"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

4 de septiembre de 2023

LA GRACIA TRANSFORMADORA




 Evangelio (Lc 4, 16-30)


Llegó a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró en la sinagoga el sábado y se levantó para leer. Entonces le entregaron el libro del profeta Isaías y, abriendo el libro, encontró el lugar donde estaba escrito:


El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos y para promulgar el año de gracia del Señor.


Y enrollando el libro se lo devolvió al ministro y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Y comenzó a decirles:


Hoy se ha cumplido esta escritura que acabáis de oír.


Todos daban testimonio en favor de él y se maravillaban de las palabras de gracia que procedían de su boca, y decían:


— ¿No es éste el hijo de José?


Entonces les dijo:


— Sin duda me aplicaréis aquel proverbio: «“Médico, cúrate a ti mismo”. Cuanto hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí en tu tierra».


Y añadió:


— En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Os digo de verdad que muchas viudas había en Israel en tiempos de Elías, cuando durante tres años y seis meses se cerró el cielo y hubo gran hambre por toda la tierra; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda en Sarepta de Sidón. Muchos leprosos había también en Israel en tiempo del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado, más que Naamán el Sirio.


Al oír estas cosas, todos en la sinagoga se llenaron de ira y se levantaron, le echaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el que estaba edificada su ciudad para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó.


PARA TU RATO DE ORACION 


Durante siglos, Israel ha esperado al Mesías que libraría al pueblo de sus aflicciones.


Y ahora, en la sinagoga de Nazaret, ese hombre al que todos conocen, Jesús, el hijo de José y de María, el artesano, afirma que se ha cumplido esa profecía.


Jesús viene a «evangelizar», a dar la buena noticia de que Dios se ha compadecido de los hombres, una noticia que reciben con alegría los «pobres», es decir, los que no confían en sus propios bienes y méritos, sino en la bondad y misericordia divinas.


Viene a liberarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna, a la que el diablo nos había sometido; a abrir nuestros ojos ciegos para que podamos conocer la verdad; a darnos un corazón limpio, con el que podamos amar a Dios y a los demás.


Viene a promulgar «el año de gracia del Señor», el tiempo de la misericordia y de la redención, que Él inaugura y que durará hasta el fin del mundo.


Los habitantes de Nazaret tienen delante de sus ojos al salvador anunciado y esperado durante tanto tiempo, pero no se lo acaban de creer. Exigen que su conciudadano confirme sus palabras realizando algún prodigio maravilloso, como hizo en otros pueblos cercanos, pero Jesús no accede a su pretensión.


Entonces, se llenan de ira, se levantan, lo echan fuera, e intentan despeñarlo.


Hoy somos nosotros los que recibimos esta gran noticia: Dios nos quiere tanto, que ha enviado a su Hijo Unigénito para redimirnos, para salvarnos del pecado. Nos ha dado la posibilidad de ser hijos de Dios por la gracia. Nos ha abierto las puertas del cielo.


Quizá hemos escuchado muchas veces este anuncio, y pensamos que, si viéramos algún milagro, algún signo extraordinario, nos tomaríamos más en serio la buena noticia, «el evangelio», y convertiríamos nuestra vida en acción de gracias a Dios, en servicio al prójimo, y daríamos a conocer a otros, al mundo entero, la fe cristiana, el secreto de la felicidad en el cielo y en la tierra.


El Espíritu Santo que ungió a Jesús desea darnos el fuego de su amor. No necesitamos un nuevo milagro. Nos basta abrir nuestro corazón con humildad para que Él nos transforme con su gracia.


¿Por qué reacciono de ese modo? ¿Por qué soy así? ¿Podré cambiar? Son algunas de las preguntas que alguna vez pueden asaltarnos. A veces, nos las planteamos respecto a los demás: ¿por qué tiene ese modo de ser?... Vamos a profundizar sobre estas cuestiones, mirando a nuestra meta: parecernos cada vez más a Jesucristo, dejándolo obrar en nuestra existencia.


Este proceso abarca todas las dimensiones de la persona, que al divinizarse conserva los rasgos de lo auténticamente humano, elevándolos según la vocación cristiana. Y es que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre: perfectus Deus, perfectus homo. En Él contemplamos la figura realizada del ser humano, pues «Cristo Redentor (...) revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es ‒si se puede hablar así‒ la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad»[1].


La nueva vida que hemos recibido en el Bautismo está llamada a crecer hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo[2].


Si bien lo divino, lo sobrenatural, es el elemento decisivo en la santidad personal, lo que une y armoniza todas las facetas del hombre, no podemos olvidar que esto incluye, como algo intrínseco y necesario, lo humano: Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere -insisto- muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es "perfectus Deus, perfectus homo"[3].


La tarea de formar el carácter


La acción de la gracia en las almas va de la mano con un crecimiento en la madurez humana, en la perfección del carácter. Por eso, al mismo tiempo que cultiva las virtudes sobrenaturales, un cristiano que busca la santidad procurará alcanzar los hábitos, modos de hacer y de pensar que caracterizan a alguien como maduro y equilibrado. Se moverá no por un simple afán de perfección, sino para reflejar la vida de Cristo; por eso, san Josemaría anima a examinarse: —Hijo: ¿dónde está el Cristo que las almas buscan en ti?: ¿en tu soberbia?, ¿en tus deseos de imponerte a los otros?, ¿en esas pequeñeces de carácter en las que no te quieres vencer?, ¿en esa tozudez?... ¿Está ahí Cristo? —¡¡No!! La respuesta nos da una clave para emprender esta tarea: —De acuerdo: debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo[4]


En la propia personalidad influye tanto lo que se hereda y se manifiesta desde el nacimiento, que suele llamarse temperamento, como aquellos aspectos que se han adquirido por la educación, las decisiones personales, el trato con los demás y con Dios, y otros muchos factores, que incluso pueden ser inconscientes.


De este modo, existen distintos tipos de personalidades o caracteres ‒extrovertidos o tímidos, fogosos o reservados, despreocupados o aprensivos, etc.‒, que se expresan en el modo de trabajar, de relacionarse con los demás, de considerar los acontecimientos diarios.



Estos elementos influyen en la vida moral, al facilitar el desarrollo de ciertas virtudes o, si falta el empeño por moldearlos, la aparición de defectos: por ejemplo, una personalidad emprendedora puede ayudar a cultivar la laboriosidad, con tal de que al mismo tiempo se viva una disciplina que evitará el defecto de la inconstancia y del activismo.


Dios cuenta con nuestra personalidad para llevarnos por caminos de santidad. El modo de ser de cada uno es como una tierra fértil que se ha de cultivar: basta quitar con paciencia y alegría las piedras y malas hierbas que impiden la acción de la gracia, y comenzará a dar fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta[5]


Cada quien puede hacer rendir los talentos que ha recibido de las manos de Dios, si se deja transformar por la acción del Espíritu Santo, forjando una personalidad que refleje el rostro de Cristo, sin que esto quite para nada los propios acentos, pues variados son los santos del cielo, que cada uno tiene sus notas personales especialísimas[6].


Si bien hemos de robustecer y pulir la propia personalidad para que se ajuste a un estilo cristiano, no podemos pensar que el ideal sería convertirse en una especie de "superhombre" En realidad, el modelo es siempre Jesucristo, que posee una naturaleza humana igual que la nuestra, pero perfecta en su normalidad y elevada por la gracia.


Desde luego, encontramos un ejemplo excelso también en la Santísima Virgen María: en Ella se da la plenitud de lo humano… y de la normalidad. La proverbial humildad y sencillez de María, quizá sus cualidades más valoradas en toda la tradición cristiana, junto a su cercanía, cariño y ternura por todos sus hijos ‒que son virtudes de una buena madre de familia‒, son la mejor confirmación de ese hecho: la perfección de una criatura ‒ ¡Más que tú sólo Dios![7]‒, tan plenamente humana, tan encantadoramente mujer: ¡la Señora por excelencia!


Madurez humana y sobrenatural


La palabra "madurez" significa primero estar en sazón, a punto, y por extensión hace referencia a la plenitud del ser. Implica también el cumplimiento de la propia tarea. Por eso, su mejor paradigma lo podemos encontrar en la vida del Señor. Contemplarla en los Evangelios y ver cómo Cristo trata a las personas, su fortaleza ante el sufrimiento, la decisión con que acometió la misión recibida del Padre, todo esto nos da el criterio de la madurez.


Al mismo tiempo, nuestra fe incorpora todos los valores nobles que se encuentran en las distintas culturas, y por eso también es útil retomar, purificándolos, los criterios clásicos de madurez humana. Es algo que se ha hecho a lo largo de la historia de la espiritualidad cristiana, en mayor o menor medida, de forma más o menos explícita.


El mundo clásico greco-romano, por ejemplo, que tan sabiamente cristianizaron los Padres de la Iglesia, colocó al centro del ideal de madurez humana especialmente la "sabiduría" y la "prudencia", entendidas con diversos matices. Los filósofos y teólogos cristianos de aquella época enriquecieron esta concepción, señalando la preeminencia de las virtudes teologales, de modo especial la caridad como vínculo de la perfección[8], en palabras de san Pablo, y que da forma a todas las virtudes.


Actualmente, el estudio sobre la madurez humana se ha complementado con las distintas perspectivas que ofrecen las ciencias modernas. Sus conclusiones son útiles en la medida en que parten de una visión del hombre abierta al mensaje cristiano.


Así, algunos suelen distinguir tres campos fundamentales en la madurez: intelectual, emotiva y social. Rasgos significativos de madurez intelectual pueden ser: un adecuado concepto de sí mismo (cercanía entre lo que uno piensa que es y lo que realmente es, en la que influye decisivamente la sinceridad con uno mismo); una filosofía correcta de la vida; establecer personalmente metas y fines claros, pero con horizontes abiertos e ilimitados (en amplitud, profundidad e intensidad); un conjunto armónico de valores; una clara certidumbre ético-moral; un sano realismo ante el mundo propio y ajeno; la capacidad de reflexión y análisis sereno de los problemas; la creatividad y la iniciativa; etc.


Entre los rasgos de madurez emotiva, sin ninguna pretensión de exhaustividad, cabría señalar: el saber reaccionar proporcionalmente ante los sucesos de la vida, sin dejarse abatir por el fracaso ni perder el realismo en el éxito; la capacidad de control flexible y constructivo de sí mismo; el saber amar, ser generosos y donarse a los demás; la seguridad y firmeza en las decisiones y compromisos; la serenidad y capacidad de superación ante los retos y las dificultades; el optimismo, la alegría, la simpatía y el buen humor.



Finalmente, como parte de la madurez social encontramos: el afecto sincero por los demás, el respeto a sus derechos y el deseo de descubrir y aliviar sus necesidades; la comprensión de la diversidad de opiniones, valores o rasgos culturales, sin prejuicios; la capacidad de crítica e independencia frente a la cultura dominante, el entorno y el ambiente, los grupos de presión o las modas; una naturalidad en el comportamiento que lleva a actuar sin convencionalismos; ser capaces de escuchar y comprender; la facilidad para colaborar con otros.


Un camino hacia la madurez


Cabría resumir estos rasgos diciendo que la persona madura es capaz de desarrollar un proyecto elevado, claro y armónico de su vida, y que posee las disposiciones positivas necesarias para realizarlo con facilidad.


En cualquier caso, la madurez viene como un proceso que requiere tiempo, que pasa por distintos momentos y etapas. Suele crecer de una manera gradual, aunque en la historia personal pueda haber sucesos que impulsan a dar grandes saltos: por ejemplo, la venida al mundo del primer hijo para algunos marca un hito, al caer en la cuenta de lo que implica esta nueva responsabilidad; o, después de atravesar serios apuros económicos, una persona puede aprender a reconsiderar cuáles son las cosas verdaderamente importantes en la vida; etc.


En este camino hacia la madurez, la fuerza transformadora de la gracia se hace presente. Basta una mirada de conjunto a las santas y santos más conocidos para detectar en seguida en ellos los ideales elevados, la certidumbre de sus convicciones, la humildad ‒que es el más adecuado concepto de sí mismo‒, su desbordante creatividad e iniciativa, su capacidad de entrega y amor hecha realidad, su contagioso optimismo, su apertura ‒su afán apostólico, en definitiva‒ eficaz y universal.


Un ejemplo claro lo encontramos en la vida de san Josemaría, que ya desde la juventud notaba que la gracia había obrado en él consolidando una personalidad madura. Apreciaba en sí, en medio de las dificultades, una estabilidad de ánimo fuera de lo usual: Creo que el Señor ha puesto en mi alma otra característica: la paz: tener la paz y dar la paz, según veo en personas que trato o dirijo[9]. Se le podían aplicar, con toda justicia, aquellas palabras del salmo: Super senes intellexi quia mandata tua quaesivi[10]: tengo más discernimiento que los ancianos, porque guardo tus mandatos. Lo que no quita que, no pocas veces, la madurez se adquiere con el tiempo, los fracasos y los éxitos, que entran en el horizonte de la Divina Providencia.


Contar con la gracia y el tiempo


Aunque es posible señalar que en cierto momento una persona ha llegado a una etapa de madurez en su vida, la tarea de trabajar sobre el modo de ser de cada uno se proyecta a lo largo de todo nuestro andar terreno.


El autoconocimiento y la aceptación del propio carácter darán paz para no desanimarse en este empeño. Esto no implica ceder al conformismo. Quiere decir, más bien, reconocer que el heroísmo de la santidad no exige poseer ya una personalidad perfecta ni aspirar a un modo de ser idealizado, y que la santidad requiere la lucha paciente de cada día, sabiendo reconocer los errores y pedir perdón.


Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha[11]. El Señor cuenta con el esfuerzo prolongado en el tiempo para pulir el propio modo de ser. Es significativo, por ejemplo, aquello que una persona comentaba a la sierva de Dios Dora del Hoyo hacia el final de su vida: «–Dora: quién te ha visto y quién te ve. ¡Mira que eres otra! Se rió: sabía muy bien de qué hablaba»[12]. Le había hecho ver cómo, con los años, su carácter había alcanzado una ecuanimidad que conseguía moderar las reacciones de genio.


Y es que en esta empresa contamos siempre con la ayuda del Señor y con los cuidados maternos de santa María: «La Virgen hace precisamente esto con nosotros, nos ayuda a crecer humanamente y en la fe, a ser fuertes y a no ceder a la tentación de ser hombres y cristianos de una manera superficial, sino a vivir con responsabilidad, a tender cada vez más hacia lo alto»[13].


En próximos editoriales abordaremos diversos elementos que están implicados en la formación del carácter. Señalaremos ciertos rasgos claves de la madurez cristiana. Contemplaremos el edificio que el Espíritu Santo, con la colaboración activa de cada uno, busca levantar en el interior del alma, y consideraremos las características de los fundamentos, qué hacer para asegurar que la estructura sea firme, cómo remediar la aparición de alguna fisura.


¡Qué desafío tan entusiasmante es forjar una personalidad que refleje claramente la imagen de Jesucristo!