Evangelio (Mt 1, 18-24)
La generación de Jesucristo fue así: María, su madre, estaba desposada con José, y antes de que conviviesen se encontró con que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, como era justo y no quería exponerla a infamia, pensó repudiarla en secreto. Consideraba él estas cosas, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: —José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta:
Mirad, la virgen concebirá
y dará a luz un hijo,
a quien pondrán por nombre
Emmanuel,
que significa
Dios-con-nosotros.
Al despertarse, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado, y recibió a su esposa. Y, sin que la hubiera conocido, dio ella a luz un hijo; y le puso por nombre Jesús.
PARA TU RATO DE ORACION
«TÚ, YA EN ESTA VIDA, disfrutas del mismo Dios». Así reza el himno Te Ioseph que pone en nuestra boca, desde hace siglos, lo que sentimos al considerar la misión del santo Patriarca[1]. Bien podemos pedirle al esposo de María que sepamos disfrutar del Niño Jesús y del cariño que viene a ofrecernos.
Sin embargo, el gozo de san José aquí en la tierra no estuvo exento de claroscuros: «Antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo» (Mt 1,18). Inmediatamente reaccionó con la lealtad de un hombre fiel y lleno de amor a Dios. Tomó la decisión de repudiarla en secreto, así no impondría a María ningún peso más allá de la falta de su compañía. Todo en esta familia está al servicio de los planes divinos, todo se acomoda a la voluntad del Señor. Si bien fueron pocas las horas de zozobra, san José sufrió. No entendía lo que estaba pasando, pero nunca dudó de su esposa ni de Dios. Estaba «lleno de un santo temor de vivir al lado de una tan grande santidad»[2]. Un ángel fue enviado para disuadirlo y mostrarle su tarea en medio de lo que estaba contemplando atónito: «José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21).
Es fácil imaginarse la alegría de José por este doble anuncio. El Mesías ya estaba sobre la tierra y él iba a custodiarlo junto con su Madre bendita. A la alegría de recobrar a María se unió, en ese instante, el gozo inmenso de saber que el tiempo había llegado. Para un hijo de David esa noticia era la más esperada. Estaba ya entre ellos el Salvador. Nunca había soñado con una suerte tan grande e inmerecida. Comenzó a disfrutar entonces de lo que tenía, aunque todavía se le escapaba cómo aquello se haría realidad.
ANTES DE recibir el anuncio del ángel, el santo Patriarca «estaba siguiendo un buen proyecto de vida, pero Dios reservaba para él otro designio, una misión más grande. José era un hombre que siempre dejaba espacio para escuchar la voz de Dios, profundamente sensible a su secreto querer, un hombre atento a los mensajes que le llegaban desde lo profundo del corazón y desde lo alto. (...). Y así, José llegó a ser aún más libre y grande. Aceptándose según el designio del Señor, José se encuentra plenamente a sí mismo, más allá de sí mismo. Esta libertad de renunciar a lo que es suyo, a la posesión de la propia existencia, y esta plena disponibilidad interior a la voluntad de Dios, nos interpelan y nos muestran el camino»[3].
Es muy probable que José corriera a contar a su esposa lo que se le había revelado. Hay una palabra que se repite varias veces en el evangelio de hoy: acoger. Es un verbo que define muy bien la relación que deseamos tener con Dios. Nos ilusiona ser refugio, albergar este misterio de amor en nuestros corazones. Acoger significa, referido a una persona, admitirla en nuestra casa o compañía. Es como si Dios le pidiera permiso también a José para entrar en el mundo. Así, vemos que Jesús no se impone sino que llega pidiendo un espacio en nuestros corazones. Nos pide que le demos cobijo y que le regalemos nuestra compañía.
Asombra que Dios haya pedido a san José que cumpliera la tarea de acoger a las dos vidas más preciosas que han existido sobre la tierra. Como hombre agradecido, el esposo de María aceptó el don que se le ofrecía y Dios demostró que nunca se deja ganar en generosidad. También a nosotros el Señor nos ofrece permanentemente sus dones, grandes y pequeños, proyectos en los que podemos hacer un espacio para Jesús y su madre. A san Josemaría le entusiasmaba la sencillez del santo Patriarca: «¡San José es maravilloso! Es el santo de la humildad rendida..., de la sonrisa permanente y del encogimiento de hombros»[4
QUIZÁ san José habrá considerado muchas veces la grandeza de tener a Jesús y a María bajo su techo y se habrá sentido bendecido. Probablemente, María y Jesús le hacían sentir en cada momento lo importante que era su misión y su vida. Le habrán convencido fácilmente de que era el mejor padre del mundo.
A pesar de eso, debe de haber sido particularmente duro el día en que Jesús se quedó en el Templo sin avisar, dejando claro cuál era su misión en el mundo. «Este episodio evangélico revela la vocación más auténtica y profunda de la familia: acompañar a cada uno de sus componentes en el camino de descubrimiento de Dios y del plan que ha preparado para él»[5]. Cuando al cabo de tres días lo encontraron, José experimentaría cierto consuelo al comprobar que María tampoco lo entendía. La compañía de María a su lado era la clave, era la solución a todas sus dudas e incertidumbres. Con María, todo se le hacía más fácil.
¿Qué más podría pedir un hombre sobre la tierra? Recibir un cariño tan particular de semejante criatura y tenerla siempre a su lado para cualquier tarea, difícil u ordinaria, era como estar en el cielo. Qué más daba, gracias a esa compañía, caminar por el desierto huyendo a Egipto o trabajar un día y otro en el taller de Nazaret. Qué más daba que salieran las cosas como él esperaba o al revés. La sonrisa de su esposa hacía todo muy sencillo. Rogamos a Dios que podamos acoger su amor como lo hicieron María y José. «Si tus manos te parecen vacías, si ves tu corazón pobre en amor, esta noche es para ti. Se ha manifestado la gracia de Dios para resplandecer en tu vida. Acógela y brillará en ti la luz de la Navidad»[6].
[1] Tu vivens, Superis par, frueris Deo. El himno se usa en las Vísperas de la solemnidad de san José y en la memoria de san José Obrero.
[2] Santo Tomás de Aquino, Comentario a las sentencias de Pedro Lombardo, lib. 4, d. 30, q. 2, a. 2, ad 5.
[3] Francisco, Ángelus, 22-XII-2013.
[4] A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, tomo III, Rialp, Madrid 2003, p. 728, nota 170.
[5] Benedicto XVI, Ángelus, 31-XII-2006.
[6] Francisco, Homilía, 24-XII-2019.