Evangelio (Lc 12, 1-7)
En esto, habiéndose reunido una muchedumbre de miles de personas, hasta atropellarse unos a otros, comenzó a decir sobre todo a sus discípulos:
—Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía. Nada hay oculto que no sea descubierto, ni secreto que no llegue a saberse. Porque cuanto hayáis dicho en la oscuridad será escuchado a la luz; cuanto hayáis hablado al oído bajo techo será pregonado sobre los terrados.
»A vosotros, amigos míos, os digo: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo y después de esto no pueden hacer nada más. Os enseñaré a quién tenéis que temer: temed al que después de dar muerte tiene potestad para arrojar en el infierno. Sí, os digo: temed a éste. ¿No se venden cinco pajarillos por dos ases? Pues bien, ni uno solo de ellos queda olvidado ante Dios. Aún más, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No tengáis miedo: valéis más que muchos pajarillos.
PARA TU RATO DE ORACION
EN UNA DE AQUELLAS predicaciones multitudinarias, en las que se agolpaban junto a Jesús miles de personas, el Señor les advirtió a sus discípulos: «Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía» (Lc 12,1). Los fariseos, efectivamente, eran como «sepulcros blanqueados», que se ven bonitos por fuera pero por dentro solo contienen muerte. Con su manera de comportarse, escondían la verdad o la camuflaban con dobles intenciones. Sus acciones estaban contaminadas de orgullo, ya que vivían más preocupados de impresionar a los demás que de servirles.
Después de ponerles en guardia frente al peligro de la hipocresía y la astucia, el Maestro invitó a sus discípulos a vivir continuamente en la verdad: «Nada hay encubierto que no haya de ser descubierto ni oculto que no haya de saberse. Porque cuanto dijisteis en la oscuridad, será oído a la luz, y lo que hablasteis al oído en las habitaciones privadas, será proclamado desde los terrados» (Lc 12,2-3). Jesús, que se llama a sí mismo «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6), nos indica la verdadera senda para alcanzar el Reino de Dios: abrazar la verdad es la manera de encontrar el amor, es la vía a través de la cual nos encaminamos hacia la verdadera libertad. Sin verdad no hay camino, ni tampoco vida. Por el contrario, buscando la verdad llegamos a encontrar la fe y el amor, porque en definitiva la verdad es una persona: el mismo Jesucristo.
Viviendo como hijos de Dios, mostrando su amor a los demás, damos testimonio de esa verdad que encarnó Jesús. «Preguntémonos: ¿qué verdad atestiguan las obras de nosotros cristianos, nuestras palabras, nuestras elecciones? (...) Los cristianos no somos hombres y mujeres excepcionales. Sino que somos hijos del Padre celestial, el que es bueno y no nos decepciona y pone en su corazón el amor por los hermanos. Esta verdad no se dice tanto con los discursos, es un modo de existir, un modo de vivir y se ve en cada obra»[1].
CUANDO a san Josemaría le preguntaban cuál era su virtud humana preferida, la respuesta era siempre la misma: la sinceridad. En sus escritos abundan las referencias a esta virtud, a la que sitúa en el centro del desarrollo espiritual de un cristiano que quiera seguir a Cristo en medio del mundo. Así, por ejemplo, escribe: «Me has pedido una sugerencia para vencer en tus batallas diarias, y te he contestado: al abrir tu alma, cuenta en primer lugar lo que no querrías que se supiera. Así el diablo resulta siempre vencido. –¡Abre tu alma con claridad y sencillez, de par en par, para que entre –hasta el último rincón– el sol del Amor de Dios!»[2].
En el Evangelio encontramos a muchas personas que, después de confiar a Jesús sus miedos y fragilidades, hallaron un renovado impulso en sus propias vidas. En el acompañamiento espiritual tenemos un hermano que, caminando a nuestro lado, nos ayuda a conocernos mejor, tratando de arrojar un poco de luz sobre las cosas que nos ocurren para que descubramos lo que el Señor está tratando de decirnos.
En la dirección espiritual, la sinceridad no se refiere solamente a contar las cosas que han salido mal. Esa apertura del alma está relacionada también con la manifestación de nuestros afectos y deseos más profundos. Para ello, en primer lugar, es necesaria la sinceridad con uno mismo. Descubrir esa dimensión interior sobre las realidades que nos alegran y nos entristecen nos proporciona un valioso conocimiento, pues nos indican dónde está nuestro corazón. Y esto «requiere la capacidad de detenerse, de “apagar el piloto automático”, para adquirir conciencia sobre nuestra forma de hacer, sobre los sentimientos que nos habitan, sobre los pensamientos recurrentes que nos condicionan, y a menudo sin darnos cuenta»[3].
LA SINCERIDAD de vida es compatible con los errores y defectos, pues nos mueve a no ocultarlos y a luchar por rectificarlos. Esta sencillez tenía para san Josemaría una profunda raíz evangélica: «Mira: los apóstoles, con todas sus miserias patentes e innegables, eran sinceros, sencillos..., transparentes. Tú también tienes miserias patentes e innegables. –Ojalá no te falte sencillez»[4].
El fundador del Opus Dei dedicó una de sus Cartas a hablar sobre la humildad en la vida espiritual. En ella animaba a sus hijos a reconocer que tenían los pies de barro y a no tener miedo de las debilidades que pudieran experimentar. «No nos queramos engañar: tendremos miserias. Cuando seamos viejos, también: las mismas malas inclinaciones que a los veinte años. Y será igualmente necesaria la lucha ascética, y tendremos que pedir al Señor que nos dé humildad. Es una pelea constante. Militia est vita hominis super terram. Pero la paz está justamente en la guerra. ¡La paz es consecuencia de la victoria!»[5].
Añadía, además, dónde podíamos encontrar los cimientos sobre los que fundamentar nuestra lucha por la santidad. «Para nosotros la roca es esta: piedad, filiación divina, abandono en las manos de Dios, sinceridad y tener la cabeza en la constante realidad de la vida ordinaria: “Te amo Señor, fortaleza mía. El Señor es mi roca, mi refugio y mi libertador” (Sal 18,2-3)»[6]. Al sentirnos hijos, sabemos que Dios nos acompaña siempre y está pendiente de lo que necesitamos. Y junto a él se encuentra nuestra Madre, a quien podemos pedir ayuda para vivir con esa seguridad de hijos amados.
[1] Francisco, Audiencia, 14-XI-2018.
[2] San Josemaría, Forja, n. 126.
[3] Francisco, Audiencia, 5-X-2022.
[4] San Josemaría, Camino, n. 932.
[5] San Josemaría, Carta 2, n. 10.
[6] Ibíd., n. 7.