"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

26 de agosto de 2023

Las causas del desasosiego

 


Evangelio (Mt 23, 1-12)




Entonces Jesús habló a las multitudes y a sus discípulos diciendo:




—En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen. Atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas. Hacen todas sus obras para que les vean los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas y que les saluden en las plazas, y que la gente les llame rabbí. Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar rabí, porque sólo uno es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial. Tampoco os dejéis llamar doctores, porque vuestro doctor es uno sólo: Cristo. Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado”.




PARA TU RATO DE ORACION




Las palabras que el Señor pronuncia en el evangelio de hoy son duras. Son una denuncia clara y directa de un comportamiento que no es agradable a Dios: la hipocresía.




La cuestión es que la hipocresía tampoco es bien vista a ojos humanos. Por eso, es muy fácil empatizar con lo que dice Jesús y darle la razón. Sin embargo, lo que no es tan fácil es examinar el propio corazón y plantearse hasta qué punto lo que dice el Señor se nos aplica a nosotros. Porque la hipocresía es tan desagradable como sutil.




Atan cargas pesadas e insoportables. Podríamos preguntarnos: ¿mi vida, mis palabras, mis actitudes, hacen más fácil y andadero el camino de la santidad para los demás, o por el contrario lo hacen más insoportable? ¿La imagen del cristianismo que resulta de mi forma de comportarme es la de una carga pesada o la de un camino de felicidad?




Sin duda, es muy fácil decirle a los hijos, o al cónyuge, o a un hermano, que deben comportarse de determinada manera. Sin embargo, ¿lo hacemos nosotros? ¿Perciben los demás, no por nuestras palabras, sino por nuestras obras, la importancia de sonreír siempre, de tratar bien a todos, de no criticar a nadie a sus espaldas, de no decir mentiras?




San Josemaría cultivó a lo largo de su vida un deseo, al cual nos invitaba a sumarnos: “pongamos generosamente nuestro corazón en el suelo, de modo que los otros pisen en blando, y les resulte más amable su lucha” (Amigos de Dios, n. 228). Es a eso a lo que nos estimula Jesús con sus palabras: a darnos cuenta de que no estamos aquí para hacer más difícil la vida de los demás. Estamos llamados a ser facilitadores de la santidad de todos los que nos rodean.




¿Cuál es el mejor modo de hacerlo? Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. En primer lugar, con nuestro ejemplo, con nuestra caridad traducida en obras de servicio.




Así lo entendió también san Pablo: “llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo” (Gálatas 6, 2). Los fariseos aumentaban la carga de los demás, nosotros estamos llamados a aligerarla, tal como hace el Señor (cfr. Mateo 11, 28).




A Dios nadie le ha visto jamás [1], afirma la Sagrada Escritura. Mientras vivimos en esta tierra, no tenemos un conocimiento inmediato de la esencia divina; entre Dios y el hombre hay una distancia infinita, y sólo Él, adecuándose a la condición del ser humano, ha podido franquearla por medio de su revelación. Dios se ha manifestado a los hombres en la creación, en la historia de Israel, en las palabras que dirige a través de los profetas, y, finalmente, en su propio Hijo, que es la revelación última, completa y definitiva; la epifanía misma de Dios: el que me ha visto a mí ha visto al Padre [2].




¡Un Dios que se hace hombre! Es para sorprenderse. Un Dios que, en Cristo, ve y se deja ver, oye y se deja oír, toca y se deja tocar; que se abaja a la condición humana y se vale de los sentidos para hacernos entender la llamada a la intimidad de su amor, a la santidad. El asombro ante la Encarnación del Verbo mueve a contemplar con veneración las acciones, gestos y palabras de Jesús. Cuando así se hace, se descubre que todo en la vida de Cristo, desde su nacimiento hasta la muerte en la Cruz, está empapado de humildad, pues siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz [3].




La humildad, morada de la caridad




El mensaje de amor de Dios nos ha llegado a través del abajamiento del Hijo. La humildad es una nota distintiva básica, uno de los cimientos de la auténtica vida cristiana, porque es la morada de la caridad. San Agustín afirma: «Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad, y lo tercero, la humildad»[4]. En la humildad del Verbo encarnado, además de mostrarse la hondura del amor de Dios por nosotros, se nos enseña el camino real que conduce a la plenitud de ese amor.




La vida cristiana consiste en la identificación con Cristo: sólo en la medida en que nos unimos a Él somos introducidos en la comunión con el Dios viviente, fuente de toda caridad, y nos hacemos capaces de amar a los demás hombres con su mismo amor [5]. Ser humilde como lo fue Cristo significa servir a todos, muriendo al hombre viejo, a las tendencias que el pecado original desordenó en nuestra naturaleza. Por eso, el cristiano entiende que "las humillaciones, llevadas por amor, son sabrosas y dulces, son una bendición de Dios" [6]. Quien así las recibe, se abre a toda la riqueza de la vida sobrenatural y puede exclamar con San Pablo: perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo y vivir en él [7].




Las causas del desasosiego




En contraste con el profundo gozo interior que proviene de la humildad, la soberbia no produce sino inquietud e insatisfacción. La soberbia lleva a orientar las cosas hacia el propio yo, y a analizar cuanto sucede desde una perspectiva exclusivamente subjetiva: si una cosa agrada o no, si supone una ventaja o requiere esfuerzo...; y no considera si se trata de algo bueno en sí mismo o para los demás. Ese egocentrismo lleva a juzgar que los otros actúan y piensan según las categorías que uno tiene, y a moverse con la pretensión, más o menos explícita, de que deben comportarse como se desea. Así se explica que un hombre soberbio sea víctima de frecuentes enfados cuando considera que no se le tiene suficientemente en cuenta, o que se entristezca al advertir los propios errores o las mejores cualidades de los demás.




Cuando uno se deja llevar por la soberbia, aunque trate de buscar su propia complacencia, siempre alberga un punto de desasosiego. ¿Qué le falta para ser feliz? Nada, porque lo tiene todo; y todo, porque ha perdido de vista lo fundamental: su capacidad para darse al otro. Su comportamiento ha forjado un modo de ser que le dificulta hallar la verdadera felicidad. Así lo advertía el fundador del Opus Dei: "si alguna vez lo pasáis mal, y os dais cuenta de que el alma se llena de inquietud, es que estáis pendientes de vosotros mismos (...). Si tú, mi hijo, te centras en ti mismo, no sólo tomas un mal camino, sino que, además, perderás la felicidad cristiana en esta vida" [8].




La soberbia es siempre un eco de aquella primera rebelión con la que el hombre trató de suplantar a Dios, y cuya consecuencia fue la pérdida de la amistad con el Creador y de la armonía consigo mismo. El individuo orgulloso confía tanto en sus potencialidades, que llega a olvidar su naturaleza necesitada de redención. Por eso, no sólo la enfermedad física, sino incluso la inevitable experiencia de los límites, defectos y miserias, le desconcierta e incluso le puede llegar a desesperar. Vive apegado de tal modo a sus propios gustos y opiniones, que no consigue apreciar ni valorar positivamente una visión distinta a la suya. Por eso, no logra resolver sus conflictos interiores y está sujeto a reiteradas discrepancias con los demás. Esta dificultad de someterse a otras voluntades le conduce a no aceptar tampoco el querer de Dios: fácilmente se convencerá de que no es posible que Dios le pida aquello que él no desea, y puede suceder que hasta la misma conciencia de ser una criatura dependiente de Dios se convierta para él en objeto de resentimiento.




La fuerza de atracción de la humildad




Para la persona humilde, en cambio, confrontarse con la gloria de Dios es causa de alegría, más aún, el único motivo de verdadero júbilo. Es cierto que, al ponerse delante de Él, descubre su finitud y su pequeñez; pero su condición de criatura, lejos de ser ocasión de tristeza o desesperanza, es fuente de íntimo gozo. La humildad es una luz que hace descubrir al hombre la grandeza de su propia identidad, como ser personal capaz de dialogar con el Creador, y aceptar su dependencia de Él con completa libertad.




El alma de la persona humilde experimenta la mayor plenitud interior cuando advierte que el Ser absoluto es un Dios personal de magnificencia infinita, que nos ha creado, nos mantiene en la existencia y se nos revela con un rostro humano en Jesucristo. Conocer la generosidad divina, su condescendencia para con sus criaturas, lleva a quien es humilde a disfrutar contemplando la belleza de las cosas creadas, en las que descubre un reflejo del amor de Dios; y le mueve al deseo de compartir con los demás ese permanente deslumbramiento.




Las reacciones del soberbio y del humilde son también muy distintas ante la llamada de Dios. El soberbio se esconde en una actitud de falsa modestia, alegando que tiene pocos méritos, porque no desea renunciar al mundo que ha construido para sí; la persona humilde, en cambio, no se detiene a juzgar si es demasiado poca cosa para alcanzar la santidad. Le basta percibir la invitación a entrar en comunión con Dios para aceptarla con alegría, por mucho que le desconcierte.




Quienes –como es el caso de los santos– luchan por ser verdaderamente humildes, adquieren una personalidad que atrae a los demás. Con su comportamiento habitual consiguen crear en torno a sí un remanso de paz y de alegría, porque reconocen el valor de los otros. Los aprecian verdaderamente y, por eso, en su conversación, en la vida en familia o en el trato con colegas y amigos, saben comprender y disculpar; les mueve el interés de ayudar y convivir con todos: son capaces de reconocer lo que deben a quienes les rodean, sin pretender ni reclamar derechos. A su lado, en definitiva, se palpa el amor de Dios que anima sus vidas: uno se encuentra en confianza, no se siente juzgado, sino querido.




Recomenzar a aprender a ser humildes




Con frecuencia la causa del agobio o del pesimismo, que a veces nos invaden, no está en la pequeñez humana o en el esfuerzo que debemos realizar ante una determinada tarea, sino en ver las cosas con una perspectiva demasiado centrada en el yo. "¿Por qué nos entristecemos los hombres?", preguntaba San Josemaría. Y respondía: "porque la vida en la tierra no se desarrolla como nosotros personalmente esperábamos, porque surgen obstáculos que impiden o dificultan seguir adelante en la satisfacción de lo que pretendemos" [9].








Se puede probar cierta sensación de tristeza ante las dificultades propias o ajenas; ante algunos defectos que se perciben con más rigor que en el pasado o que se creían superados; ante la imposibilidad de alcanzar objetivos profesionales o apostólicos, perseguidos con ilusión y esfuerzo durante mucho tiempo. También se puede experimentar la rebeldía de no querer aceptar algunos acontecimientos o circunstancias que contrarían y hacen sufrir. Siempre, pero especialmente en tales momentos, resulta necesario, como aconsejaba don Álvaro en una de sus cartas, que renovemos el propósito de recomenzar a aprender a ser humildes [10]: pidiendo al Señor la humildad, su humildad, y acudiendo a la Virgen para que nos enseñe y nos dé fuerza. Este es el sentido de las palabras del Señor: venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera [11]. Por eso cada día el alma enamorada aprende a ser humilde en la oración: “La oración es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de Él y nada de sí mismo" [12]. Sólo se recupera la paz cuando, en lugar de razonar y reflexionar en nuestro interior sobre lo que nos pasa, procuramos dejar de lado esas preocupaciones y volvemos a Cristo.




"Alma, calma" [13]. Estas palabras, que tanto gustaban al Fundador, sintetizan todo un programa de vida por el que el alma, contando con la gracia divina, se enfrenta con ardor y prudencia a cualquier dificultad. Cuando se vive así, se cumple lo que enseñaba San Josemaría: "todas aquellas contradicciones que tantas veces nos han hecho sufrir, no han sido causa de que perdiésemos en ningún momento la alegría ni la paz, porque hemos podido experimentar cómo el Señorsaca dulzura –miel sabrosa– de las rocas áridas de la dificultad: de petra, melle saturavit eos (Ps 80, 17)" [14].



El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado. María Santísima nos enseña que la humildad no se trata simplemente de sentirse humildes: se trata de poner real y efectivamente nuestra vida al servicio de los demás. Es por eso que Ella se convirtió en la mejor facilitadora del camino hacia Dios, hasta el punto de que la Iglesia la invoca como Puerta del Cielo.