"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de octubre de 2023

DIOS AMA NUESTRA LIBERTAD

 



Evangelio (Lc 13, 10-17)


Un sábado estaba enseñando en una de las sinagogas. Y había allí una mujer poseída por un espíritu enferma desde hacía dieciocho años, y estaba encorvada sin poder enderezarse de ningún modo. Al verla Jesús, la llamó y le dijo:

— Mujer, quedas libre de tu enfermedad


Y le impuso las manos, y al instante se enderezó y glorificaba a Dios. Tomando la palabra el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús curaba en sábado, decía a la muchedumbre:

— Hay seis días para trabajar, venid pues en ellos para ser curados y no un día de sábado.


El Señor le respondió:

— Hipócritas ¿cualquiera de vosotros no suelta del pesebre en sábado su buey o su asno y lo lleva a beber? Y a ésta, que es hija de Abraham, a la que Satanás ató hace ya 18 años, ¿no había que soltarla de esta atadura aún en día de sábado?


Y cuando decía esto, quedaban avergonzados todos sus adversarios, y toda la gente se alegraba por todas las maravillas que hacía.



PARA TU RATO DE ORACION 



COMO cada sábado, una mujer se dirige a la sinagoga. Desde hacía dieciocho años tenía una enfermedad a causa de un espíritu «y estaba encorvada, sin poderse enderezar de ningún modo» (Lc 13,11). Ese día Jesús también acude a la sinagoga para predicar el Reino de Dios e invitar a la conversión. En un momento de su enseñanza, Cristo se fija en ella, la llama y le dice: «Quedas libre de tu enfermedad». Y nada más imponerle las manos, aquella mujer se enderezó (Lc 13,12-13).


Fue un milagro completamente inesperado. Esta mujer no había pedido nada. Quizá intuía que Jesús iba a pasar por su pueblo. Por eso hizo todo lo posible por colocarse en algún sitio de la sinagoga donde el Maestro pudiera verla. Sin embargo, ella no abrió la boca ni gritó, como otros personajes del Evangelio que también habían sido curados. Pese a todo, el Señor no solo advirtió su presencia, sino que sobre todo leyó en su corazón un deseo inmenso de libertad. Y con su sola palabra ahuyentó la enfermedad: «Quedas libre».


Jesús nos enseña así que la misericordia es la respuesta de Dios al dolor del mundo. El sufrimiento conmueve su corazón. Cualquiera de nuestros problemas, hasta el más pequeño, le duele. No es un Dios insensible. De hecho, el mismo Cristo «experimentó en este mundo la aflicción y la humillación. Tomó los sufrimientos humanos, los asumió en su carne, los vivió hasta el fondo uno por uno. Conoció todo tipo de aflicción, las morales y físicas: experimentó el hambre y el cansancio, la amargura de la incomprensión, fue traicionado y abandonado, flagelado y crucificado»[1]. La historia de esta mujer encorvada se repite también hoy. Allá donde se encuentra alguien que sufre, puede sentir el consuelo de la presencia de Cristo, que nos mira con el deseo de tomar sobre sus hombros nuestro dolor.


LA ENFERMEDAD impedía a esta mujer disfrutar de tantas cosas buenas de la vida. Para ella era muy difícil mirar hacia el cielo; sin quererlo, sus ojos se detenían solamente en el suelo que pisaba. Al liberarla de sus ataduras, Cristo la hace capaz de ver lo que hasta ese momento le estaba vedado. Sintiéndose libre y llena de alegría, «glorificaba a Dios» (Lc 13,13) y «toda la gente se alegraba por todas las maravillas» que Jesús hacía» (Lc 13,18).


Por el relato del evangelista, descubrimos que la enfermedad tenía, en cierto sentido, un origen espiritual. Cuando el jefe de la sinagoga se indigna porque todo sucede en sábado, Jesús le respondió: «A esta, que es hija de Abrahán, a la que Satanás ató hace ya dieciocho años, ¿no había que soltarla de esta atadura aun en día de sábado?» (Lc 13,16). Los Padres de la Iglesia ven en esta mujer encorvada, incapaz de enderezarse, una figura de aquellas almas que están tan debilitadas por los deseos terrestres que ya no pueden ocuparse de las realidades divinas. «El pecador, preocupado por las cosas de la tierra y no buscando las del cielo, es incapaz de mirar hacia lo alto: como sigue deseos que le llevan hacia abajo, su alma, perdiendo su rectitud, se curva, y no ve más que lo que piensa sin cesar»[2].


A veces podemos tener la impresión de estar atados por nuestros defectos. Experimentamos entonces una dificultad no pequeña para aspirar a los bienes del cielo. En esos momentos, Dios espera que, como aquella mujer, nos acerquemos a él y le confiemos con sinceridad nuestros temores. «No te turbe conocerte como eres: así, de barro –escribía san Josemaría–. No te preocupe. Porque tú y yo somos hijos de Dios −y este es endiosamiento bueno−, escogidos por llamada divina desde toda la eternidad (...). Nosotros, que somos especialmente de Dios, instrumentos suyos a pesar de nuestra pobre miseria personal, seremos eficaces si no perdemos la humildad, si no perdemos el conocimiento de nuestra flaqueza»[3]. De este modo, el atractivo que pueda suscitar en nosotros la realidad del pecado no será un obstáculo en la relación con el Señor, sino que nos llevará a ser más humildes, a buscar la unión con él y a confiar en su fortaleza.


ASÍ COMO la mujer encorvada sufre por su enfermedad, el pecado significa también esclavitud, «hace que el hombre se sienta extraño en sí mismo, en su íntimo yo»[4]. Por eso, en otro momento Jesús dirá: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado, esclavo es del pecado. El esclavo no se queda en casa para siempre; mientras el hijo se queda para siempre; por eso, si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8,34-36). Los cristianos, por lo tanto, hemos sido llamados a la libertad (cfr. Gal 5,13). Desde la Creación, Dios nos ha dado la capacidad de elegir y querer el bien, pero también la posibilidad de apartarnos de él. «Es un misterio de la divina Sabiduría –comentaba san Josemaría– que, al crear al hombre a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1,26), haya querido correr el riesgo sublime de la libertad humana»[5].


«Ese riesgo –señala el prelado del Opus Dei–, desde los albores de la historia, llevó efectivamente al rechazo del Amor de Dios por el pecado original. Se debilitó así la fuerza de la libertad humana hacia el bien, y la voluntad quedó algo inclinada al pecado. Después, los pecados personales debilitan aún más la libertad, y por eso el pecado supone siempre, en mayor o menor medida, una esclavitud (cfr. Rm 6,17.20)»[6]. Pese a todo, el hombre sigue siendo libre, y aunque a veces esa libertad pueda ser frágil, Dios es el primero en respetarla y amarla. Saber que el Señor «no quiere esclavos, sino hijos»[7], nos llena de seguridad, pues nos permite vivir abrazando nuestra condición más profunda. «Qué liberador es saber que Dios nos ama; qué liberador es el perdón de Dios, que nos permite volver a nosotros mismos, y a nuestra verdadera casa»[8]. Y en ese hogar sabemos que nos espera la Virgen María, que quiere liberarnos de todo lo que pueda apartarnos de su Hijo.


[1] Francisco, Discurso, 17-V-2014.


[2] San Gregorio Magno, Homilías sobre el evangelio, n. 31.


[3] San Josemaría, Carta 2, n. 20.


[4] San Juan Pablo II, Audiencia, 3-VIII-1988.


[5] San Josemaría, Carta 24-X-1965, n. 3.


[6] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 2.


[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 129.


[8] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 4.