Evangelio (Lc 5,1-11)
Estaba Jesús junto al lago de Genesaret y la multitud se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que estaban a la orilla del lago; los pescadores habían bajado de ellas y estaban lavando las redes. Entonces, subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que la apartase un poco de tierra. Y, sentado, enseñaba a la multitud desde la barca.
Cuando terminó de hablar, le dijo a Simón:
—Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca.
Simón le contestó:
—Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada; pero sobre tu palabra echaré las redes.
Lo hicieron y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que vinieran y les ayudasen. Vinieron, y llenaron las dos barcas, de modo que casi se hundían. Cuando lo vio Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo:
—Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.
Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos estaban con él, por la gran cantidad de peces que habían pescado. Lo mismo sucedía a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús le dijo a Simón:
—No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás.
Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.
PARA TU RATO DE ORACION
Al comparar el reino de Dios con un tesoro por el que uno lo vende todo, Jesús desmarca el cristianismo de valores como la seguridad o la estabilidad, para centrarlo en el riesgo, la misión, la aventura de mejorar el mundo.
En una de sus Cartas, san Josemaría hace un diagnóstico que mantiene hoy toda su actualidad: «Es frecuente —escribe—, aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos»[1]. Enseguida aclara que habitualmente «no se trata de egoísmo: es sencillamente falta de formación, porque nadie les ha dicho nunca claramente que la virtud de la piedad —parte de la virtud cardinal de la justicia— y el sentido de la solidaridad cristiana se concretan también en este estar presentes, en este conocer y contribuir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad»[2].
¿Un cristianismo individualista?
Estas carencias en la formación de la conciencia cristiana no se deben solo a problemas en la catequesis o educación religiosa, sino que son también el resultado de las transformaciones mentales y sociales que llegaron con la época moderna. Serían, en buena medida, consecuencia de una nueva cultura que las personas han ido adquiriendo por ósmosis, desde su nacimiento.
Así lo explica Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi cuando se pregunta cómo surgió en la modernidad la idea de que «el mensaje de Jesús es estrictamente individualista y dirigido solo al individuo»[3]; o, también, cómo «se ha llegado a interpretar la “salvación del alma” como huida de la responsabilidad respecto a las cosas en su conjunto y, por consiguiente, a considerar el programa del cristianismo como búsqueda egoísta de la salvación»[4]. Ambas ideas, explica, serían resultado de una secularización de la noción cristiana de esperanza. Lo que sucedió es que en la época moderna las grandes posibilidades abiertas por el progreso científico y las nuevas formas de organización social llevaron a pensar que el ser humano podía restablecer, exclusivamente por sus propios medios, el «paraíso perdido». De este modo, la redención del mundo pasó a ser algo que ya no se esperaba «de la fe, sino de la correlación apenas descubierta entre ciencia y praxis»[5]: la ciencia y las estructuras políticas iban a traernos el cielo que la religión solo parecía capaz de prometer para la otra vida.
En este proceso secularizador, la religión no desaparece, pero se privatiza; es decir, queda recluida al ámbito de la vida individual. En el ámbito público y social, Dios ya no parece necesario para afrontar los retos humanos. Además, con el paso del tiempo, se llega a afirmar que la restricción de la religión a la vida privada asegurará la paz en sociedades con ciudadanos que profesan distintas religiones o que son ateos. Esta forma de entender el lugar de la religión en la vida social ha sido también interiorizada con frecuencia por los propios creyentes, hasta el punto de llevarlos a adoptar actitudes que se han convertido en el blanco de una de las críticas más habituales hacia la religión en los tiempos modernos. Según esa crítica, la esperanza cristiana consistiría en un «puro individualismo, que habría abandonado el mundo a su miseria y se habría amparado en una salvación eterna exclusivamente privada»[6]. Se reprocha a los cristianos que lo que de verdad les importa no es esta vida, sino asegurarse un puesto en la futura.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad del evangelio, que nos hace prójimos de cualquier hombre necesitado (cfr. Lc 10,36-37). Nuestra fe «siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra»[7]. San Josemaría lo decía con fuerza: un cristiano debe volcarse «para que haya cada día menos pobres, menos ignorantes, menos almas sin fe, menos desesperados, menos guerras, menos inseguridad, más caridad y más paz»[8]. Al mismo tiempo, como ha recordado el Papa Francisco, la Iglesia no es una ONG, y tiene que estar en guardia para evitar las diversas formas de mundanización[9], poniendo siempre en el centro de su actividad —también la social— a Cristo.
La llamada a contribuir al desarrollo del reino de Dios necesita así armonizar dos principios: por un lado, la conciencia de que este reino es un don[10], y no algo que podamos lograr por nuestras solas fuerzas; por otro, la convicción de que a Dios no le resulta indiferente nuestro afán por hacerle cada vez más espacio en nuestra vida. Está realmente en nuestra mano ayudar a «abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien. (…) Podemos liberar nuestra vida y el mundo de las
intoxicaciones y contaminaciones que podrían destruir el presente y el futuro»[11]. Además, aunque «en apariencia no tengamos éxito o nos veamos impotentes ante la superioridad de fuerzas hostiles»[12], la virtud de la esperanza nos permite experimentar que es Dios quien, en último término, guía la Historia.
Las crisis mundiales
Desde los comienzos del Opus Dei, san Josemaría invitaba a quienes se le acercaban a dedicar la propia vida a trabajar para el reino de Dios, con aquel lema ardiente: Regnare Christum volumus! Precisamente en una homilía sobre la esperanza cristiana dejó escrito: «No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad definitiva. (…) Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas. (…) Esta ha sido mi predicación constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad; llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva»[13].
Para conseguirlo, es decisivo que Cristo reine en el corazón de cada persona, puesto que el reino de Dios no se reduce a una forma concreta de organización social, ni es el resultado de un conjunto de estructuras humanas[14]. Para que los cristianos sean sal y levadura en la sociedad civil, lo primero es que cultiven su relación con Dios. «El reinado de Cristo se ha de establecer ante todo en los corazones (…), pero no para que cada uno dé gloria a Dios independientemente de los demás, sino en comunión con ellos en la Iglesia (…) y en la misma sociedad civil, donde los cristianos están llamados a ser sal y levadura (…). Cristo solo reina plenamente en el corazón de quien quiere que reine también en la sociedad en la que vive»[15].
Un conocido punto de Camino expresa esta convicción de modo lapidario: «Un secreto. —Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado de hombres “suyos” en cada actividad humana. —Después... “pax Christi in regno Christi” —la paz de Cristo en el reino de Cristo»[16]. Parece claro que san Josemaría no concebía la vida cristiana como algo meramente intimista, sino como un impulso que abarca todas las dimensiones humanas, incluidas las sociales[17]. En otro lugar escribe: «Ésta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social»[18]. Respetando la libertad de los demás, los cristianos están llamados a llevar la luz del evangelio a cada rincón.
El núcleo del mensaje del Opus Dei, la búsqueda de Dios en el trabajo y en la vida ordinaria, asume que el mundo es un lugar de encuentro con Dios. Lo recuerda el Concilio Vaticano II al enseñar que los cristianos estamos llamados a redimir las estructuras temporales desde dentro, por medio del trabajo profesional y colaborando con los demás ciudadanos[19]. En la raíz de esta enseñanza se encuentra la verdad de la creación: «Si el mundo y todo lo que en él hay —menos el pecado— es bueno, porque es obra de Dios Nuestro Señor, el cristiano, luchando continuamente por evitar las ofensas a Dios —una lucha positiva de amor—, ha de dedicarse a todo lo terreno, codo a codo con los demás ciudadanos; debe defender todos los bienes derivados de la dignidad de la persona. Y existe un bien que deberá siempre buscar especialmente: el de la libertad personal»[20].
Al hablar del trabajo como lugar de encuentro con Dios, san Josemaría solía precisar que se trata de «santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo»[21]. El trabajo configura y transforma tanto a la persona que lo realiza como la realidad sobre la que actúa, es decir, el mundo[22]. En este sentido, podría decirse que la santificación del trabajo es, a la vez, camino para que la persona se acerque a Dios y para redimir las estructuras temporales: colaborar en ese movimiento por el que el Señor atrae hacia sí a todos (cfr. Jn 12,32).
El riesgo del cristianismo burgués, o la pérdida del sentido de misión
«¡No te me aburgueses!», solía decir san Josemaría[23], para advertir de un riesgo que existe en la vida espiritual: el de acabar por evitar todo lo que requiera esfuerzo, ignorando la exigencia que atraviesa de arriba abajo el Evangelio. Estas líneas de Surco retratan, con un punto de ironía, ese cristianismo aburguesado: «Ideológicamente eres muy católico. El ambiente de la Residencia te gusta... ¡Lástima que la Misa no sea a las doce, y las clases por la tarde, para estudiar después de cenar, saboreando una o dos copas de coñac! —Ese ‘catolicismo’ tuyo no responde a la verdad, se queda en simple aburguesamiento»[24].
Es importante tener en cuenta que también se puede hablar de cristianismo burgués en otro sentido, complementario de este primero. Se trata de una concepción de la vida religiosa en la que ha quedado oscurecido u olvidado el fuerte sentido de misión del mensaje evangélico. En este planteamiento, la vida espiritual tiende a reducirse al cumplimiento personal de normas morales y de una serie de prácticas de piedad. Parece olvidarse aquella petición del Padrenuestro —«venga a nosotros tu reino»— que lleva a los creyentes a transformar el mundo con su trabajo y con su oración. Por usar las palabras de san Josemaría, la llamada a «santificar a los demás con el trabajo» se vería reducida en el mejor de los casos a un apostolado individual, sin el horizonte de transformar el mundo; o quedaría escondida detrás de las anteriores —«santificar el trabajo y santificarse con el trabajo»—, que a su vez perderían casi toda su razón de ser.
El cristianismo burgués, en este segundo sentido, sería una de las manifestaciones de la concepción individualista de la religión ante la que alertaba Benedicto XVI. De nuevo, no estaríamos tanto ante el fruto de una elección individual como ante el resultado de una concepción de la vida que ha ido configurando casi imperceptiblemente la mentalidad de las personas, a través de la cultura y la educación. De hecho, aunque la noción de burgués se refiere a un estatus social (personas de clase acomodada, que no han sufrido grandes carencias en su vida ni han tenido que realizar particulares esfuerzos para conseguir lo que deseaban), al hablar aquí de cristianismo burgués no se quiere decir que sea algo propio de ese grupo social. Se trata, en realidad, de una mentalidad que puede encontrarse en personas que pertenecen a distintas clases sociales, según la cual el valor supremo que se debe perseguir en la vida es la estabilidad. En sus escritos, san Josemaría urge a salir al paso de esta concepción: «Tienes obligación de llegarte a los que te rodean, de sacudirles de su modorra, de abrir horizontes diferentes y amplios a su existencia aburguesada y egoísta, de complicarles santamente la vida, de hacer que se olviden de sí mismos y que comprendan los problemas de los demás»[25].
Desde un punto de vista religioso, la mentalidad burguesa resulta problemática, porque tiende a apagar el sentido de misión. El cristiano burgués busca ante todo la moderación y la seguridad. En cambio, quien descubre que tiene una misión, algo importante que hacer en la vida, está dispuesto a arriesgar y a embarcarse en aventuras de final incierto. El Evangelio es muy ilustrativo a este respecto. Por ejemplo, al mostrarnos cómo Pedro, Santiago y Juan, «dejándolo todo, lo siguieron» (Lc 5,11); al comparar el reino de Dios a un tesoro escondido, por el que uno está dispuesto a venderlo todo (Mt 13,44); o al recoger las palabras de Jesús al escriba que dice estar dispuesto a seguirle adonde vaya: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20).
Ciertamente, las personas siempre necesitamos un mínimo de seguridad, y muy especialmente en épocas tan inciertas como la actual. El problema está en convertir la seguridad o la estabilidad en los valores dominantes, la meta a la que se aspira en la vida. Quien adopta esa mentalidad difícilmente siente la necesidad de mejorar las cosas y tiende a conformarse con lo que hay, porque no desea complicarse la vida. Por el contrario, el sentido de misión que forma parte del ADN del cristianismo lleva a vivir la vida como una aventura, pensando cuál será el mejor modo de servir a Dios y a los demás con la propia profesión.
No por conocido resulta menos elocuente a este respecto el encuentro de Jesús con el joven rico. Este joven sería el prototipo del cristiano burgués: alguien que cumple los mandamientos, que tiene buena voluntad e incluso nobles deseos, pero que no es capaz de arriesgar para seguir la llamada de Jesús. El obstáculo son las riquezas, que se pueden entender tanto en el sentido literal de bienes materiales como en el sentido de la posición social o de las seguridades alcanzadas. Cuando Jesús le dice: «Una cosa te falta. Anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres; luego, ven y sígueme» (Mc 10,21) lo está invitando a abandonar sus seguridades y a confiar plenamente en Él.
El cristiano es «esencialmente social»
La escena del joven rico pone de manifiesto que uno de los principales problemas del cristianismo burgués es que reduce el cristianismo a la moral. Aunque el Evangelio se expresa en una moral y tiene consecuencias prácticas, no es ese el núcleo de la vida cristiana. La esencia del cristianismo no consiste en ser «buena persona» sino en encontrarse e identificarse con una persona, Jesucristo: el único que es verdaderamente bueno (cfr. Mc 10,18). Lo que movió a Pedro, Santiago y Juan a dejarlo todo no fue un ideal ético, sino la fascinación que les produjo descubrir al Mesías.
Se podría decir que en el cristianismo burgués la vida religiosa es algo aburrido y previsible: unas prácticas de piedad, unos sacramentos, la necesidad de luchar y la confesión como una «tintorería» para quitar las manchas[26]. En cambio, la religiosidad genuina siempre va acompañada de la sorpresa, de las sucesivas conversiones y del descubrimiento de nuevos Mediterráneos, que habitualmente no son fruto de experiencias extraordinarias, sino de la perseverancia en la relación con Dios[27].
El cristianismo burgués puede llevar también a una distorsión del Evangelio ante la que previene Benedicto XVI en Spe Salvi: pensar que lo único importante es que yo me salve[28]. Ciertamente, el Juicio de Dios será personal y no se nos puede pedir responsabilidad por las decisiones que otro haya tomado libremente. Sin embargo, la vida cristiana no conduce a una perfección “egoísta”, que nos encierre en nosotros mismos, sino que pone el centro de la vida fuera del yo: en la entrega, el servicio, la renuncia, el seguimiento. Una persona no se salva sola, en el sentido de ella con independencia de los demás. Por eso, en el Juicio personal se nos preguntará de qué modo hemos contribuido a llevar el mundo hacia Dios, implicándonos en las vidas de quienes caminan a nuestro lado (cfr. Mt 25, 31-46). Necesitamos preguntarnos, pues, de qué modo nos preocupamos del bien de nuestros prójimos: cómo los acompañamos, los consolamos, los alentamos.
En la Carta citada al comienzo, san Josemaría afirma que «un cristiano no puede ser individualista, no puede desentenderse de los demás, no puede vivir egoístamente, de espaldas al mundo: es esencialmente social, miembro responsable del Cuerpo Místico de Cristo. (…) Nuestra labor apostólica contribuirá a la paz, a la colaboración de los hombres entre sí, a la justicia, a evitar la guerra, a evitar el aislamiento, a evitar el egoísmo nacional y los egoísmos personales: porque todos se darán cuenta de que forman parte de la gran familia humana, que está dirigida por voluntad de Dios a la perfección. Así contribuiremos a quitar esta angustia, este temor por un futuro de rencores fratricidas, y a confirmar en las almas y en la sociedad la paz y la concordia: la tolerancia, la comprensión (…), el amor»[29].
En esas mismas páginas, san Josemaría comparte uno de sus grandes deseos: «Querría que, en el catecismo de la doctrina cristiana para los niños, se enseñara claramente cuáles son estos puntos firmes, en los que no se puede ceder, al actuar de un modo u otro en la vida pública; y que se afirmara, al mismo tiempo, el deber de actuar, de no abstenerse, de prestar la propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común»[30].
Esos son de hecho los cauces por los que discurre la enseñanza social de la Iglesia, saliendo al paso de una concepción de la vida cristiana que se centra en los deberes religiosos y familiares, pero olvida los deberes cívicos[31]. La vida espiritual no es algo «intimista», ni la llamada a hacer realidad el reino de Dios se puede identificar solo con el afán apostólico personal. Es preciso tener, además, el deseo de mejorar el mundo por medio del propio trabajo, ya sea en el ámbito público o en el hogar. Y eso requiere concebir la propia profesión como un servicio, es decir, como un medio de servir a Dios y a los demás. «Necesitamos que el Señor nos agrande el corazón, que nos dé un corazón a su medida, para que entren en él todas las necesidades, los dolores, los sufrimientos de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, especialmente de los más débiles»[32].
El hecho de que algunas legislaciones y modos de vivir se hayan alejado del mensaje evangélico debería llevarnos a pensar qué más podemos hacer los cristianos. Y, también, qué podríamos haber hecho mejor: por qué quizá en ocasiones hemos dejado de ser levadura, sal, luz. En la medida en que —como señala san Josemaría— esto no se deba al egoísmo o a la mala voluntad, sino a carencias en la formación[33], cabe preguntarse: ¿qué es lo que puede estar faltando en la transmisión de la fe? Allí donde se haya extendido el cristianismo burgués, convendrá despertar de nuevo el sentido de misión, para ponerse al servicio de ese reino de Dios que está ya entre nosotros[34].