Evangelio (Mt 19,3-12)
En aquel tiempo, se acercaron entonces a él unos fariseos y le preguntaron para tentarle:
—¿Le es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?
Él respondió:
—¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo hombre y mujer, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
Ellos le replicaron:
—¿Por qué entonces Moisés mandó dar el libelo de repudio y despedirla?
Él les respondió:
—Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres a causa de la dureza de vuestro corazón; pero al principio no fue así. Sin embargo, yo os digo: cualquiera que repudie a su mujer —a no ser por fornicación— y se case con otra, comete adulterio.
Le dicen los discípulos:
—Si esa es la condición del hombre con respecto a su mujer, no trae cuenta casarse.
—No todos son capaces de entender esta doctrina —les respondió él—, sino aquellos a quienes se les ha concedido.
En efecto, hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre; también hay eunucos que han quedado así por obra de los hombres; y los hay que se han hecho eunucos a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien sea capaz de entender, que entienda.
PARA TU RATO DE ORACION
Muy actual nos resulta esta cuestión que unos fariseos plantearon a Jesús. Parece que, al igual que hoy, por entonces, en los tiempos y culturas antiguas, el divorcio estaba a la orden del día, incluso “por cualquier motivo”. Y en un pasado más remoto, debió de ser algo tan difundido, que hasta Moisés, en Israel, tuvo que legislarlo, para ponerle freno, como mal menor. Sin embargo, Jesús, en su respuesta, se remonta no ya al pasado, sino al origen de todo, cuando el mismo Dios estableció la unión indisoluble entre hombre y mujer. El modelo de esta alianza será la fidelidad de Dios con su pueblo. Así lo expresa el profeta: “Te desposaré conmigo para siempre, te desposaré conmigo en justicia y derecho, en amor y misericordia. Te desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás al Señor” (Oseas 2,21-22). La expresión “a no ser por fornicación” no expresa que una infidelidad podría ser causa de divorcio. El término utilizado en griego, la lengua original del texto evangélico, se refiere más bien a una unión ilegítima que no se puede sanar, (por ejemplo, el incesto), y que, por lo tanto, hay que disolverla. No se trataría de una excepción a la indisolubilidad.
El Creador quiere y bendice el matrimonio, para la felicidad de los esposos y de los hijos, y el bien de la entera comunidad humana. Es una vocación divina y, como tal, exige discernimiento, preparación, y una voluntad decidida de buscar el bien del otro y de la familia, de perseverar un día y otro en el amor mutuo. Todo con la ayuda de la gracia divina, para superar las dificultades del camino. Podríamos decir que Jesús “sufre” con cada infidelidad y ruptura: “El Señor es testigo entre ti y la esposa de tu juventud (...), siendo ella tu compañera, la esposa comprometida por tu alianza. ¿Es que no hizo una sola cosa de carne y espíritu? Y ¿qué busca esta unidad? Una posteridad concedida por Dios (Malaquías 2,14-16).
El Matrimonio, sacramento de la mutua santificación de los esposos
Cada uno de los sacramentos hace que la santidad de Cristo llegue hasta la humanidad del hombre; es decir, penetra el hombre —el cuerpo y el alma, la feminidad y la masculinidad— con la fuerza de la santidad. (Nada más contrario a una doctrina sacramental auténtica que una concepción maniquea o dualista del cuerpo y del hombre). En el Matrimonio la santificación sacramental alcanza a la humanidad del hombre y de la mujer, precisamente en cuanto esposos, como marido y mujer.
El sacramento —en cuanto tal— es una acción transitoria, que pasa; tiene lugar en un momento determinado, cuando los que se casan, celebran el sacramento por medio del mutuo consentimiento matrimonial (el matrimonio in fieri). Pero hace posible que la alianza iniciada entonces pueda verificarse a lo largo de toda la vida, precisamente en cuanto realidad sagrada y sacramental, porque por el sacramento está insertada en la alianza de Cristo con la Iglesia. Efecto del sacramento es que la vida conyugal —la relación interpersonal propia de marido y mujer, de la que es inseparable la disposición a la paternidad y a la maternidad— esté elevada a una dimensión de santidad real y objetiva. La corporalidad —el lenguaje de la corporalidad— está en la base y raíz de la vocación matrimonial a la santidad, como el ámbito y la materia de su santificación: «Todos los cristianos —enseña en este sentido el Concilio Vaticano II— en cualquier condición de vida, de oficio o circunstancias, y precisamente por medio de todo eso se podrán santificar día a día con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, incluso en una servidumbre temporal, la caridad con que Dios amó al mundo»[23].
El matrimonio es fuente y medio original de la santificación de los esposos. Pero lo es —sobre ello interesa llamar la atención ahora— «como sacramento de la mutua santificación»[24]. Lo que quiere decir fundamentalmente que: a) el sacramento del matrimonio concede a cada cónyuge la capacidad necesaria para llevar a su plenitud existencial la vocación a la santidad que ha recibido en el bautismo; y b) a la esencia de esa capacitación pertenece ser, al mismo tiempo e inseparablemente, instrumento y mediador de la santificación del otro cónyuge y de toda la familia. En la tarea de la propia y personal santificación —la santificación se resuelve siempre y en última instancia en el diálogo de la libertad personal y la gracia de Dios— el marido y la mujer han de tener siempre presente su condición de esposos y, por eso, al otro cónyuge y a la familia[25].
La Revelación se sirve de las analogías "marido-mujer" y "cuerpo-cabeza" para expresar el misterio y la naturaleza de la unión de Cristo con la Iglesia. Y estas mismas analogías, por ser signo e imagen de la realidad representada, sirven a su vez, para revelar e iluminar la verdad sobre el matrimonio[26] y también la mutua función santificadora de los cónyuges. «En virtud del pacto de amor conyugal el hombre y la mujer no son ya dos, sino una sola carne (Mt 19,6; cfr. Gn 2,24)[27]. A partir de ese momento, permaneciendo los dos como personas singulares —cada uno de los esposos es en sí una naturaleza completa, individualmente distinta— son en lo conyugal, en cuanto masculinidad y feminidad —modalidad a la que es inherente la condición personal— una única unidad. Ha surgido entre ellos el vínculo conyugal por el que constituyen en lo conyugal una unidad de tal naturaleza que el marido pasa a pertenecer a la mujer, en cuanto esposo, y la mujer al marido, en cuanto esposa. Hasta tal punto que cada uno debe amar al otro cónyuge no sólo como a sí mismo —como a los demás hombres— sino con el amor de sí mismo. Un deber que, por ser derivación y manifestación de la "unidad en la carne", convertida a su vez por el sacramento en «imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo Místico del Señor Jesús»[28], abarca todos los niveles —cuerpo, espíritu, afectividad...— y ha de desarrollarse más y mas cada día. En la tarea de reflejar la unión entre Cristo y la Iglesia, de la que participan, los esposos —es obvio— siempre pueden crecer más.
Las mutuas relaciones entre los esposos reflejan la verdad esencial del matrimonio —y consiguientemente los esposos viven su matrimonio de acuerdo con su vocación cristiana— tan sólo si brotan de la común relación con Cristo y adoptan la modalidad del amor nupcial con el que Cristo se donó y ama a la Iglesia. La peculiaridad de su participación en el misterio del amor de Cristo es la razón de que la manera de relacionarse los esposos sea —objetiva y realmente— materia y motivo de santidad; y también, de que la reciprocidad sea componente esencial de esas relaciones[29]. Por el Matrimonio los casados se convierten «como en un sólo sujeto tanto en todo el matrimonio como en la unión en virtud de la cual vienen a ser una sola carne»[30]. Es claro que —como se decía antes— los esposos, después de la unión matrimonial, siguen permaneciendo como sujetos distintos: el cuerpo de la mujer no es el cuerpo del marido, ni el del marido es el de la mujer. Sin embargo ha surgido entre ellos una relación de tal naturaleza que la mujer en tanto vive la condición de esposa en cuanto está unida a su marido y viceversa. De la misma manera que la Iglesia sólo es ella misma en virtud de su unión con Cristo.
Ahora bien, «el amor de Cristo a la Iglesia tiene como finalidad esencialmente su santificación: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella... para santificarla" (Ef 5, 25-26)»[31]. Por eso, dado que el sacramento del matrimonio hace partícipes a los esposos de ese mismo amor de Cristo y los convierte realmente en sus signos y testigos permanentes, el amor y relaciones mutuas de los esposos son en sí santos y santificadores; pero únicamente lo son —desde el punto de vista objetivo— si expresan y reflejan el carácter y condición nupcial. Si esta condición faltara tampoco llevaría a la santidad, porque ni siquiera se podría hablar de amor conyugal auténtico. La santificación del otro cónyuge —el cuidado por su santificación— desde la rectitud y fidelidad a la verdad del matrimonio, es, por tanto, una exigencia interior del mismo amor matrimonial y, consiguientemente, forma parte de la propia y personal santificación.
La tarea de los esposos —en la que se cifra su santificación— consiste en advertir el carácter sagrado y santo de su alianza conyugal —participación del amor esponsal de Cristo por la Iglesia— y modelar el existir de sus vidas sobre la base y como una prolongación de esa realidad participada. Algo que tan sólo es dado hacer con el ejercicio de las virtudes sobrenaturales y humanas, en un contexto de amor a la Cruz, condición indispensable para el seguimiento de Cristo. La alianza conyugal, en sí misma santa, es entonces santificada subjetivamente por los esposos a la vez que es fuente de su propia santificación. De esta manera, además, sirve para santificar a los demás, porque —entre otras cosas— gracias al testimonio visible de su fidelidad, se convierten ante los otros matrimonios y los demás hombres en signos vivos y visibles del valor santificante y profundamente liberador del matrimonio. El matrimonio es el sacramento que llama de modo explícito a un hombre y una mujer determinados a dar testimonio abierto del amor nupcial y procreador.
Podemos imaginar el hogar de Nazaret: allí, Jesús niño y adolescente, fue testigo del amor delicado de María y José. En su perfecta humanidad, “crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lucas 2,52), bajo el amparo del ejemplo de sus padres.