Evangelio (Lc 19, 45-48)
En aquel tiempo, Jesús entró en el templo y se puso a echar a los vendedores, diciéndoles: «Escrito está: “Mi casa será casa de oración”; pero vosotros la habéis hecho una “cueva de bandidos”».
Todos los días enseñaba en el templo. Por su parte, los sumos sacerdotes, los escribas y los principales del pueblo buscaban acabar con él, pero no sabían qué hacer, porque todo el pueblo estaba pendiente de él, escuchándolo.
PARA TU RATO DE ORACION
DURANTE SUS ESTANCIAS en Jerusalén, Jesús enseñaba todos los días en el Templo. Ese era el lugar del encuentro con Dios a través de la oración y los sacrificios; era el símbolo de la protección de Yahvé, de su presencia, siempre dispuesto a escuchar a su pueblo y a socorrer a quienes acudían a él en las necesidades. Dios ha querido habitar entre los hombres para que, así, los hombres encuentren a Dios.
El Señor se dirigía hasta allí, acompañado por los apóstoles, con la alegría del Hijo que acude a orar a la casa de su Padre. Sin embargo, no siempre el ambiente que se respiraba era el más propicio para la oración. La dinámica que se había establecido, a causa de los sacrificios prescritos en la ley, hacía que el Templo –y, de modo especial, su enorme explanada– pareciera más bien un lugar de negocios. No es difícil imaginar los gritos, el movimiento de personas y animales.
En una de esas visitas, Jesús decidió «expulsar a los que vendían, diciéndoles: Está escrito: Mi casa será casa de oración» (Lc 19,45). La escena tuvo que ser impactante. Y con esta imagen en mente podemos recordar que nosotros también «somos templos del Espíritu Santo: yo soy un templo, el Espíritu de Dios está en mí (...). También nosotros debemos purificarnos continuamente porque somos pecadores: purificarnos con la oración, con la penitencia, con el sacramento de la reconciliación, con la Eucaristía»[1].
EL TEMPLO donde Dios habita no es solamente un edificio construido con nuestras manos. En último término, el templo es el Cuerpo de Cristo, es decir, la Iglesia: la Iglesia acoge la presencia de Dios. «Lo que estaba prefigurado en el antiguo Templo, está realizado, por el poder del Espíritu Santo, en la Iglesia: la Iglesia es la “casa de Dios” (...). Si nos preguntamos: ¿dónde podemos encontrar a Dios? ¿Dónde podemos entrar en comunión con él a través de Cristo? ¿Dónde podemos encontrar la luz del Espíritu Santo que ilumine nuestra vida? La respuesta es: en el pueblo de Dios, entre nosotros, que somos Iglesia»[2].
Ciertamente, los hombres podemos «ensombrecer el rostro limpio de la Iglesia»[3] porque, aunque se trate de un pueblo santificado por Cristo, está compuesto por criaturas frágiles. San Josemaría hacía notar que «esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia. La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres, y los hombres tenemos defectos (...). Nuestro Señor Jesucristo, que funda la Iglesia Santa, espera que los miembros de este pueblo se empeñen continuamente en adquirir la santidad (...). En la Esposa de Cristo se perciben, al mismo tiempo, la maravilla del camino de salvación y las miserias de los que lo atraviesan»[4]. La Iglesia es templo para todo el mundo en la vida de cada cristiano. Por eso queremos, con la ayuda de Dios, traslucir con la mayor transparencia posible a Dios que se quiere hacer presente en nosotros.
LA IGLESIA DE CRISTO está construída con «piedras vivas» (1 P 2,5) de las cuales, la primera, aquella «desechada por los hombres, pero escogida y preciosa delante de Dios» (1 P 2,4), es Jesús. Al mismo tiempo, cada bautizado es «piedra viva» para construir un «edificio espiritual para un sacerdocio santo, con el fin de ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo» (1 P 2,5). Ya no son necesarios largos rituales ni sacrificios de animales. La principal ofrenda que Dios espera es la entrega diaria de nuestra vida unida a la de Cristo: ese es «el sacrificio puro, inmaculado y santo»[5], la hostia agradable a los ojos de Dios.
El Señor desea que el templo de nuestro corazón no sea, como lo dice san Ambrosio, una «casa de mercaderes, sino de santidad»[6]. Con la purificación del Templo, Jesús nos invita a purificar nuestras intenciones, de modo que nuestra búsqueda de Dios sea lo más auténtica posible. Para que el corazón sea casa de oración necesitamos alejar el ruido, el barullo, encontrando momentos de silencio interior en los cuales contemplar a Jesús. En ese silencio es donde, imperceptiblemente, suceden las grandes cosas, los grandes cambios para nuestra vida y nuestro entorno.
Así lo expresa un himno de la Liturgia de las horas de hoy: «Allí donde va un cristiano / no hay soledad, sino amor, / pues lleva toda la Iglesia / dentro de su corazón. / Y dice siempre “nosotros”, / incluso si dice “yo”». Y en el centro de ese «nosotros» está María, templo del Espíritu Santo y Madre de la Iglesia: ella intercede por nosotros para que nuestra vida sea cada día más santa, más feliz: mejor piedra viva del Templo que es su Hijo.
[1] Francisco, Homilía, 22-XI-2013.
[2] Francisco, Audiencia, 26-VI-2013.
[3] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, n. 19.
[4] Ibídem, n. 23
[5] Canon Romano, Plegaria Eucarística I.
[6] San Ambrosio, comentario a este pasaje en Catena aurea.