"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

14 de agosto de 2023

ORACIÓN PERSEVERANTE




Evangelio (Mt 17, 22-27)

Cuando estaban en Galilea les dijo Jesús:

—El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, pero al tercer día resucitará.

Y se pusieron muy tristes.

Al llegar a Cafarnaún, se acercaron a Pedro los recaudadores del tributo y le dijeron:

—¿No va a pagar vuestro Maestro el tributo?

—Sí —respondió.

Al entrar en la casa se anticipó Jesús y le dijo:

—¿Qué te parece, Simón? ¿De quiénes reciben tributo o censo los reyes de la tierra: de sus hijos o de los extraños?

Al responderle que de los extraños, le dijo Jesús:

—Luego los hijos están exentos; pero para no escandalizarlos, vete al mar, echa el anzuelo y el primer pez que pique sujétalo, ábrele la boca y encontrarás un estáter; lo tomas y lo das por mí y por ti.


PARA TU RATO DE ORACION 


JAIRO es un hombre importante en la ciudad. La gente le tiene respeto y cariño. Hoy, sin embargo, es quizá el día más triste de su vida: acaba de ver morir a su hija. Ella padecía desde hace algún tiempo una enfermedad que, pese a todos los tratamientos aplicados, no había podido sanar. El desenlace, para muchos, era más que previsible. Mientras llega la gente a su casa para dar el último adiós a la pequeña, Jairo se da cuenta de que todavía no está todo perdido. Ha oído hablar de un hombre que realiza milagros: seguramente él puede hacer algo. Así pues, con decisión, sale en su busca. Al dar con él, se postra y, con tono suplicante, le dice: «Mi hija se acaba de morir, pero ven, pon la mano sobre ella y vivirá» (Mt 9,18).

Hay un abismo de pena y otro de esperanza en la frase breve y contundente de aquel magistrado. La tremenda noticia inicial –«mi hija acaba de morir»– va seguida de un ruego que, en realidad, parece casi un mandato: «Ven, pon la mano sobre ella». Se trata de una súplica apremiante que nace de la fe, de la confianza en la omnipotencia de Jesús. Por eso cierra su petición con una certeza: «Y vivirá». Estos tres acordes de la oración de Jairo pueden ser también un modelo para la nuestra. Aquel hombre desafió el sentido común cuando interpeló al Señor, y lo hizo porque estaba convencido de que el milagro era posible.

«Todas las cosas tienen su tiempo –comentaba en una ocasión san Josemaría–. El Señor conoce perfectamente nuestras necesidades, pero quiere que le pidamos con aquella insistencia de los personajes del Evangelio»[1]. Jesús se debió de emocionar al oír esa súplica llena de fe de Jairo. Por eso se levantó y, junto a sus discípulos, se dirigió a la casa de aquel hombre. No sabemos bien hasta qué punto el Señor es sensible ante nuestros problemas y ante las peticiones que le presentamos; sí podemos tener la certeza de que los conoce mejor que nosotros mismos. Sin embargo, ha querido dejarnos participar de sus obras mediante nuestra oración de petición, además de que pedir a Dios aumenta nuestra fe, nos introduce poco a poco en el misterio de la voluntad divina.

MIENTRAS Jesús se dirigía a la casa de Jairo, se acercó discretamente una mujer enferma. San Mateo precisa que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. En ese tiempo, ella también ha empleado todo su dinero para encontrar una cura, sin resultado alguno. Al contemplar la escena, parece razonable pensar que haya acudido muchas veces a Dios, pidiendo una solución. En esta ocasión, intuyó que Jesús podía concederle aquello que tanto deseaba y, «acercándose por detrás, tocó el borde de su manto, porque se decía a sí misma: “Con solo tocar su manto me curaré”» (Mt 9,20-21).

El Señor, al notar la fuerza que había salido de él, «se volvió y mirándola le dijo: “Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado”» (Mt 9,22). Aquella mujer, al contrario de Jairo, no se había atrevido a presentar su petición. Quizá la enfermedad que sufría le provocaba vergüenza, y no se sentía con fuerzas para explicar ante todos los allí presentes el mal que padecía. En cambio, realizó un gesto que, humanamente, no parecía tener mucho sentido, pero que manifestaba una fe audaz: tocar el manto de Jesús. Y lo que todos los tratamientos de la época no habían podido resolver, lo hizo un atrevido y discreto acto de fe.

«De esto comprendemos que en el camino del Señor están admitidos todos: ninguno debe sentirse un intruso o uno que no tiene derecho. Para tener acceso a su corazón, al corazón de Jesús, hay un solo requisito: sentirse necesitado de curación y confiarse a él»[2]. ¿Cuáles son mis enfermedades interiores, aquellas que, como la hemorroísa, quizá no me atrevo siquiera a pensar o a exteriorizar? ¿Creo que Dios tiene la fuerza suficiente para curarme, si es que eso es lo mejor para mí? La hija de Jairo y esta mujer son una muestra más de que el Señor no ha venido para los justos, sino para los pecadores (cfr. Lc 5,32).

CUANDO Jesús llegó a la casa de Jairo, «vio a los músicos fúnebres y a la gente alterada». Dirigiéndose a todos los presentes, les dijo: «Retiraos; la niña no ha muerto, sino que duerme». El evangelista recoge cuál fue la reacción de la muchedumbre: «Se reían de él» (Mt 9,23-24). Probablemente Jairo se habrá sentido desanimado al escuchar aquellas carcajadas. En su interior quizá en un primer momento pensaría que, efectivamente, la situación no tenía mucho sentido: su hija había muerto y no había nada que hacer. Pero rápidamente volvería a renovar su fe y a perseverar en su petición. Decidió secundar las palabras del Maestro: echó de allí a todos los invitados, hizo entrar a Jesús en la habitación de su hija y él, tomándola de la mano, obró el milagro: «La niña se levantó» (Mt 9,25).

En ocasiones, cuando hacemos una petición al Señor, podemos experimentar, como Jairo, momentos de desesperanza. Vemos que nuestra súplica no tiene frutos inmediatos y que, incluso, otras personas no se toman en serio nuestra fe. Pero Dios cuenta muchas veces con la perseverante confianza en nuestros ruegos porque sabe mejor que nosotros cuánto nos fortalece ese empeño, cómo se purifica nuestro corazón en esa esperanza. De hecho, muchas veces ese será el verdadero milagro, quizá menos vistoso pero más profundo. De ahí que una característica de la oración sea la tenacidad. «Dios es más paciente que nosotros, y quien llama con fe y perseverancia a la puerta de su corazón no queda decepcionado. Dios siempre responde. Siempre. Nuestro Padre sabe bien qué necesitamos; la insistencia no sirve para informarle o convencerle, sino para alimentar en nosotros el deseo y la espera»[3].

Tanto Jairo como la mujer enferma nos muestran el camino hacia el corazón del Señor: una insistente y humilde oración de petición. El hombre lo hace de forma explícita y clara; la mujer, de un modo discreto pero atrevido. Los dos conquistan a Jesús con el reconocimiento de su necesidad, su audacia y su fe. La Virgen María nos podrá ayudar a presentar así nuestras súplicas a su Hijo.