"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

25 de diciembre de 2023

UN NIÑO NOS SONRÍE... MIRA AL NIÑO

 



Evangelio (Lc 2,1-14)

En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento se hizo cuando Quirino era gobernador de Siria. Todos iban a inscribirse, cada uno a su ciudad. José, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y cuando ellos se encontraban allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el aposento.

Había unos pastores por aquellos contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche. De improviso un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de luz. Y se llenaron de un gran temor. El ángel les dijo:

— No temáis. Mirad que vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre.

De pronto apareció junto al ángel una muchedumbre de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace».


PARA TU RATO DE ORACION


«UN NIÑO nos ha nacido, un hijo se nos ha dado»[1]. Se han cumplido los anhelos que hemos tenido durante el Adviento: Dios se ha hecho hombre. El mundo ya no está a oscuras. Jesús ha venido, y «los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios»[2]. Un Niño sonríe ante nuestra silenciosa adoración. Nuestra mirada se cruza con la del recién nacido. Todo es luz y limpio mirar que se mete en nuestra alma y disipa las tinieblas del pecado.


San Josemaría recomendaba «mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo, sabiendo que estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y, también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto, nos hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres»[3]. Los cielos y la tierra han sido creados por el Niño que yace en el pesebre. Él fundó la redondez del orbe y su plenitud. ¡Qué locura de amor la de Jesús! El que vive en los cielos está recostado sobre pajas; el que llena y sostiene todo con su presencia ha tomado carne como la nuestra. Podemos tomar en brazos a aquel que nos creó: este es el gran misterio que la Navidad pone delante de nuestra mirada.


Hay rumores de fiesta. Venid y veréis, nos han dicho; venid y veréis el prodigio. Pastores y reyes, ricos y pobres, poderosos y débiles se aprietan en torno a la cuna. También nosotros queremos acercarnos, postrarnos ante esta criatura indefensa, mirar a María y a José, que están cansados pero felices como quizá no ha habido nadie en la tierra. No nos cabe en la cabeza un misterio tan grande: Dios se ha revestido de nuestra carne.


CÓMO NOS gustaría agradecer que Dios se haya hecho cercano, tocable, vulnerable. Nos atrevemos a besar al Rey del universo, de quien no podían hacerse imágenes en la antigua alianza y, sin embargo, ahora se ha convertido en uno de los nuestros. Adeste, fideles… Venite, adoremus... Nuestro cantar de estos días es también invitación, llamada. A nosotros nos llamaron, hemos visto, y ahora nuestro corazón se goza: ahí está Dios Niño. «Reconoce, cristiano, tu dignidad –dice San León Magno–; has sido hecho partícipe de la naturaleza divina: no quieras degradarte con tu antigua vileza. Acuérdate de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. Acuérdate de que, arrancado a la potestad de las tinieblas, has sido trasladado a la luz y al reino de Dios»[4]. El Dios todopoderoso se nos presenta como un niño recién nacido en la cueva de Belén; «ni siquiera nace en la casa de sus padres, sino en el camino, para mostrar en realidad que nacía como de prestado en esa humanidad suya que tomó»[5].


«Cuando llegan las Navidades –decía san Josemaría–, me gusta contemplar las imágenes del Niño Jesús. Esas figuras que nos muestran al Señor que se anonada, me recuerdan que Dios nos llama, que el Omnipotente ha querido presentarse desvalido, que ha querido necesitar de los hombres. Desde la cuna de Belén, Cristo me dice y te dice que nos necesita, nos urge a una vida cristiana sin componendas, a una vida de entrega, de trabajo, de alegría. No alcanzaremos jamás el verdadero buen humor, si no imitamos de verdad a Jesús; si no somos, como él, humildes. Insistiré de nuevo: ¿habéis visto dónde se esconde la grandeza de Dios? En un pesebre, en unos pañales, en una gruta. La eficacia redentora de nuestras vidas sólo puede actuarse con la humildad, dejando de pensar en nosotros mismos y sintiendo la responsabilidad de ayudar a los demás»[6].


A ESE DIOS escondido lo adoraremos estos días cada vez que nos acerquemos a besar y acariciar al Niño. Hecho pobre por nosotros, yace entre pajas; le daremos calor, le abrazaremos con cariño. ¡Quién no se acerca a Dios! ¡Quién no se aproxima al Niño, ahora que tiende sus brazos hacia nosotros, ahora que necesita de nuestro cuidado! En estos días, no tendremos ojos más que para ese nacimiento. Como los pastores, dejado el rebaño, nos acercamos humildes a la cuna.


Son días para vivir en familia, especialmente aptos para la contemplación. Podemos orar delante del pesebre y adorar a Dios en silencio. ¡Se purifican tantas cosas durante unos días en que los actos de amor son tan intensos! «Conservad en vuestra Navidad –decía san Pablo VI– el carácter de fiesta hogareña. Cristo al venir al mundo santificó la vida humana, en su primera edad, la infancia; santificó la familia, y en especial la maternidad; santificó el hogar humano, el nido de los afectos naturales más entrañables y universales (...). Procurad celebrar vuestra Navidad, a ser posible, con vuestros seres queridos, dad el regalo de vuestro afecto, de vuestra fidelidad a esa familia de la que habéis recibido la existencia»[7].


De frente al pesebre, junto a María y José, comprobamos que «Dios no te ama porque piensas correctamente y te comportas bien; Él te ama y basta. Su amor es incondicional, no depende de ti. Puede que tengas ideas equivocadas, que hayas hecho de las tuyas; sin embargo, el Señor no deja de amarte. ¿Cuántas veces pensamos que Dios es bueno si nosotros somos buenos, y que nos castiga si somos malos? Pero no es así. Aun en nuestros pecados continúa amándonos. Su amor no cambia, no es quisquilloso; es fiel, es paciente. Este es el regalo que encontramos en Navidad: descubrimos con asombro que el Señor es toda la gratuidad posible, toda la ternura posible. Su gloria no nos deslumbra, su presencia no nos asusta. Nació pobre de todo, para conquistarnos con la riqueza de su amor»[8]. La Virgen Santísima y san José son nuestra primera familia con la que queremos vivir esta nueva Navidad.