Evangelio (Jn 20, 1a. 2-8)
El día siguiente al sábado, María Magdalena echó a correr, llegó hasta donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el que Jesús amaba, y les dijo:
- Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto.
Salió Pedro con el otro discípulo y fueron al sepulcro.
Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro. Se inclinó y vio allí los lienzos plegados, pero no entró. Llegó trae él Simón Pedro, entró en el sepulcro y vio los lienzos plegados, y el sudario que había sido puesto en su cabeza, no plegado junto a los lienzos, sino aparte, todavía enrollado, en un sitio. Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó.
PARA TU RATO DE ORACION
PEDRO Y JUAN, tras haber escuchado el testimonio de María Magdalena, corren hacia el sepulcro vacío del Señor. En este pasaje del evangelio de hoy, el cuarto evangelista se presenta a sí mismo como el discípulo «al que Jesús amaba» (Jn 20,2). ¿Por qué Juan, cuya fiesta celebramos, fue el discípulo amado, el predilecto de Cristo? Quizá fue porque era el más joven, o quizá porque era el que más necesitaba ese cariño especial… Puede ser que por su carácter fogoso o, simplemente, porque Jesús así lo quiso. Lo que sí sabemos es que san Juan estaba convencido de ser depositario del cariño inconfundible con que el Señor le trataba.
Sin embargo, todos podemos decir que somos amados de una forma especial, única y exclusiva por Dios. Es parte del misterio de su amor por nosotros. La fe nos lo asegura, pero nuestro corazón a veces se resiste un poco a creerlo. De hecho, «la Navidad nos recuerda que Dios sigue amando a cada hombre. A mí, a ti, a cada uno de nosotros, Él nos dice hoy: “Te amo y siempre te amaré, eres precioso a mis ojos”»[1]. En efecto, al igual como lo hizo con san Juan, «el Señor desea que cada uno de nosotros sea un discípulo que viva una amistad personal con él. Para realizar esto no basta seguirlo y escucharlo exteriormente; también hay que vivir con él y como él. Esto solo es posible en el marco de una relación de gran familiaridad, impregnada del calor de una confianza total. Es lo que sucede entre amigos»[2].
JUAN ERA IMPETUOSO, y Jesús lo sabía perfectamente cuando lo eligió. Por ejemplo, cuando no les reciben en Samaría, el discípulo amado le pregunta: «¿Quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?» (Lc 9,54). En otra ocasión, seguro de sí mismo, le contó a Jesús que habían prohibido expulsar demonios a uno que no iba con ellos (cfr. Mc 9,38). Jesús siempre escucha con paciencia. Cuántas horas debieron de haber compartido para encauzar aquel fuego devorador y hacer crecer en su alma la semilla de la caridad auténtica. «A veces sucede que oponemos a la paciencia con la que Dios trabaja el terreno de la historia, y trabaja también el terreno de nuestros corazones, la impaciencia de quienes juzgan todo de modo inmediato: ahora o nunca, ahora, ahora, ahora. Y así perdemos aquella virtud, la “pequeña” pero la más hermosa: la esperanza»[3].
Juan aprendió bien las lecciones del Maestro porque se sabía querido. Los evangelios nos permiten rastrear el cambio que se fue operando en Juan. En la carrera al sepulcro que leemos hoy, por ejemplo, le vemos menos fogoso, tiene la deferencia de esperar a Pedro para entrar: «Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó» (Jn 20,8). Al final de su vida, repetirá incansablemente a los primeros cristianos lo que constituye la esencia del mensaje evangélico: «Queridísimos: amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios, y conoce a Dios» (1 Jn 4,7). San Jerónimo narra cómo los discípulos de san Juan le preguntaban, al final de su vida, por qué repetía tanto esto; y cuenta cómo respondía el evangelista: «Porque este es el precepto del Señor y su solo cumplimiento es más que suficiente»[4].
«QUEREOS mucho unos a otros –repetía san Josemaría–. Y al decir esto, os digo lo que está en la entraña del cristianismo: Deus caritas est (1 Jn 4,8), Dios es cariño. ¿Os acordáis de aquel Juan (…)?». Entonces, el fundador del Opus Dei recordaba lo que decía el apóstol cuando estaba ya «viejo, viejo, viejo, aunque él se debía sentir joven, joven»[5]: que el mensaje cristiano se resume «no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). Por eso, a los ojos de un cristiano, todas las personas son destinatarias del cariño infinito de Dios.
«Dios nos ha precedido con el don de su Hijo. Una y otra vez, nos precede de manera inesperada (...). Él siempre vuelve a comenzar con nosotros. No obstante, espera que amemos con Él. Él nos ama para que nosotros podamos convertirnos en personas que aman junto con Él y así haya paz en la tierra»[6]. Después de haber deseado que una lluvia de fuego devorase la ciudad de Samaría, Juan relata la escena de Jesús y la samaritana. Es el único evangelista que lo hace. Quizá ese relato fue fruto de alguna de las tantas conversaciones con el Maestro, que quería explicarle por qué debía amar a todos, tal como Dios Padre los ama.
Juan es, finalmente, el discípulo que recibe de Jesús el dulce encargo de cuidar a la Virgen María. ¿Quién cuidó de quién? Seguramente ambos cumplieron su misión llenos de gozo y agradecimiento. María, que contempló a todas las personas a través de su hijo, amó a Juan cumpliendo la última voluntad de Jesús. Podemos acudir a ella y a san Juan para que Dios ponga en nuestro corazón ese amor que se hace fecundo en los demás