"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

5 de julio de 2023

UNA ORACION QUE TRANSFORMA




 Evangelio (Mt 8,28-34)

En aquel tiempo:

Al llegar a la orilla opuesta, a la región de los gadarenos, vinieron a su encuentro dos endemoniados, que salían de los sepulcros, tan furiosos que nadie podía transitar por aquel camino. Y en esto, se pusieron a gritar diciendo:

— ¿Qué tenemos que ver contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí antes de tiempo para atormentarnos?

Había no lejos de ellos una gran piara de cerdos paciendo. Los demonios le suplicaban:

— Si nos expulsas, envíanos a la piara de cerdos.

Les respondió:

— Id.

Y ellos salieron y entraron en los cerdos. Entonces toda la piara se lanzó corriendo por la pendiente hacia el mar y pereció en el agua. Los porqueros huyeron y, al llegar a la ciudad, contaron todas estas cosas, y lo sucedido a los endemoniados. Así que toda la ciudad vino al encuentro de Jesús y, cuando le vieron, le rogaron que se alejara de su región.


PARA TU RATO DE ORACION 


DESPUÉS de sortear una tormenta, Jesús y sus apóstoles llegan a la otra orilla del lago de Galilea, a la región de los gadarenos. Se trata de una zona pagana, alejada de la influencia judía y sin grandes expectativas de salvación. El Señor no se conforma con predicar el Reino de Dios entre sus paisanos, sino que quiere llevar la esperanza de la redención a todos los hombres: también los que habitan en regiones periféricas están llamados a encontrarse con el Hijo de Dios.


Mientras caminaban por la región, de pronto se les acercaron «dos endemoniados, que salían de los sepulcros, tan furiosos que nadie podía transitar por aquel camino» (Mt 8,28). Llama la atención la seguridad con la que Jesús recorre aquellos senderos que se han vuelto tan peligrosos. El Señor no evita los problemas, ni se deja llevar por la indiferencia ante las situaciones difíciles que encuentra. Su misión, por el contrario, consiste en hacer transitables todos los caminos de este mundo, en remover los obstáculos que nos impiden vivir con la alegría y la confianza de los hijos de Dios.


Cada rato de oración es una invitación para que Jesús camine por los senderos de nuestra vida y se introduzca también en aquellas cavernas en las que nosotros mismos no nos atrevemos a asomar nuestras cabezas. De la mano de Jesucristo, si lo invitamos a que resuelva los problemas que nos aquejan, podemos «vivir la propia vida como un continuo entrar en este espacio abierto: este es el sentido del ser bautizado, del ser cristiano»[1]. En vez de caer en el desánimo ante las propias miserias que vuelven estrecha nuestra mirada, podemos pedirle con más insistencia a Jesús que nos regale la anchura de un corazón valiente y enamorado.


«¿QUÉ TENEMOS que ver contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí antes de tiempo para atormentarnos?» (Mt 8,29). Con estas palabras enfrentan los demonios la presencia de Jesús: a pesar de que lo reconocen como Hijo de Dios, reaccionan con temor y odio. Esta actitud nos da una pista de cómo asumir nuestras propias tentaciones y debilidades diarias. Mientras los endemoniados prefieren esconderse en las tinieblas de una caverna y entorpecer el camino de quienes transitan por su alrededor, nosotros queremos ponernos ante la luz de Cristo, para que pueda iluminar nuestras heridas y sanarlas con su amor. «Todos estamos inmersos en los problemas de la vida y en muchas situaciones intrincadas, llamados a enfrentar momentos difíciles y elecciones que nos derriban. Pero, si no queremos ser aplastados, tenemos que levantar todo. Y esto es precisamente lo que hace la oración»[2].


En el diálogo íntimo con Cristo descubrimos ante él nuestro rostro. También nosotros podemos preguntarle al Señor: «¿Qué tengo que ver contigo? ¿Qué aspectos de mi vida puedo airear en tu presencia?». De esta forma, al dirigirnos hacia Jesús con mayor apertura, nos situamos ante su mirada, que no es solo de aceptación, sino también transformadora. Como esos pobres hombres, todos llevamos inscrito en nuestro corazón el profundo deseo de que la palabra de Cristo nos libere.


De ahí que la apertura y la sinceridad en la oración sea un requisito tan importante para su eficacia. Jesús siempre respeta nuestra libertad: él no quiere imponerse con fuerza. Pero basta que le insinuemos un problema, que le manifestemos alguna debilidad que no conseguimos erradicar, para que comience a entrar su luz en nuestros corazones, y con ella también la paz: así regala esa santidad que necesitamos para renovar con su amor todas las calles de este mundo. «Dios Nuestro Señor te quiere santo, para que santifiques a los demás. –Y para esto, es preciso que tú –con valentía y sinceridad– te mires a ti mismo, que mires al Señor Dios Nuestro..., y luego, solo luego, que mires al mundo»[3].


«SI NOS expulsas, envíanos a la piara de cerdos» (Mt 8,31), le gritan los endemoniados a Jesús. Y él, con todo su poder divino, pronuncia una sola palabra que cambia por completo sus vidas: «Id» (Mt 8,32). En la oración no solo vamos a encontrarnos con Jesús y transmitirle lo que llevamos en el corazón, sino que también esperamos su palabra salvadora. Sabemos que el Señor no es amigo de razonamientos complejos, ni esconde su sabiduría en grandes discursos. Si somos delicados para escucharlo, y vamos a nuestra oración con una disposición abierta, Cristo puede realizar en nuestra biografía milagros tan grandes como la expulsión de esos demonios.


Para que el Señor pueda actuar en nuestras vidas y volver transitables los caminos de nuestro mundo interior, necesitamos la perseverancia. La huella que va dejando la oración no es la de una lluvia pasajera, sino más bien la de un torrente que fluye sereno y constante. Cada día acudimos a la oración para confrontar nuestros deseos cotidianos con la voluntad de Dios. Precisamente en esa combinación de nuestra libertad con la gracia divina, de nuestra sinceridad con su palabra, acogemos la semilla que Jesús quiere sembrar en nosotros y que poco a poco llegará a ser un árbol bien arraigado, fuerte y frondoso. «Ciertamente, la oración es un don, que pide, sin embargo, ser acogido; es obra de Dios, pero exige compromiso y continuidad de nuestra parte; sobre todo son importantes la continuidad y la constancia»[4].


La Virgen María nos enseña a pasar todos los momentos de nuestra vida por la oración, especialmente las dificultades y las contradicciones. Después de haber encontrado al niño Jesús en el templo y de haber escuchado su explicación, el evangelista nos dice que sus padres no comprendieron lo que les había dicho. Todavía tenían el sufrimiento de la pérdida demasiado presente. Pero María, en vez de rebelarse ante los planes de Dios, guarda las palabras de su Hijo como un tesoro en su corazón. Fue así como se preparó para el duro momento de la cruz.