Vinieron a verle su madre y sus hermanos, y no podían acercarse a él a causa de la muchedumbre. Y le avisaron:
— Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte.
Él, en respuesta, les dijo:
— Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen.
PARA TU RATO DE ORACION
LA FAMA de Jesús se ha extendido ya por toda Galilea. Son muchos los que acuden a él. Algunos le traen enfermos, otros le confían un problema o le piden un consejo. Posiblemente tampoco faltan quienes acercan a sus hijos a Cristo para que los bendiga con su mano. El Señor predica, escucha y responde a preguntas. Se interesa por las personas. No rehúye el dolor, ni la enfermedad, ni la angustia del pueblo. Cada día de Jesús se parece a una hogaza de la que una multitud de manos hambrientas arrancan trozos hasta no dejar nada. Su entrega total en la cruz fue precedida de una donación cotidiana a las personas que le rodeaban.
Un día, mientras Jesús se encontraba en una de esas situaciones, acudieron a verle su Madre y algunos parientes, pero «no podían acercarse a él a causa de la muchedumbre» (Lc 8,19). Era tal el gentío que se agolpaba en torno al Maestro, que impedía el paso a los recién llegados. Sus discípulos le avisaron: «Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte». Y Cristo les dio una respuesta que, de manera misteriosa, resume el Evangelio que traía a la tierra: «Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,20-21).
En los rostros de quienes le escuchaban quizá se dibujó un gesto de sorpresa. Sin embargo, Jesús no quiso expresar con estas palabras un distanciamiento con su Madre. En realidad, lo que pone de relieve es su intención de constituir una familia de vínculos sobrenaturales: la Iglesia. Y esta la formarían los hombres y las mujeres que a lo largo de los tiempos iban a acoger su palabra para que fructifique en sus vidas. Como explicaba un escritor medieval: «En el tabernáculo del vientre de María habitó Cristo durante nueve meses; hasta el fin del mundo, vivirá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia y, por los siglos de los siglos, morará en el conocimiento y en el amor del alma fiel»1.
«MARÍA es la mujer de la escucha. Lo vemos en el encuentro con el ángel y lo volvemos a ver en todas las escenas de su vida, desde las bodas de Caná hasta la cruz y hasta el día de Pentecostés (...). No dice simplemente “sí”, sino que asimila la Palabra, acoge en sí la Palabra»2. Cuando pronuncia el Magníficat, por ejemplo, comprobamos que la Madre de Jesús conocía las Escrituras, y no solo de un modo teórico; nos damos cuenta de que «estaba tan identificada con la Palabra, que en su corazón y en sus labios las palabras del Antiguo Testamento se transforman, sintetizadas, en un canto. Vemos que su vida estaba realmente penetrada por la Palabra; había entrado en la Palabra, la había asimilado; así en ella se había convertido en vida»3.
Escuchar la palabra de Dios no nos aleja de la tierra, sino todo lo contrario: nos introduce de lleno en ella, nos revela la verdadera realidad. «Decir “sí” al Señor es animarse a abrazar la vida como viene, con toda su fragilidad y pequeñez, y hasta muchas veces con todas sus contradicciones»4. Por eso, la fidelidad de María «no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada»5. Las vidas de todos los santos nos revelan que esa escucha fiel es un tesoro que, después, se derrama en gestos de amor en lo ordinario, que queda así transformado. En María, mujer de la escucha, vemos una vida sin espectáculo externo, mientras lleva a cabo los trabajos propios de una madre de familia de su tiempo; toda la existencia de María está caracterizada por una profunda docilidad al querer divino. Su día a día, al igual que el de su hijo Jesús, está marcado por la alegría de quien ha entrado en la lógica divina: «Contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina»6. Sus deseos y sus planes se sitúan dentro de los designios de bondad de su Hijo. Y en ellos, María se mueve con soltura y plena libertad.
A SAN JOSEMARÍA le gustaba considerar que, en el momento de la Anunciación, la Virgen se encontraba recogida en oración. Muchos pintores han representado así esta escena, añadiendo entre sus manos un libro de las Escrituras. Para ella la lectura de esas páginas no era simplemente recordar eventos de otra época: eran las palabras que el Señor dirigía a ella misma en un determinado momento. «No hay mejor forma de rezar que ponerse como María en una actitud de apertura, con el corazón abierto a Dios: “Señor, lo que tú quieres, cuando tú quieres y como tú quieres”. Es decir, con el corazón abierto a Dios y Dios siempre responde»7.
Leer las Escrituras con esa apertura de corazón nos llevará a descubrir lo que Dios quiere decirnos hoy y ahora. Como su palabra es siempre viva y eficaz, podemos leer una y otra vez el mismo pasaje con novedad. Escuchar así la palabra de Dios nos llevará, como de la mano, a cumplirla, poniendo al servicio de Dios nuestra libertad, nuestra inteligencia y nuestra amplia capacidad de amar. En realidad, escuchar y cumplir la palabra de Dios son dos cosas inseparables, pues «la palabra de Dios se comprende realmente solo cuando se empieza a practicarla»8. Podemos pedir a la Virgen que sepamos meditar las Escrituras con la misma apertura de corazón que marcó su vida.