"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

5 de noviembre de 2023

SEMBRADORES DE PAZ Y ALEGRIA

 


Evangelio (Mt 23, 1-13)


Entonces Jesús habló a las multitudes y a sus discípulos diciendo:


—En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen. Atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas. Hacen todas sus obras para que los vean los hombres; ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas y que los saluden en las plazas, y que la gente les llame Rabbí. Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar Rabbí, porque sólo uno es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos. No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial. Tampoco os dejéis llamar doctores, porque vuestro Doctor es uno sólo: Cristo. Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado.



PARA TU RATO DE ORACIÓN 



ALGUNOS escribas y fariseos solían moverse con cierto sentido de superioridad. Por su posición, pensaban que merecían un trato honorífico por parte del resto del pueblo judío. Sin embargo, Jesús invitaba a la gente y a sus discípulos a tener una actitud opuesta: «No os hagáis llamar rabbí, porque solo uno es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque solo uno es vuestro Padre, el celestial» (Mt 23,8-9). De este modo, Cristo no solo declara que todos los hombres somos iguales, sino que apunta a la raíz de esta realidad: todos somos hermanos porque somos hijos del mismo Dios.


El profeta Malaquías, como Jesús, también denunció un comportamiento similar por parte de ciertas autoridades de su época. «¿No tenemos todos nosotros un solo padre? –leemos en la primera lectura– ¿No nos ha creado un único Dios? ¿Por qué, entonces, nos traicionamos unos a otros, profanando la alianza de nuestros padres?» (Ml 2,10). Tanto Malaquías como el Señor nos invitan a dirigir nuestra mirada hacia lo que nos une a los demás, y no tanto a lo que pueda separarnos, pues «cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario»[1].


A veces podemos encontrar cierta dificultad para vivir esa fraternidad cristiana con las personas que nos rodean. Esto puede darse especialmente con aquellos con los que pasamos más tiempo, pues experimentamos más de cerca sus posibles defectos. En este sentido, nos puede ayudar fijarnos más bien en todo lo que nos une a esa persona: una amistad real que nos ha acompañado en momentos importantes, un amor incondicional que ha ido creciendo con el paso del tiempo, una misma vocación que abarca toda la existencia... De este modo, podremos darnos cuenta de que una relación no se nutre solo a través de sensaciones del momento, sino sobre todo de una realidad común que ha marcado nuestra vida.


EN LA época de Jesús, como en otros momentos de la historia, el servicio era visto como una tarea de menor categoría. Una persona con cualidades se ocupaba de trabajos que se consideraban importantes, mientras que las menos dotadas se dedicaban precisamente a servirlas. Cristo, después de afirmar la igualdad de todos los hombres, cambió por completo el modo de entender la sociedad: «Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado» (Mt 23,11-12). El verdadero poder, por tanto, no se traducirá en privilegios, sino en un espíritu de servicio que «es expresión del amor, del cariño de sentir muy nuestras las necesidades de los demás»[2]. Cada uno es, a su modo, servidor de los demás. En una entrevista, san Josemaría comentaba que «toda tarea social bien hecha es eso, un estupendo servicio: tanto la tarea de la empleada del hogar como la del profesor o la del juez. Solo no es servicio el trabajo de quien lo condiciona todo a su propio bienestar»[3].


El espíritu de servicio es expresión del amor fraterno, y este «solo puede ser gratuito, nunca puede ser un pago por lo que otro realice ni un anticipo por lo que esperamos que haga»[4]. Por supuesto, un servicio profesional requiere su justa retribución. Al mismo tiempo, cuando una actitud de servicio es fruto del amor a la otra persona, va más allá de la lógica del dar-recibir y alcanza una nueva dimensión, que es más parecida a la de la gratuidad. Unos padres se desviven por su hijo sin esperar nada a cambio. Tampoco lo hacen como si fuera un deber, consecuencia de las obligaciones adquiridas. «Cuando hay amor –decía san Josemaría–, me atrevería a afirmar que no hace falta ni siquiera hacer propósitos. Mi madre nunca hizo propósitos de quererme, ¡y hay que ver qué detalles de cariño tenía conmigo!»[5]. Los padres, en esa actitud de constante servicio, experimentan una alegría profunda, propia de un corazón enamorado, que no se fija principalmente en la mayor o menor correspondencia del hijo o de la hija: al contemplar la belleza del hogar que están construyendo se quedan inmensamente pagados.


EN LA SEGUNDA lectura, san Pablo agradece a los Tesalonicenses el modo en que acogieron el anuncio del Evangelio: «No como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los creyentes» (Ts 2,13). La fe no se reduce a un conocimiento teórico, sino que «pemanece operante», es decir, se manifiesta en todas nuestras obras. Por eso san Josemaría decía que los primeros cristianos eran sembradores de paz y de alegría: sus hogares eran iguales a los otros de su tiempo, «pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban»[6].


El prelado del Opus Dei señala que «una manifestación del espíritu de servicio, que de algún modo las incluye todas, es la de sembrar paz y alegría. Como esta paz y esta alegría solo podemos darlas si las tenemos, y ambas son un don de Dios, la mejor manera de crecer en ellas es cuidar con delicadeza nuestros momentos de intimidad con Dios: los sacramentos y la oración personal»[7]. La alegría no depende exclusivamente de que las circunstancias externas sean favorables, sino de nuestra relación con el Señor. «Como cualquier otra persona, el hombre y la mujer de fe experimentan el cansancio y la enfermedad, la dificultad y la zozobra, la duda y la contradicción. Pero, en todas estas situaciones, se saben hijos muy queridos de Dios, son conscientes de que pueden apoyarse en él y, con su ayuda, recuperar la alegría, si llegan a perderla»[8].


La vida de los apóstoles y de los primeros cristianos no estuvo exenta de dificultades. Los tres días después de la muerte del Señor llenaría de desesperanza sus corazones. Quizá también las persecuciones a la hora de anunciar el Evangelio provocarían cierto miedo e inseguridad. Podemos imaginar que en esos momentos más oscuros la Virgen María sembraría paz y alegría en el alma de cada uno. Ella sabía que su Hijo habría vencido a la muerte, y que estaría con cada uno de nosotros hasta el fin del mundo.


[1]Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.


[2] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023, n. 9.


[3] San Josemaría, Conversaciones, n. 109.


[4] Francisco, Laudato Si’, n. 228.


[5] San Josemaría, notas de una reunión familiar, citado en S. Bernal, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei; Rialp, Madrid 1980, 6ª ed., p. 37.


[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 30.


[7] Mons. Fernando Ocariz, Carta pastoral, 16-II-2023, n. 11.


[8] Mons. Javier Echevarría, “Una siembra de paz y de alegría”, La Tercera, 15-X-2008.