Evangelio (Lc 10,1-9)
Después de esto designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir. Y les decía:
- La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies. Id: mirad que yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias, y no saludéis a nadie por el camino. En la casa en que entréis decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hubiera algún hijo de la paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo contrario, retornará a vosotros. Permaneced en la misma casa comiendo y bebiendo de lo que tengan, porque el que trabaja merece su salario. No vayáis de casa en casa. Y en la ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad a los enfermos que haya en ella y decidles: “El Reino de Dios está cerca de vosotros”.
PARA TU RATO DE ORACION
PARA ILUSTRAR cómo es y cómo se desarrolla el Reino de Dios, Jesús recurre de nuevo a comparaciones con aspectos de la vida agrícola, muy familiares para sus oyentes: «Viene a ser como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo. Porque la tierra produce fruto ella sola: primero hierba, después espiga y por fin trigo maduro en la espiga» (Mc 4,26-29). El evangelio de la Misa de hoy recoge dos parábolas: la que acabamos de leer, sobre el crecimiento de la semilla de trigo; y la sucesiva, sobre el pequeño grano de mostaza que llega a ser un arbusto frondoso, en el que pueden anidar las aves del cielo.
«En la primera parábola la atención se centra en el hecho de que la semilla, echada en la tierra, se arraiga y desarrolla por sí misma, independientemente de que el campesino duerma o vele. Él confía en el poder interior de la semilla misma y en la fertilidad del terreno. En el lenguaje evangélico, la semilla es símbolo de la Palabra de Dios (...). Esta Palabra, si es acogida, da ciertamente sus frutos, porque Dios mismo la hace germinar y madurar a través de caminos que no siempre podemos verificar, de un modo que no conocemos. Todo esto nos hace comprender que es siempre Dios quien hace crecer su Reino. Por esto rezamos mucho “venga a nosotros tu Reino”. Es él quien lo hace crecer; el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se regocija por la acción creadora divina, y espera con paciencia sus frutos»1.
«Cuando te abandones de verdad en el Señor –decía san Josemaría– , aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas –a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos– no salen a tu gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan»2.
EN LA SEGUNDA PARÁBOLA, Jesús usa la imagen del grano de mostaza para describir el Reino de Dios: «Cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra; pero, una vez sembrado, crece y llega a hacerse mayor que todas las hortalizas, y echa ramas grandes, hasta el punto de que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra» (Mc 4,31-32). En la lectura que hace san Juan Crisóstomo de este pasaje, el grano de mostaza es Cristo que, con su encarnación, se hizo pequeño y humilde para ser servidor de todos; padeció clavado en la cruz, murió por nosotros, y con su resurrección creció hasta el cielo, como un árbol que nos cobija y nos dona la inmortalidad3.
Siendo infinitamente grande, Cristo se hizo pequeño, aparentemente irrelevante. Por eso, para entrar en la dinámica del Reino de Dios, es necesario ser pobres de espíritu, de manera que Cristo pueda vivir en nosotros; una pobreza de espíritu que nos lleva a «no actuar para ser importantes ante los ojos del mundo, sino preciosos ante los ojos de Dios, que tiene predilección por los sencillos y humildes. Cuando vivimos así, a través de nosotros irrumpe la fuerza de Cristo y transforma lo que es pequeño y modesto en una realidad que fermenta toda la masa del mundo y de la historia»4.
Y el mensaje de esta segunda parábola refuerza el de la anterior: «El reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura (...). La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios»5.
«CON MUCHAS PARÁBOLAS semejantes les anunciaba la palabra, conforme a lo que podían entender; y no les solía hablar nada sin parábolas. Pero a solas, les explicaba todo a sus discípulos» (Mc 4,33-34). Así concluye san Marcos su relato. El evangelista diferencia entre el pueblo que escuchaba las enseñanzas de Jesús por primera vez o de modo ocasional, y los discípulos que seguían habitualmente al Señor. Con estos, Jesús pasa largos ratos a solas explicándoles con mayor profundidad sus enseñanzas. Aquellos discípulos habrían comenzado siendo uno más del pueblo: un día, alguien les habló de Jesús y se acercaron a escucharlo movidos, quizá, por la curiosidad. Pero después de uno o más contactos con él, empezaron a ser discípulos.
Algo similar sucede con cada uno de nosotros. Cuando nos encontramos con Jesús en las páginas del evangelio, enseguida queremos saber más, nos interesa ahondar en el significado de su vida y sus palabras. Intuimos que en Cristo «moran todos los tesoros y sabiduría escondidos»6, y deseamos enriquecernos con ellos. «Es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con él en la oración»7. Y con toda naturalidad, aunque a veces también requiera esfuerzo, buscamos la compañía asidua de nuestro Señor. Entonces entendemos mejor a María, que «guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón» (Lc 2,19). Podemos pedir a nuestra Madre que también nosotros sepamos acoger la Palabra de Dios y profundizar en su significado, para que dé un fruto abundante.