Evangelio (Mt 21,28-32)
¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos; dirigiéndose al primero, le mandó: “Hijo, vete hoy a trabajar en la viña”. Pero él le contestó: “No quiero”. Sin embargo se arrepintió después y fue. Se dirigió entonces al segundo y le dijo lo mismo. Éste le respondió: “Voy, señor”; pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?
— El primero — dijeron ellos.
Jesús prosiguió:
— En verdad os digo que los publicanos y las meretrices van a estar por delante de vosotros en el Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros con un camino de justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y las meretrices le creyeron. Pero vosotros, ni siquiera viendo esto os arrepentisteis después para poder creerle.
PARA TU RATO DE ORACION
«UN HOMBRE tenía dos hijos» (Mt 21,28). Así comienza la parábola de Jesús dirigida a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo. Probablemente no era la primera vez que tenían la oportunidad de disfrutar de una conversación con el Maestro. Por lo mismo, sabían que detrás de sus historias narrativas, y aparentemente anónimas, solían esconderse verdades profundas sobre ellos mismos. Sus parábolas no eran un ejercicio literario –aunque muchas de ellas son de una gran belleza–, sino más bien palabras pronunciadas desde su corazón con el deseo de mover el de sus oyentes.
El padre de la parábola se dirige a sus dos hijos con la misma petición: «Hijo, vete hoy a trabajar a la viña» (Mt 21,28). Al parecer, ninguno de los dos siente una pasión especial por el trabajo entre siembras y cosechas, o por lo menos no lo tenían previsto para ese día. La petición del padre los sorprende, y cada uno reacciona a su modo. Mientras el primero se muestra visiblemente contrariado, y le contesta claramente a su padre que no irá, el segundo esconde lo que lleva en el corazón; tal vez con una sonrisa fingida, pero con una formalidad que no consigue matizar del todo su disgusto, le responde a su padre: «Voy, señor» (Mt 21,28).
Al final, ninguno de los dos es fiel a su palabra: el que había dicho que no quería trabajar, decide ir a la viña. En cambio, el hijo que se había mostrado dispuesto a cumplir la voluntad de su padre termina por desobedecerlo. Aunque en ambos casos las acciones de los hijos contradicen sus palabras, existe una diferencia importante entre ambos: aquel que fue sincero con su padre termina haciendo el bien. En cambio, quien buscaba sobre todo proyectar una buena imagen acabó abrazando otra realidad con la que no se había comprometido. También en nuestro trato con el Señor el primer paso para una verdadera conversión es la sinceridad de nuestro corazón, tener la confianza de que podemos abrirle sin problema nuestra interioridad. Manifestarle, incluso, que, como aquel hijo, quizá no tengamos ganas de realizar algún trabajo. Porque «una cosa está clara: en presencia de Jesús los verdaderos sentimientos del corazón, las verdaderas actitudes florecen»[1].
EN LA SEGUNDA lectura de la Misa de hoy nos encontramos con unas palabras de san Pablo que bien podrían ser una carta maestra de lo que significa ser cristiano: «Tened entre vosotros los sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Fl 2,5). La identificación con Jesucristo no consiste en una imitación externa, como cuando un niño pequeño replica inconscientemente ciertos gestos de los adultos, sino más bien en un camino interior en el que Cristo va tomando posesión de nuestros corazones. Sentir como Jesucristo es la meta de una profunda transformación de la gracia y de la lucha personal. «Penetrar en los sentimientos de Jesús: este debería ser el ejercicio cotidiano de la vida como cristianos»[2].
Nuestros sentimientos espontáneos, ante determinados hechos o personas, nos dan una primera impresión de nuestro mundo interior. Por ejemplo, cuando el primer hijo le dice a su padre que no quiere ir a trabajar a la viña, podemos deducir que siente una aversión a esa actividad, que está cansado o que no le ve sentido. Una parte de su interioridad lo lleva a considerar ese esfuerzo como algo negativo. Los sentimientos esconden un valioso conocimiento sobre nosotros mismos: nos ayudan a discernir cuáles son los valores que, quizá incluso de forma inconsciente, mueven nuestra vida. Saber qué nos da tristeza, y qué nos causa felicidad, nos permite conocernos para luego preguntarnos si esas reacciones nuestras coinciden con las de Cristo.
Comparar nuestros sentimientos con los de Jesús ante distintas situaciones nos ayuda a examinar si queremos también vivir y hacer nuestras sus virtudes. San Josemaría, por ejemplo, en una ocasión nos invitaba a preguntarnos por los sentimientos que despierta en nosotros la virtud de la pobreza. «Me dices que deseas vivir la santa pobreza, el desprendimiento de las cosas que usas. –Pregúntate: ¿tengo yo los afectos de Jesucristo, y sus sentimientos, con relación a la pobreza y a las riquezas?»[3]. Un examen similar podemos hacer con cada virtud y en cada momento de nuestra vida.
EN LA PARÁBOLA de los dos hijos, los sentimientos no tienen la última palabra. La primera reacción espontánea es superada a través de la reflexión: uno de los hijos se da cuenta del bien que significa trabajar en la viña y de la alegría que le regalaría a su padre si le obedece; el segundo, en cambio, si en un principio se dejó llevar por el interés de causarle una buena impresión a su padre, al reflexionar en lo arduo del trabajo prefirió refugiarse en otros bienes. Lo decisivo en cada uno no fue la primera emoción, sino la acción que emprendieron inspirada en un ideal que consideraban valioso para sus propias vidas. Darnos cuenta de que tenemos un estado de ánimo determinado no significa actuar por fuerza en consecuencia, sino que nos ayuda a conocernos mejor y tomar una decisión más coherente con nuestra identidad, con lo que nos hace de verdad felices.
El hecho de que a veces uno crea que tiene que actuar a pesar o en contra de los sentimientos no quiere decir que la vida cristiana les reste importancia. Todo lo contrario. Cuando, por ejemplo, san Josemaría admitía gráficamente que en muchas ocasiones de su vida había actuado «a contrapelo», es decir, contrariando la primera inclinación de lo que le gustaba, inmediatamente aclaraba que lo hacía «por Amor»[4]. Y si bien el amor no se puede reducir a un sentimiento, lógicamente contiene una dimensión sentimental fundamental. Así, cuando el hijo que en un principio no quería trabajar decidió acatar la voluntad de su padre, probablemente se dejó llevar por un sentimiento filial y de cariño, que terminó pesando más que su flojera o apatía. Dentro de su corazón encontró un sentimiento que era más profundo y bueno que el que había percibido en un primer momento.
Por eso, nos llena de esperanza ver en la parábola una imagen de Jesús rezando en el huerto de los olivos. En su corazón humano habría algunos sentimientos que lo inclinaban a rechazar la cruz y el sufrimiento. Pero ese mismo corazón estaba también impregnado de sentimientos profundos de filiación hacia su Padre y de cariño por cada uno de nosotros. Y fueron esos sentimientos los que determinaron su manera de actuar. Podemos pedirle a la Virgen, Madre de todos los hijos que quieren llevar una vida de obediencia a la voluntad divina, que aprendamos a discernir cuáles sentimientos nos configuran más con Jesús. Entonces tendremos un gran corazón y trabajaremos con alegría en la viña del Señor.
[1] Francisco, Homilía, 22-III-2020.
[2] Benedicto XVI, Audiencia, 1-VI-2005.
[3] San Josemaría, Surco, n. 888.
[4] Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 152.