"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

6 de octubre de 2023

EL SANTO DE LA VIDA ORDINARIA

 



Evangelio Lucas 5, 1-11

En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la 

palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret. Vio dos 

barcas que estaban junto a la orilla; los pescadores habían 

desembarcado y estaban lavando las redes. 

Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un 

poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. 

Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: 

—«Rema mar adentro, y echad las redes para pescar.»

Simón contestó: 

—«Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos 

cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes.» 

Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que 

reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para 

que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las 

dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a 

los pies de Jesús diciendo: 

—«Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.» 

Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con 

él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba 

a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. 

Jesús dijo a Simón: 

—«No temas; desde ahora serás pescador de hombres.»

Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron. 



PARA TU RATO DE ORACION 


EL 6 DE OCTUBRE de 2002 tuvo lugar, en la plaza de San Pedro, en Roma, la canonización de san Josemaría. Durante la homilía, san Juan Pablo II destacó con particular importancia el empeño del fundador del Opus Dei por promover la santidad de los cristianos en medio de la vida ordinaria: «No dejaba de invitar a sus hijos espirituales a invocar al Espíritu Santo para hacer que la vida interior, es decir, la vida de relación con Dios y la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas, no estuvieran separadas, sino que constituyeran una única existencia “santa y llena de Dios”»[1].


Todos estamos llamados a entablar una relación ininterrumpida con Jesús; una relación que nos llena progresivamente de paz porque nos lleva a sabernos, cada vez con mayor claridad, en manos de Dios, pase lo que pase. «La vida habitual de un cristiano que tiene fe –afirmaba san Josemaría–, cuando trabaja o descansa, cuando reza o cuando duerme, en todo momento, es una vida en la que Dios siempre está presente»[2]. Esta visión de la existencia cura nuestras divisiones internas y nos abre un horizonte inmenso, «Dios se hace cercano a nosotros y nosotros podemos cooperar a su plan de salvación»[3]. Abrirse a la acción del Espíritu Santo en nosotros –es decir, a la santidad– es contribuir a transformar el mundo y elevarlo hacia Dios.


Sin embargo, al considerar esta misión, podemos sentir que no es para nosotros, sino, quizás, para gente mejor preparada. «Nos puede servir –escribía el prelado del Opus Dei– recordar que Cristo no llamó a sus discípulos porque fuesen mejores que los demás, sino que los convocó conociendo sus debilidades, y –como lo hace también con nosotros– lo más profundo de sus corazones y de su pasado»[4]. Algo parecido pudo vivir san Josemaría cuando fundó el Opus Dei. De ahí que el cardenal Ratzinger escribiera sobre él, un día como hoy: «Cuando Josemaría Escrivá habla de que todos los hombres estamos llamados a ser santos, me parece que en el fondo está refiriéndose a su personal experiencia, porque nunca hizo por sí mismo cosas increíbles, sino que se limitó a dejar obrar a Dios»[5].


CUANDO la Iglesia eleva un santo a los altares lo presenta como un posible modelo en la imitación de Cristo. Ellos han vivido de la esperanza cristiana; nos muestran con su testimonio que vale la pena seguir al Señor, quien ha llenado sus vidas de una alegría y de una paz que son compatibles con las más diversas circunstancias externas.


Al mismo tiempo, todos los santos nos recuerdan que la vida con Dios es una meta que no se alcanza por las propias fuerzas, sino que es fruto de la gracia divina. Es Dios quien los ha hecho santos, ciertamente, contando con su disposición libre y, muchas veces, esforzada. Ellos no son símbolos inalcanzables, sino «personas que han vivido con los pies en la tierra y han experimentado el trabajo diario de la existencia con sus éxitos y fracasos, encontrando en el Señor la fuerza para levantarse una y otra vez y continuar el camino»[6]. San Josemaría afirmaba que su vida era comenzar y recomenzar varias veces, incluso a lo largo del mismo día; a esto llamaba «espíritu deportivo»: «Da muy buenos resultados emprender las cosas serias con espíritu deportivo... ¿He perdido varias jugadas? —Bien, pero —si persevero— al fin ganaré»[7].


El camino a la santidad no está hecho solamente de actos heroicos puntuales, sino de mucho amor cotidiano. Todos podemos amarnos unos a otros con la atención y delicadeza de Cristo. En la vida de los santos vemos ese «amor cotidiano» encarnado en gestos concretos; nos muestran que detrás de cada persona que está a nuestro alrededor, en realidad se encuentra «el Dios “escondido” (Is 45, 15). Gracias a ellos, Él se revela, se hace visible, se hace presente en medio de nosotros»[8].


Cada santo es, por tanto, «como un rayo de luz que sale de la palabra de Dios»[9]; ellos nos señalan diversos aspectos del rostro de Cristo y de sus enseñanzas. Como señala el Catecismo de la Iglesia, los santos «en su rica diversidad, reflejan la pura y única Luz del Espíritu Santo»[10]. «Santidad no significa exactamente otra cosa más que unión con Dios –decía san Josemaría–; a mayor intimidad con el Señor, más santidad»[11].


LOS SANTOS «contemplan a Dios, lo alaban y no dejan de cuidar de aquellos que han quedado en la tierra. Al entrar “en la alegría” de su Señor, han sido “constituidos sobre lo mucho” (cfr. Mt 25,21). Su intercesión es su más alto servicio al plan de Dios»[12]. Los santos no solamente nos indican el camino a la santidad, sino que además nos ayudan a recorrerlo. Su acción «no comprende solo su biografía terrena, sino también su vida y actuación en Dios después de la muerte. En los santos es evidente que quien va hacia Dios no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos»[13]. San Josemaría, y tantos hijos e hijas en el Opus Dei, quizá incluso alguien que habremos conocido, viven en el cielo, junto a Dios, e interceden por nosotros.


En realidad, esta lógica de la cercanía y de la intercesión se da ya en nuestras relaciones. Un padre o un profesor se esfuerzan por acompañar al hijo o al estudiante en los primeros pasos de la vida: ellos mismos se sintieron ayudados en su día, y ahora ven como algo natural hacer lo mismo con las nuevas generaciones. De un modo análogo, los santos también lucharon en su día por vivir junto a Dios. Ellos experimentaron dificultades similares a las nuestras, y nos recuerdan que, aunque sintamos la inclinación del pecado, la santidad tiene más fuerza para florecer. «Cada vez que juntamos las manos y abrimos nuestro corazón a Dios, nos encontramos en compañía de santos anónimos y santos reconocidos que rezan con nosotros, y que interceden por nosotros, como hermanos y hermanas mayores que han pasado por nuestra misma aventura humana»[14].


La Virgen está presente en la vida de todos los santos. La única cosa en la que san Josemaría se ponía como ejemplo era en su amor a María. «Señora –podemos pedirle con palabras del fundador del Opus Dei–, Tú puedes hacer que mi alma se lance al vuelo definitivo y glorioso, que tiene su fin en el Corazón de Dios. –Confía, que Ella te escucha»


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Homilía del santo padre Juan Pablo II en la misa de canonización del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. “Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro: he aquí el ideal que el Santo Fundador os indica”, dijo el Papa a los asistentes de más de 80 países presentes en la Plaza de San Pedro.


Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rm 8,14). Estas palabras del apóstol Pablo que acaban de resonar en nuestra asamblea, nos ayudan a comprender mejor el significativo mensaje de la canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer, que celebramos hoy. Él se dejó guiar dócilmente por el Espíritu, convencido de que sólo así se puede cumplir plenamente la voluntad de Dios.

Esta verdad cristiana fundamental era un tema recurrente de su predicación. En efecto, no dejaba de invitar a sus hijos espirituales a invocar al Espíritu Santo para hacer que la vida interior, es decir, la vida de relación con Dios y la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas, no estuvieran separadas, sino que constituyeran una única existencia "santa y llena de Dios". "A ese Dios invisible —escribió—, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales" (Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 114).

También hoy esta enseñanza suya es actual y urgente. El creyente, en virtud del bautismo, que lo incorpora a Cristo, está llamado a entablar con el Señor una relación ininterrumpida y vital.

2. "Tomó, pues, Yahveh Dios al hombre y lo dejó en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase" (Gn 2, 15). El libro del Génesis, como hemos escuchado en la primera lectura, nos recuerda que el Creador ha confiado la tierra al hombre, para que la ‘labrase’ y ‘cuidase’. Los creyentes, actuando en las diversas realidades de este mundo, contribuyen a realizar este proyecto divino universal. El trabajo y cualquier otra actividad, llevada a cabo con la ayuda de la gracia, se convierten en medios de santificación cotidiana.

"La vida habitual de un cristiano que tiene fe - solía afirmar Josemaría Escrivá -, cuando trabaja o descansa, cuando reza o cuando duerme, en todo momento, es una vida en la que Dios siempre está presente" (Meditaciones, 3 de marzo de 1954). Esta visión sobrenatural de la existencia abre un horizonte extraordinariamente rico de perspectivas salvíficas, porque, también en el contexto sólo aparentemente monótono del normal acontecer terreno, Dios se hace cercano a nosotros y nosotros podemos cooperar a su plan de salvación. Por tanto, se comprende más fácilmente, lo que afirma el concilio Vaticano II, esto es, que "el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la construcción del mundo [...], sino que les obliga más a llevar a cabo esto como un deber" (Gaudium et spes, 34).

3. Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro: he aquí el ideal que el santo fundador os indica, queridos hermanos y hermanas que hoy os alegráis por su elevación a la gloria de los altares. Él continúa recordándoos la necesidad de no dejaros atemorizar ante una cultura materialista, que amenaza con disolver la identidad más genuina de los discípulos de Cristo. Le gustaba reiterar con vigor que la fe cristiana se opone al conformismo y a la inercia interior.

Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu. De este modo, seréis "sal de la tierra" (cf. Mt 5, 13) y brillará "vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt., 5, 16).

4. Ciertamente, no faltan incomprensiones y dificultades para quien intenta servir con fidelidad la causa del Evangelio. El Señor purifica y modela con la fuerza misteriosa de la Cruz a cuantos llama a seguirlo; pero en la Cruz – repetía el nuevo Santo - encontramos luz, paz y gozo: Lux in Cruce, requies in Cruce, gaudium in Cruce!

Desde que el 7 de agosto de 1931, durante la celebración de la santa misa, resonaron en su alma las palabras de Jesús: "Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32), Josemaría Escrivá comprendió más claramente que la misión de los bautizados consiste en elevar la Cruz de Cristo sobre toda realidad humana, y sintió surgir de su interior la apasionante llamada a evangelizar todos los ambientes. Acogió entonces sin vacilar la invitación hecha por Jesús al apóstol Pedro y que hace poco ha resonado en esta plaza: "Duc in altum!". Lo transmitió a toda su familia espiritual, para que ofreciese a la Iglesia una aportación válida de comunión y servicio apostólico. Esta invitación se extiende hoy a todos nosotros. "Rema mar adentro - nos dice el divino Maestro - y echad las redes para la pesca" (Lc 5, 4).

5. Pero para cumplir una misión tan ardua hace falta un incesante crecimiento interior alimentado por la oración. San Josemaría fue un maestro en la práctica de la oración, que consideraba una extraordinaria "arma" para redimir el mundo. Aconsejaba siempre: "Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en «tercer lugar», acción" (Camino, 82). No es una paradoja, sino una verdad perenne: la fecundidad del apostolado reside, ante todo, en la oración y en una vida sacramental intensa y constante. Éste es, en el fondo, el secreto de la santidad y del verdadero éxito de los santos.

Que el Señor os ayude, queridísimos hermanos y hermanas, a acoger esta exigente herencia ascética y evangelizadora. Os sostenga María, a quien el santo fundador invocaba como Spes nostra, Sedes Sapientiae, Ancilla Domini.

Que la Virgen haga de cada uno un testigo auténtico del Evangelio, dispuesto a dar en todo lugar una generosa contribución a la construcción del reino de Cristo. Que nos estimulen el ejemplo y las enseñanzas de san Josemaría para que, al final de nuestro peregrinar terreno, participemos también nosotros en la herencia bienaventurada del cielo. Allí, juntamente con los ángeles y con todos los santos, contemplaremos el rostro de Dios, y cantaremos su gloria por toda la eternidad.