Evangelio (Mc 1,7-11)
En aquel tiempo, proclamaba Juan:
—Después de mí viene el que es más poderoso que yo, ante quien yo no soy digno de inclinarme para desatarle la correa de las sandalias. Yo os he bautizado en agua, pero él os bautizará en el Espíritu Santo.
Y sucedió que en aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y nada más salir del agua vio los cielos abiertos y al Espíritu que, en forma de paloma, descendía sobre él; y se oyó una voz desde los cielos:
—Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me he complacido.
PARA TU RATO DE ORACION
«AL DÍA siguiente, Juan vio a Jesús que venía hacia él» (Jn 1,29). Nuestro Señor va al encuentro del Bautista como uno más, mezclado entre aquellos miles de personas que acudían de todas partes. «Jesucristo, que es Juez de los pecadores, viene a bautizarse entre los esclavos»[1]. Para toda aquella multitud, el carpintero de Nazaret era uno de tantos. Pero la mirada del Bautista descubrió en aquel peregrino al Hijo de Dios y se resistía a bautizarle. «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?» (Mt 3,14). Jesucristo insistió y Juan, al fin, tuvo que transigir.
«Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”» (Mt 3,14). Dice san Juan Pablo II que «la predicación de Juan concluía la larga preparación, que había recorrido toda la Antigua Alianza y, se podría decir, toda la historia humana, narrada por las Sagradas Escrituras. Juan sentía la grandeza de aquel momento decisivo, que interpretaba como el inicio de una nueva creación, en la que descubría la presencia del Espíritu que aleteaba por encima de la primera creación (cf. Jn 1,32; Gn 1,2). Él sabía y confesaba que era un simple heraldo, precursor y ministro de Aquel que habría de venir a “bautizar con Espíritu Santo”»[2].
Pocos días después Juan recibió una embajada singular. «¿Os acordáis –preguntaba san Josemaría– de aquellas escenas que nos cuenta el Evangelio, narrando la predicación de Juan el Bautista? ¡Buen murmullo se había organizado! ¿Será el Cristo, será Elías, será un Profeta? Tanto ruido se armó que “los judíos le enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas, para preguntarle: ¿tú quién eres?” (Jn 1,19). A lo que Juan respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia» (Jn 1,26-27).
A nosotros también se nos descubrió el Señor cuando nos hizo ver, con la luz del Espíritu Santo, que estaba a nuestro lado en el camino de la vida. Entonces, como a Juan, nos pidió que diéramos testimonio de Él.
TODA la vida del Bautista se ha gastado en la espera, en el esfuerzo por preparar su corazón y el de los demás para la llegada del Redentor. Suya ha sido la voz que clamaba en el desierto: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (Mt 3,3). Hoy la alegría de Juan es grande porque el Señor ha llegado; ahora puede exclamar: «Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”» (Jn 1,30). Nuestra tarea no es muy distinta a la del Bautista; «¡Cuántas veces se podrían decir (…) aquellas palabras del Santo Evangelio: “En medio de vosotros está el que vosotros no conocéis: Jesucristo” (Jn 1,26). Sin espectáculo, con una sobrenatural naturalidad, Cristo se hace presente en vuestra vida y en vuestra palabra, para atraer a la fe y al amor a quienes nada o muy poco saben de la Fe y del Amor»[3].
Juan da testimonio de Jesús; días atrás había anunciado públicamente que él no era el Mesías, que el Cristo vendría después. Luego, en el círculo íntimo de sus discípulos, Juan descubrió dónde estaba el Señor: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Era un apostolado de persona a persona que preparaba el ánimo de sus oyentes para la llamada divina. En otra ocasión, de manera más directa, el Bautista lo señaló a Juan y a Andrés: «Al día siguiente, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: “Este es el Cordero de Dios”. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús» (Jn 1,35-37). ¡Qué eficacia! La palabra del Bautista dispuso las dos primeras vocaciones de apóstoles. Después, Andrés y Juan traerían a otros.
Es fácil que nos vengan a la mente unas palabras de san Josemaría sobre el apostolado de los cristianos en medio del mundo: «No se os conoce, pero en todos los rincones de la tierra hay compañeros de trabajo y amigos que están descubriendo en vuestros hermanos, en vosotros, a Cristo; y ellos luego llevan también a Cristo a otros corazones, a otras inteligencias. Sois Cristo que pasa en medio de la calle; pero debéis pisar donde Él pisó»[4].
ACUDÍAN muchos al Jordán a escuchar y recibir el bautismo de Juan. Para todos había, en labios del profeta, palabras de luz, y a todos preparaba para recibir al Señor. Pero tenía además un grupo reducido de discípulos, a los que formaba al calor de la conversación directa. Y es precisamente de ese grupo de donde surgieron los primeros seguidores del Señor.
Cada uno de nosotros conoce a numerosas personas y quizá, en ocasiones, puede difundir el mensaje de Cristo entre un auditorio muy amplio a través de diversos medios. Pero particularmente adecuado para la difusión del mensaje cristiano es el apostolado que san Josemaría llamaba de amistad y confidencia. Lo describía así: «Habéis de acercar las almas a Dios con la palabra conveniente, que despierta horizontes de apostolado, con el consejo discreto, que ayuda a enfocar cristianamente un problema; con la conversación amable, que enseña a vivir la caridad (…). Pero habéis de atraer sobre todo con el ejemplo de la integridad de vuestras vidas, con la afirmación –humilde y audaz a un tiempo– de vivir cristianamente entre vuestros iguales, con una manera ordinaria, pero coherente, manifestando, en nuestras obras, nuestra fe: ésa será, con la ayuda de Dios, la razón de nuestra eficacia»[5].
El apostolado cristiano es servicio, difusión del bien, amistad; preocupación sincera por los demás, informada por la caridad, que nos lleva a transmitir lo que llena de alegría nuestra vida. Los laicos, de manera particular, están llamados a «la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano»[6]. El panorama es inmenso.
Podemos poner bajo la protección maternal de la Virgen a esas personas que tenemos más cerca; a ella le pedimos que nos alcance la gracia necesaria para avivar nuestras ansias de sembrar la palabra divina a través de nuestra amistad. «Sembrad, pues –decía san Josemaría–: yo os aseguro, en nombre del Amo de la mies, que habrá cosecha»[7].