"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

3 de junio de 2023

SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD

 



Evangelio (Jn 3,16-18)


Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios.


PARA TU RATO DE ORACION 


LA SOLEMNIDAD de la Santísima Trinidad recapitula todo lo que se nos ha revelado durante la Pascua: la muerte y resurrección del Señor, su ascensión a la derecha del Padre y la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. En esta fiesta, la liturgia comienza alabando y adorando a la Trinidad, que se nos ha manifestado en Jesucristo: «Bendito sea Dios Padre y el Hijo unigénito de Dios y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros» (Antífona de entrada). La Trinidad no es únicamente un misterio sobre la identidad de Dios. Es, de manera especial, el misterio de su amor misericordioso hacia el mundo y hacia cada uno de nosotros.


«Yo te bautizo –dijo un sacerdote, mientras derramaba por tres veces el agua sobre nuestra cabeza– en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Y comenta san Hilario: «El Señor mandó bautizar (...) en la profesión de fe en el Creador, en el Hijo único y en el que es llamado Don. Uno solo es el Creador de todo, ya que uno solo es Dios Padre, de quien procede todo; y uno solo el Hijo único, nuestro señor Jesucristo, por quien ha sido hecho todo; y uno solo el Espíritu, que a todos nos ha sido dado»1.


La Trinidad nos introdujo en la intimidad divina en calidad de hijos. El agua del bautismo nos dio la capacidad de relacionarnos con las tres Personas. Más aún: fuimos creados para esa relación de amor; para dar gloria al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo. «Me habéis oído decir muchas veces –predicaba san Josemaría– que Dios está en el centro de nuestra alma en gracia; y que, por lo tanto, todos tenemos un hilo directo con Dios Nuestro Señor. ¿Qué valen todas las comparaciones humanas, con esa realidad divina, maravillosa? Al otro lado del hilo está, aguardándonos, (…) la Trinidad entera: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, porque donde se encuentra una de las divinas Personas, allí están las otras dos. No estamos nunca solos»2.


CADA VEZ que nos santiguamos, recordamos el nombre de Dios en el cual fuimos bautizados. La celebración eucarística comienza y termina con el signo de la cruz. Muchas veces, lo mismo sucede cuando nos ponemos a orar o terminamos de hacerlo. También hay personas que tienen la costumbre de santiguarse al entrar o salir de su casa, y en muchos otros momentos de oración. «En el signo de la cruz y en el nombre del Dios vivo está contenido el anuncio que genera la fe e inspira la oración»3.


San Pablo nos recuerda que caminamos hacia Dios, por medio de Cristo, en el amor «derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado» (Rom 5, 5). Esta es la «esperanza que no defrauda». En la plenitud de los tiempos, Dios ha querido revelarnos su intimidad divina para hacernos hijos de Dios Padre, por la redención de Dios-Hijo, en virtud de la gracia de Dios-Espíritu Santo. Su amor sigue realizando la obra de nuestra salvación y santificación. Santa Teresa de Calcuta encontró un día a una anciana en una calle, cubierta de llagas, así que empezó a limpiarla. En un momento dado, la otra mujer preguntó: “¿Por qué estás haciendo esto? La gente no hace cosas como esta. ¿Quién te enseñó?” Santa Teresa respondió: “Mi Dios me enseñó”. La anciana replicó: “¿Quién es este Dios?”. Y Teresa de Calcuta dijo con sencillez: “Tú conoces a mi Dios. Mi Dios se llama amor”.


Dios es amor, «no en la singularidad de una sola Persona, sino en la Trinidad de una sola naturaleza» (Prefacio). «No es un amor sentimental, emotivo, sino el amor del Padre que está en el origen de cada vida, el amor del Hijo que muere en la cruz y resucita, el amor del Espíritu que renueva al hombre y el mundo»4. Dios no es un ser solitario, que vive alejado e indiferente del destino del hombre; es una familia, una fuente inagotable de vida que se entrega.


EN EL DISCURSO de la última cena, Jesús anuncia y promete el envío del Espíritu Santo: él será consuelo y fuerza para sus discípulos. El Señor lo llama «Espíritu de la verdad» porque nos «guiará hacia toda la verdad, pues no hablará por sí mismo, sino que dirá todo lo que oiga y os anunciará lo que va a venir» (Jn 16,13). El Espíritu Santo no añade nada nuevo al Mesías; «recibe de lo mío y os lo anunciará», dice Jesús (Jn 16,14). Del mismo modo que Jesucristo dice solo lo que oye y recibe del Padre, «el Espíritu Santo es intérprete de Cristo. No nos conduce a otros lugares, lejanos de Cristo, sino que nos conduce cada vez más dentro de la luz de Cristo»5.


En palabras de san Gregorio Nacianceno, «el Antiguo Testamento ha manifestado claramente al Padre, oscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento ha revelado al Hijo e insinuado la divinidad del Espíritu. Hoy el Espíritu vive entre nosotros, y se hace ver con claridad»6. El Paráclito «enseña ahora a los fieles todas las cosas espirituales de que cada uno es capaz, mas también enciende en sus pechos un deseo más vivo de crecer en aquella caridad que los hace amar lo conocido y desear lo que no conocen»7.


«Con la acción del Espíritu Santo ha irradiado una luz nueva sobre la tierra y en cada corazón humano que le acoge; una luz que revela los rincones oscuros, las durezas que nos impiden llevar los frutos buenos de la caridad y de la misericordia»8. Del mismo modo que cuando se rompe un frasco de perfume su olor se difunde por todas partes, al romperse el Cuerpo de Cristo en la cruz, su Espíritu se derramó en los corazones de todos9. Podemos pedir a María, hija, madre y esposa de Dios, que nos enseñe a entrar en la comunión trinitaria, para vivir y dar testimonio del amor que da sentido a nuestra vida.