Evangelio según Mth ( 17, 1-9 )
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta.
Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.
Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
—«Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía:
—«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo».
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
—«Levantaos, no temáis».
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
—«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
PARA TU RATO DE ORACION
El 6 de agosto celebramos la fiesta de la Transfiguración del Señor.
La solemnidad de la Transfiguración nace, probablemente, de la conmemoración anual de la dedicación de una basílica en honor a este misterio que se levantó en el Monte Tabor.
En el siglo IX la fiesta se introdujo en Occidente y más tarde, durante los siglos XI y XII, comenzó a celebrarse también en Roma, en la basílica vaticana. Fue incorporada al Calendario romano por el Papa Calixto III (1457) en agradecimiento por la victoria de las tropas cristianas frente a los turcos en la batalla de Belgrado, el 6 de agosto de 1456.
En el Oriente cristiano la Transfiguración de nuestro Dios y Salvador Jesucristo es una de las solemnidades más grandes del año, junto con la Pascua, la Navidad y la Exaltación de la Santa Cruz. En ella se expresa toda la teología de la divinización mediante la gracia, de la naturaleza humana que, revistiéndose de Cristo, es iluminada por el esplendor de la gloria de Dios. Unidos a Jesús, señala el oficio de lecturas del rito romano, «brillaremos con nuestra mirada espiritualizada, renovados en cierta manera en los trazos de nuestra alma, hechos conformes a su imagen»[1]
Con Pedro, Santiago y Juan, en esta fiesta se nos invita a poner a Jesús en el centro de nuestra atención: «Éste es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle»[2]. Hemos de oírlo, y dejar que su vida y enseñanzas divinicen nuestra vida ordinaria. Así rezaba san Josemaría: «Señor nuestro, aquí nos tienes dispuestos a escuchar cuanto quieras decirnos. Háblanos; estamos atentos a tu voz. Que tu conversación, cayendo en nuestra alma, inflame nuestra voluntad para que se lance fervorosamente a obedecerte»[3].
Escuchar al Señor con la disposición sincera de identificarse con Él nos lleva a aceptar el sacrificio. Jesús se transfigura «para quitar del corazón de sus discípulos el escándalo de la cruz»[4], para ayudarles a sobrellevar los momentos oscuros de su Pasión. Cruz y gloria están íntimamente unidas. De hecho, se fijó el 6 de agosto como fiesta de la Transfiguración en relación a la Exaltación de la Santa Cruz: entre ambas celebraciones transcurren cuarenta días que, en algunas tradiciones, conforman como una segunda cuaresma. Así, la Iglesia bizantina vive este periodo como un tiempo de ayuno y de contemplación de la Cruz.
Cuatro textos de san Josemaría sobre la Transfiguración del Señor
Y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz (Mt 17,2). ¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación! ¡Oh, Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para quedar herido de amor a Ti!
Y una voz desde la nube dijo: Este es mi Hijo, el Amado, en quien me complazco; escuchadle (Mt 17, 5). Señor nuestro, aquí nos tienes dispuestos a escuchar cuanto quieras decirnos. Háblanos; estamos atentos a tu voz. Que tu conversación, cayendo en nuestra alma, inflame nuestra voluntad para que se lance fervorosamente a obedecerte.
“Vultum tuum, Domine, requiram” (Ps. 26, 8), buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no como en un espejo, y bajo imágenes oscuras... sino cara a cara (I Cor. 13, 12). Sí, mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo vendré y veré la faz de Dios? (Ps. 41,3)
Santo Rosario, Apéndice, 4º misterio de Luz
Nunca compartiré la opinión —aunque la respeto— de los que separan la oración de la vida activa, como si fueran incompatibles.
Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura.
Forja, 738
Nuestra condición de hijos de Dios nos llevará —insisto— a tener espíritu contemplativo en medio de todas las actividades humanas —luz, sal y levadura, por la oración, por la mortificación, por la cultura religiosa y profesional—, haciendo realidad este programa: cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios.
Forja, 740
Persuadíos de que no resulta difícil convertir el trabajo en un diálogo de oración. Nada más ofrecérselo y poner manos a la obra, Dios ya escucha, ya alienta. ¡Alcanzamos el estilo de las almas contemplativas, en medio de la labor cotidiana! Porque nos invade la certeza de que Él nos mira, de paso que nos pide un vencimiento nuevo: ese pequeño sacrificio, esa sonrisa ante la persona inoportuna, ese comenzar por el quehacer menos agradable pero más urgente, ese cuidar los detalles de orden, con perseverancia en el cumplimiento del deber cuando tan fácil sería abandonarlo, ese no dejar para mañana lo que hemos de terminar hoy: ¡Todo por darle gusto a Él, a Nuestro Padre Dios! Y quizá sobre tu mesa, o en un lugar discreto que no llame la atención, pero que a ti te sirva como despertador del espíritu contemplativo, colocas el crucifijo, que ya es para tu alma y para tu mente el manual donde aprendes las lecciones de servicio.
Si te decides —sin rarezas, sin abandonar el mundo, en medio de tus ocupaciones habituales— a entrar por estos caminos de contemplación, enseguida te sentirás amigo del Maestro, con el divino encargo de abrir los senderos divinos de la tierra a la humanidad entera. Sí, con esa labor tuya contribuirás a que se extienda el reinado de Cristo en todos los continentes. Y se sucederán, una tras otra, las horas de trabajo ofrecidas por las lejanas naciones que nacen a la fe, por los pueblos de oriente impedidos bárbaramente de profesar con libertad sus creencias, por los países de antigua tradición cristiana donde parece que se ha oscurecido la luz del Evangelio y las almas se debaten en las sombras de la ignorancia... Entonces, ¡qué valor adquiere esa hora de trabajo!, ese continuar con el mismo empeño un rato más, unos minutos más, hasta rematar la tarea. Conviertes, de un modo práctico y sencillo, la contemplación en apostolado, como una necesidad imperiosa del corazón, que late al unísono con el dulcísimo y misericordioso Corazón de Jesús, Señor Nuestro.
Amigos de Dios, 67