Evangelio (Lc 12, 35-38)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los hombres que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo. Y, si llega a la segunda vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados ellos».
PARA TU RATO DE ORACIÓN
EN UNA OCASIÓN, Jesús dirigió esta advertencia a sus discípulos: «Tened ceñidas vuestras cinturas y encendidas las lámparas» (Lc 12,35). Las amplias vestiduras que solían usar los judíos se ceñían a la cintura a la hora de viajar o realizar ciertos trabajos. Las palabras de Jesús, por tanto, son una invitación a estar disponible para realizar una tarea o a prepararse para trasladarse a otro sitio. En este mismo sentido, tenían las lámparas encendidas quienes esperaban la llegada de alguna visita, o se mantenían vigilantes y atentos por algún motivo importante.
Con estos ejemplos, sacados del día a día, el Señor exhortaba a sus discípulos a la vigilancia. Por un lado, se refiere a la disposición de los cristianos que esperan la venida final de Jesús. Por otro, también se puede entender «como la actitud ordinaria que hay que tener en la conducta de vida, de forma que nuestras buenas decisiones, realizadas a veces después de un arduo discernimiento, puedan proseguir de forma perseverante y coherente y dar fruto»[1]. Se trata, por tanto, de una vigilancia que nos lleva a custodiar el regalo de la vocación que Dios nos ha dado, de manera que nuestras acciones y sentimientos sean acordes con ella.
Por el contrario, un alma dormida es aquella que no se deja interpelar por lo que le rodea y confía en su capacidad de control. Esta somnolencia nos puede hacer caer «en la autocomplacencia de la propia existencia satisfecha. Pero esta falta de sensibilidad de las almas, esta falta de vigilancia, (...) otorga un poder en el mundo al maligno»[2]. Jesús no llama a los apóstoles a estar tranquilos o a conformarse con el bien que realizan; les invita, más bien, a velar en todo momento para que sus corazones no se aparten de él. Y esta vigilancia les llevará a ser humildes, pues no pondrán su seguridad en la propia complacencia, sino principalmente en Dios, que es el primero que vela por cada uno de nosotros.
JESÚS compara esa vigilancia con la actitud de los criados que esperan la llegada de su señor. Ellos saben que tarde o temprano llegará y que aquel encuentro les cambiará su existencia, pues ya no serán tratados como siervos sino como iguales: «Les hará sentar a la mesa y acercándose les servirá» (Lc 12,37). Cristo conoce que «nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza solo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar»[3]. Jesús es ese señor por el que los cristianos estamos velando y que a su llegada nos ofrecerá una vida mucho más grande de lo que podemos imaginar.
En el día a día podemos poner nuestras esperanzas en realidades que nos llenan de ilusión: un plan familiar, un rato de deporte con amigos, la celebración de una fiesta, etc. En este sentido, el prelado del Opus Dei señala: «Esperar el encuentro diario con Jesús en el sagrario: esto será señal de amor verdadero». Y añade que también podemos unir aquellas esperanzas más cotidianas con la Eucaristía: «Hacer del sagrario el centro, el punto de convergencia de nuestras esperanzas, será un camino seguro para crecer en amor a Cristo»[4]. Solo Jesús puede saciar nuestros anhelos de felicidad más profundos. Mientras esperamos su llegada podemos empezar a disfrutar de esa alegría en las realidades del día a día, cuando las saboreamos unidos a él.
«ME GUSTA hablar de camino –predicaba en una ocasión san Josemaría–, porque somos viadores, nos dirigimos a la casa del Cielo, a nuestra Patria. Pero mirad que un camino, aunque puede presentar trechos de especiales dificultades, aunque nos haga vadear alguna vez un río o cruzar un pequeño bosque casi impenetrable, habitualmente es algo corriente, sin sorpresas. El peligro es la rutina: imaginar que en esto, en lo de cada instante, no está Dios, porque ¡es tan sencillo, tan ordinario!»[5]. Efectivamente, a veces la monotonía nos puede impedir darnos cuenta de lo que tenemos entre manos. Como cada día hacemos prácticamente lo mismo, es fácil acostumbrarse y no percibir que la realidad –el trabajo, las relaciones familiares o de amistad, etc.– es mucho más grande de lo que parece a simple vista: son momentos en los que Dios nos espera.
San Pablo finaliza así su carta a los Corintios: «Vigilad, estad firmes en la fe, sed fuertes, tened ánimo; todas vuestras obras hacerlas en la caridad» (1 Cor 16,13). La vigilancia nos lleva a poner amor en todo lo que hacemos. De este modo, cada día podrá ser distinto, pues será expresión de un amor renovado, que se expresa de una manera única en esa jornada y que tiene un valor de eternidad. «Ocúpate de tus deberes profesionales por Amor: lleva a cabo todo por Amor, insisto, y comprobarás –precisamente porque amas, aunque saborees la amargura de la incomprensión, de la injusticia, del desagradecimiento y aun del mismo fracaso humano– las maravillas que produce tu trabajo. ¡Frutos sabrosos, semilla de eternidad!»[6]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a superar la rutina convirtiendo todo lo que hacemos en un acto de amor a su Hijo.
[1] Francisco, Audiencia, 14-XII-2022.
[2] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, segunda parte, Ediciones Encuentro, p. 181, 2011.
[3] Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 31.
[4] Mons. Fernando Ocáriz, A la luz del Evangelio, “El centro de las esperanzas”, Ediciones Palabra, p. 235.
[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 313.
[6] San Josemaría, Ibíd., n. 68.