en medio de la calle, en la universidad, en el taller, en el hogar, con una llamada del Señor particularísima, que no es de medias tintas, sino de total entrega . Esa entrega, que al mismo tiempo ha de ser humilde y callada, os facilitará el conocimiento de la grandeza, de la ciencia, de la perfección de Dios, y os hará también saber la pequeñez, la ignorancia, la miseria que tenemos los hombres. Aprenderéis así a comprender las flaquezas ajenas, viendo las propias; a disculpar amando, a querer tratar con todos, porque no puede haber una criatura que nos sea extraña.
Hijos míos, el celo por las almas ha de llevarnos a no sentirnos enemigos de nadie, a tener un corazón grande, universal, católico; a volar como las águilas, en alas del amor de Dios, sin encerrarnos en el gallinero de rencillas o de banderías mezquinas, que tantas veces esterilizan la acción de los que quieren trabajar por Cristo. Es un celo tal —en una palabra— el que debemos tener, que nos llevará a darnos cuenta de que in Christo enim Iesu neque circumcisio aliquid valet neque praeputium, sed nova creatura [12] , que — ante la posibilidad de hacer el bien — lo que verdaderamente cuentan son las almas.
Santa intransigencia y santa transigencia. Defensa de la fe. Actitud con quien se equivoca
No se me ocultan las dificultades que podréis encontrar. Es cierto —os lo hago notar siempre— que, en este mundo del que sois y en el que permanecéis, hay muchas cosas buenas, efectos de la inefable bondad de Dios. Pero los hombres han sembrado también cizaña, como en la parábola evangélica, y han propalado falsas doctrinas que envenenan las inteligencias y les hacen rebelarse, a veces rabiosamente, contra Cristo y contra su Iglesia Santa. Ante esa realidad, ¿cuál ha de ser la actitud de un hijo de Dios en su Obra? ¿Será acaso la de pedir al Señor, como los hijos del trueno, que baje fuego a la tierra y consuma a los pecadores? [13] . ¿O tal vez lamentarse continuamente, como un ave de mal agüero o un profeta de desgracias? Sabéis bien, hijas e hijos míos, que no es ésa nuestra actitud, porque el espíritu del Señor es otro: Filius hominis non venit animas perdere, sed salvare [14] , y suelo traducir esa frase diciéndoos que hemos de ahogar el mal en abundancia de bien.
Nuestra primera obligación es dar doctrina, queriendo a las almas. La regla, para llevar a la práctica este espíritu, también la conocéis: la santa intransigencia con los errores, y la santa transigencia con las personas, que estén en el error. Es preciso, sin embargo, que enseñéis a muchas gentes a practicar esa doctrina, porque no es difícil encontrar quien confunda la intransigencia con la intemperancia, y la transigencia con la dejación de derechos o de verdades que no se pueden baratear.
Los cristianos no poseemos —como si fuera algo humano o un patrimonio personal, del que cada uno dispone a su antojo— las verdades que Jesucristo nos ha legado y que la Iglesia custodia. Es Dios quien las posee, es la Iglesia quien las guarda, y no está en nuestras manos ceder, cortar, transigir en lo que no es nuestro.
No es ésa, sin embargo, la razón fundamental de la santa intransigencia. Lo que pertenece al depósito de la Revelación, lo que —fiándonos de Dios, que ni se engaña ni nos engaña— conocemos como verdad católica, no puede ser objeto de compromiso, sencillamente porque es la verdad, y la verdad no tiene términos medios.
¿Habéis pensado alguna vez en lo que resultaría si, a fuerza de querer transigir , se hicieran —en nuestra santa fe católica— todos los cambios que los hombres pidieran? Quizá se llegaría a algo en lo que todos estuvieran de acuerdo, a una especie de religión caracterizada sólo por una vaga inclinación del corazón, por un sentimentalismo estéril, que ciertamente —con un poco de buena voluntad— puede encontrarse en cualquier aspiración a lo sobrenatural; pero esa doctrina ya no sería la doctrina de Cristo, no sería un tesoro de verdades divinas, sino algo humano, que ni salva ni redime; una sal, que se habría vuelto insípida. A esa catástrofe llevaría la locura de ceder en los principios, el ansia de disminuir diferencias doctrinales, las concesiones en lo que pertenece al depósito intangible, que Jesús entregó a su Iglesia.
La verdad es una sola, hijos míos, y aunque en cosas humanas sea difícil saber de qué parte está lo cierto, en las cosas de fe no sucede así. Por la gracia de Dios, que nos hizo nacer a su Iglesia por el bautismo, sabemos que no hay más que una religión verdadera, y en ese punto no cedemos, ahí somos intransigentes, santamente intransigentes . ¿Habrá alguien con sentido común — suelo deciros — que ceda en algo tan sencillo como la suma de dos más dos? ¿Podrá conceder que dos y dos sean tres y medio? La transigencia — en la doctrina de fe — es señal cierta de no tener la verdad, o de no saber que se posee.
No os dejéis engañar, por otra parte, cuando no se trata del conjunto de nuestra religión, si es que pretenden haceros transigir en algún aspecto que se refiera a la fe o a la moral. Las diversas partes que componen una doctrina — tanto la teoría como la práctica — suelen estar íntimamente ligadas, unidas y dependientes unas de otras, en mayor proporción, cuanto más vivo y auténtico es el conjunto.
Sólo lo que es artificial podría disgregarse sin perjuicio para el todo —que quizá ha carecido siempre de vitalidad−, y también sólo lo que es un producto humano suele carecer de unidad. Nuestra fe es divina, es una —como Uno es Dios— y este hecho trae como consecuencia que, o se defienden todos sus puntos con firme coherencia, o se deberá renunciar, tarde o temprano, a profesarla: porque es seguro que, una vez practicada una brecha en la ciudad, toda ella está en peligro de rendirse.
Defenderéis, pues, lo que la Iglesia indica, porque es Ella la única Maestra en estas verdades divinas; y lo defenderéis con el ejemplo, con la palabra, con vuestros escritos, con todos los medios nobles que estén a vuestro alcance.
Al mismo tiempo, movidos por el amor a la libertad de todos, sabréis respetar el parecer ajeno en lo que es opinable o cuestión de escuela, porque en esas cuestiones —como en todas las otras, temporales— la Obra no tendrá nunca una opinión colectiva, si la Iglesia no la impone a todos los fieles, en virtud de su potestad. Por otra parte, junto a la santa intransigencia , el espíritu de la Obra de Dios os pide una constante transigencia , también santa.
La fidelidad a la verdad, la coherencia doctrinal, la defensa de la fe no significan un espíritu triste, ni han de estar animadas por un deseo de aniquilar al que se equivoca. Quizá sea ése el modo de ser de algunos, pero no puede ser el nuestro. Nunca bendeciremos como aquel pobrecito loco que — aplicando a su modo las palabras de la Escritura — deseaba sobre sus enemigos ignis, et sulphur, et spiritus procellarum [15] ; fuego y azufre, y vientos tempestuosos.
No queremos la destrucción de nadie; la santa intransigencia no es intransigencia a secas, cerril y desabrida; ni es santa , si no va acompañada de la santa transigencia. Os diré más: ninguna de las dos son santas, si no suponen — junto a las virtudes teologales — la práctica de las cuatro virtudes cardinales.