"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de agosto de 2023

Como paja que se lleva el viento

 



Evangelio (Mt 24,42-51)

Por eso: velad, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor. Sabed esto: si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría ciertamente velando y no dejaría que se horadase su casa. Por tanto, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.

¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien el amo puso al frente de la servidumbre, para darles el alimento a la hora debida? Dichoso aquel siervo a quien su amo cuando vuelva encuentre obrando así. En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si ese siervo fuese malo y dijera en sus adentros: «Mi amo tarda», y comenzase a golpear a sus compañeros y a comer y beber con los borrachos, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los hipócritas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.


PARA TU RATO DE ORACION 


Ya cerca de su Pasión, Jesús pone a sus interlocutores ante una pregunta fundamental: ¿hacia dónde camináis en la vida y cómo lo hacéis? ¿Qué os mueve? Para ilustrar lo que quiere decir, usa ejemplos fácilmente comprensibles por todos. Jesús habla de dueños, de ladrones y de siervos. En esta vida tenemos unas posesiones y unos negocios que alguien quiere robarnos. Todo el que tiene una posesión o lleva un negocio sabe de la importancia de velar por sus bienes, de estar atento, de echar números, de protegerse de las posibles causas de ruina. Si un dueño no protege lo que le pertenece o no hace nada para que sus trabajadores obren bien y con responsabilidad quiere decir que sus pertenencias y negocios no le importan mucho. Uno se empeña por lo que ama.

Jesús aplica estos ejemplos a las almas. Todos tenemos un tesoro muy grande: hemos sido creados, por amor, a imagen y semejanza de Dios; hemos sido llamados a ser sus hijos; la sangre de Cristo se ha derramado por nosotros. Amados, enriquecidos con muchos dones, capaces de Dios y capaces de aportar en la edificación de la familia humana. Pero hay alguien que quiere robarnos y separarnos de Dios y de los demás. Alguien que quiere entrar en nuestro corazón y vaciarlo de todo lo grande, llenándolo de aspiraciones mezquinas y egoístas, propuestas, directa o indirectamente, por alguien que se presenta como ángel de luz que ofrece cosas aparentemente grandes, pero que, a fin de cuentas, se revelan como paja que se lleva el viento.

Jesús nos habla de la indolencia y de la hipocresía. Y nos pregunta: ¿te interesa lo que te ofrezco?, ¿lo valoras?, ¿lo guardas?, ¿lo cultivas? ¿Lo amas con el corazón y con obras? Velar es amar con el corazón eso que Dios nos ofrece. Velar es profundizar en el conocimiento de los tesoros recibidos. Velar es cultivar, fumigar y podar cuando sea necesario. Con la ilusión del agricultor que espera la cosecha, con la ilusión de que el Señor nos encuentre en cada momento, hoy y ahora, con un corazón enamorado. A esos deseos eficaces del corazón es a los que Dios escucha: ahí está el momento de nuestra salvación, en el hoy y el ahora que tengo entre manos.


Pero el corazones puede llenarse de cosas opuestas que destruyen el mundo interior. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8). Ver a Dios: sin filtros, sin prisas, sin límites… ¿Quién podría soñar con alcanzar algo así por sus propias fuerzas? Contemplar en su fuente la belleza, la bondad, la grandeza que buscamos sin cesar por todas partes. Contemplar, que no significa observar desde fuera, sino desde dentro, sabiéndonos inundados por toda esa realidad llena de luz, por ese «Amor que sacia sin saciar»[1] nuestros deseos más profundos: esos que en este mundo encuentran solo una respuesta muy parcial, aunque tantas veces las criaturas nos parezcan ya todo lo bellas, buenas y grandiosas que se pueda imaginar.

Por supuesto, al hablar de pureza de corazón, el Señor no se refiere solamente a la castidad. Si existiera una persona muy casta pero injusta, insincera, desleal, perezosa o egoísta, no diríamos que su corazón es limpio. Cuando el rey David suplica «Oh Dios, crea en mí un corazón puro» (Sal 51[50],12), está pidiendo un corazón que reúna armónicamente todas las virtudes; un corazón que vibre con lo valioso y no con lo insustancial, que sea capaz de jugarse la vida por algo más grande que él, que no se deje dominar por cosas efímeras y superficiales. Al crecer en las distintas virtudes, nuestra mirada —nuestros deseos, intereses, aspiraciones— se va aclarando y nos hace capaces de percibir el auténtico valor de las cosas. Vamos aprendiendo a ver, a contemplar, a disfrutar.

Perplejidades

Dios nos ha creado para esta contemplación, que recoge todas las aspiraciones del corazón. Es una gracia que quiere darnos. Pero es una gracia por la que es necesario pelear. Necesitamos conquistar nuestro corazón para que se haga capaz de recibir ese regalo, porque tenemos el riesgo de dejarlo sin abrir, olvidado en un rincón. En palabras de san Josemaría, la castidad «es combate, pero no renuncia; respondemos con una afirmación gozosa, con una entrega libre y alegre. Tu comportamiento no ha de limitarse a esquivar la caída, la ocasión. No ha de reducirse de ninguna manera a una negación fría y matemática. ¿Te has convencido de que la castidad es una virtud y de que, como tal, debe crecer y perfeccionarse?»[2]. La castidad es una afirmación gozosa, y siempre puede crecer. Son dos ideas quizá conocidas, pero no por eso suficientemente comprendidas, hasta el punto de que pueden generar cierta perplejidad.

La idea de la castidad como afirmación contrasta con la de quien pone un excesivo énfasis en el no, como si la virtud consistiera precisamente en no hacer, no pensar, no mirar, no querer. La castidad es, en cambio, un  al amor, porque es el amor lo que la hace necesaria y le confiere su sentido. Naturalmente, se ha de decir no a ciertos actos o actitudes que le son contrarios y que toda persona sensata percibe precisamente como negaciones del amor, de por sí siempre total, exclusivo y definitivo. Pero, a pesar de requerir algunos no, la castidad es una realidad eminentemente positiva.

Supongamos una persona con un buen conocimiento de la fe y de la vida cristiana, sinceramente decidida a ponerla en práctica; una persona que quizá incluso ha transmitido a otros esta visión positiva de la santa pureza, porque comprende estos razonamientos y los comparte. Es posible que su experiencia práctica de esta virtud no responda a la idea de algo positivo que siempre puede crecer: por un lado, porque no necesita ejercer la pureza constantemente; hay otros intereses que normalmente están en primer plano y que relegan la castidad al cuarto o quinto lugar de sus problemas, de modo que habitualmente la castidad no parece ser para él ni una afirmación ni una negación. Por otro lado, porque cuando en algunos períodos tiene que luchar más intensamente para vivirla, la siente precisamente como una negación, y no como una afirmación.

A esto se añade otra fuente de perplejidad: puesto que es una virtud, la castidad está llamada a «crecer y perfeccionarse»[3]. De nuevo, este buen cristiano podría decirse: normalmente consigo evitar actos, pensamientos, miradas contrarias a la castidad, ¿no es de eso de lo que se trata?, ¿no puedo decir que tengo la virtud?, ¿qué más debería hacer?, ¿en qué sentido debería crecer y perfeccionarse en mí la castidad?

En realidad, en el origen de estas perplejidades se encuentra la idea, bastante extendida, pero muy reductiva, de que la virtud es fundamentalmente un suplemento de fuerza en la voluntad que nos hace capaces de respetar unas normas morales, incluso cuando éstas se oponen a nuestra inclinación.Si esta visión fuera correcta, la virtud consistiría en la capacidad de ignorar la afectividad, de oponerse sistemáticamente a lo que sentimos siempre que lo requiera el respeto de esas normas. Naturalmente, aquí hay una parte de verdad, porque en la formación de la virtud a menudo es necesario actuar contra la inclinación afectiva. Sin embargo, es muy importante no olvidar que no es este el objetivo; se trata solo de un paso que, si no va seguido de otros, formará solamente la capacidad de reprimirse, de decir no. Quien piensa así en las virtudes, aunque pueda decir que la castidad es una afirmación gozosa, en realidad no ha terminado de entenderlo, porque no consigue ver lo que esto significa en la práctica.

Integración

La virtud, más que una capacidad de oponerse a la inclinación, es la formación de la inclinación misma. La virtud consiste precisamente en gozar, en disfrutar del bien, porque ha crecido en nosotros una connaturalidad afectiva, es decir, una especie de complicidad con el bien. Es precisamente en ese sentido que llamamos templanza al orden en la tendencia natural al placer. Si el placer fuese malo, ordenarlo significaría anularlo. Pero el placer es bueno, y nuestra naturaleza tiende hacia él. Sin embargo, que sea bueno en principio no significa que lo sea en todos los casos: el objeto de una tendencia puede no ser bueno para la persona en un caso concreto. Por eso nos interesa ordenar nuestra inclinación al placer. Si lo conseguimos la habremos convertido en uno de nuestros mejores aliados para hacer el bien; si no, será un gran enemigo que puede destruirnos, análogamente a como el agua, que quita la sed, hidrata el cuerpo y hace crecer las plantas... también puede ser tsunami, inundación, destrucción.

¿En qué consiste ordenar esa tendencia? Desde luego, no en hacer desaparecer la atracción del placer, cosa por otra parte imposible. Tampoco en ignorarla, o en vivir como si no existiera; ni siquiera en reprimirla. Ordenar la tendencia al placer significa integrarla en el bien de la persona[4]: conferir unidad a nuestros deseos, de modo que sean progresivamente acordes con nuestra identidad y la refuercen. Un corazón impuro es un corazón fragmentado, sin rumbo; un corazón puro, en cambio, es un corazón unificado, con una dirección en la vida.

¿Cómo se puede llegar a realizar esto? Las tendencias humanas son modos de percibir el bien: cada una de ellas nos presenta como conveniente lo que la satisface. Decimos que tenemos tendencia al placer porque frente a algo que puede producirlo experimentamos atracción: aquello se presenta a nuestros ojos como conveniente. Sin embargo, lo que es bueno para la tendencia puede no serlo para la persona. Un pastel puede atraerme porque es agradable comerlo, pero tal vez no convenga a mi salud (por ejemplo, porque soy diabético), a mi forma física (estoy tratando de adelgazar) o a mi relación con los demás (pertenece a otra persona). Cada tendencia tiene su propio punto de vista, valora la realidad desde su propia perspectiva y no puede hacerlo desde otra. La razón es la única facultad que puede adoptar todos los puntos de vista e integrarlos[5], identificando el bien de la persona y no solo el bien de una tendencia concreta o de un aspecto particular de la vida. La razón escucha lo que cada tendencia tiene que decir, evalúa todas estas voces en conjunto, y juzga si una acción es buena para la persona.

La razón no es fría: es apasionada, está condicionada por las tendencias o pasiones. Si una tendencia habla mucho más fuerte que las otras, puede confundirla. De ahí la importancia de que las tendencias estén bien formadas (bien templadas). Así, en vez de obstáculo, serán un apoyo para el juicio de la razón. Por supuesto, esta integración en torno a la razón requiere que el sentido de la tendencia sea comprendido y respetado, y que se actúe de modo que ese respeto cale en nuestra afectividad. La gula, por ejemplo, revela que no se ha comprendido —al menos de modo práctico, que influya en el comportamiento— el sentido de la necesidad de comer; es decir, no se ha asimilado aún a fondo la manera en que el placer de comer contribuye al bien integral de la persona. Algo similar puede decirse de la castidad, y de cualquier otra virtud.

Un mundo interior

Escuchemos el consejo de san Josemaría en un brevísimo punto de Camino: «¿Para qué has de mirar, si “tu mundo” lo llevas dentro de ti?»[6]. Es cierto: si uno lleva un mundo dentro de sí —un mundo hecho de cosas grandes, divinas y humanas—, la mirada, la acción, el pensamiento contra la castidad pueden tener una cierta fuerza de atracción, pero serán mucho más fáciles de combatir, porque serán percibidos como una amenaza a la armonía del propio mundo interior.

Podríamos incluso decir que la castidad se refiere a la sexualidad solo secundariamente. Principalmente tiene que ver con la apertura de nuestro mundo interior —de nuestro corazón— a las cosas grandes, con la capacidad de percibir, de aspirar y de gozar con lo que es capaz de llenar el corazón humano. Por eso, decía también san Josemaría: «no me ha gustado nunca hablar de impureza. Yo quiero considerar los frutos de la templanza. (...) Al vivir así —con sacrificio— [el hombre] se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios (...); se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes»[7].

La persona casta es capaz de conectar afectivamente y disfrutar con todo lo hermoso, lo noble, lo genuinamente divertido. Su mirada no es posesiva, sino agradecida: deja ser al otro; no permite que se empañe, que se despersonalice la relación que lo une con cada cosa y con cada persona. Quien no es casto tiene una mirada baja; una mirada que no es capaz de recibir, sino solo de exigir prestaciones. En realidad, no es capaz de gozar de las pequeñas cosas de la vida y de las relaciones personales; no es capaz de estar verdaderamente con los demás. Las cosas delicadas que otros aprecian a este le parecen insípidas; no le dicen nada, porque necesita emociones fuertes para reaccionar y experimentar algo positivo y agradable.

Se entiende así que quien vive la castidad como afirmación gozosa no necesite por lo general de un esfuerzo extraordinario de la voluntad para contener el impulso sexual desordenado: su mundo interior, tejido de realidades valiosas y relaciones verdaderas, contrasta fuertemente con él y lo rechaza. Y al vivir así, se siente grandiosamente libre, porque hace lo que le gusta. En cambio, el lujurioso, el incontinente o incluso el meramente continente, si lograsen hacerlo, se sentirían reprimidos: como si les faltase algo.

Para santo Tomás de Aquino el lujurioso, el incontinente, el continente y el casto son cuatro figuras distintas[8]. El casto y el lujurioso poseen uno la virtud y el otro el vicio. El incontinente, sin llegar a tener establecido el vicio, no vive rectamente. Y el continente, como indica el término, se contiene: no peca contra la castidad, pero tampoco posee la virtud: ante una tentación se limita a reprimir el impulso, sin llegar a gozar en el bien. Es el caso, por ejemplo, de quien no quiere mirar, pero desearía que fuese inevitable ver. Simplemente salta obstáculos que desearía no tener que saltar y, al hacerlo no se plantea formar su interioridad para configurarla con el bien. Esta situación puede ser un paso adelante para quien viene de más lejos, pero esa persona todavía habrá de recorrer un camino hasta formar la virtud. Quien no se aparta decididamente de la frontera, aunque consiga no pecar, nunca pasará de ser continente, no llegará a gozar de la virtud y a verla como una afirmación gozosa.

Verán a Dios en todo

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8). Quizá Jesús no quiere decir que a los impuros de corazón se les prohibirá ver a Dios, sino más bien que no conseguirán ver nada allí donde los de corazón limpio percibirán una belleza indescriptible, llena de matices, que satisface todas las aspiraciones de su corazón. Esto es de hecho lo que sucede aquí abajo: los virtuosos son capaces de encontrar a Dios en cada persona, en cada situación ordinaria de la vida, mientras que los que no lo son, no sienten su presencia o la encuentran incómoda y desagradable, limitadora de su libertad.

La virtud, así entendida, como creación de un mundo interior bello, de una connaturalidad afectiva que nos hace gozar haciendo el bien, es una respuesta a las perplejidades mencionadas más arriba. En efecto, si el esfuerzo por formar la santa pureza no pretende solo negarse a los actos desordenados, sino también y sobre todo constituir un mundo interior lleno de realidades valiosas, sobrenaturales y humanas, se comprende bien que esta virtud crezca y se forme no solo cuando se ha de vencer una tentación, sino también cuando nuestra atención se dirige a todo lo que hay de valioso y bello en la realidad, aunque de por sí no tenga nada que ver con la sexualidad. La castidad no es solo una virtud para los momentos de combate: no es solo para las tentaciones, sino que es una virtud de la atención, de aquello a lo que nuestro corazón atiende. También se comprende así que esa delicadeza interior, esa apertura a la grandeza, no tiene límites y siempre puede crecer.