"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

28 de enero de 2024

Ser almas de oración



Evangelio (Mc 1,21b-28)


Entraron en Cafarnaún y, en cuanto llegó el sábado, fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Y se quedaron admirados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene potestad y no como los escribas. Se encontraba entonces en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu impuro, que comenzó a gritar:


—¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!


Y Jesús le conminó:


—Cállate, y sal de él.


Entonces, el espíritu impuro, zarandeándolo y dando una gran voz, salió de él. Y se quedaron todos estupefactos, de modo que se preguntaban entre ellos:


—¿Qué es esto? Una enseñanza nueva con potestad. Manda incluso a los espíritus impuros y le obedecen.


Y su fama corrió pronto por todas partes, en toda la región de Galilea



PARA TU RATO DE ORACION 


EL EVANGELIO de este domingo nos muestra a Jesús en Cafarnaún enseñando en la sinagoga un sábado. Si en otros momentos una situación similar provocaría el rechazo de los que le escuchaban (cfr. Mt 13,53-57), esta vez el evangelista subraya que «se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad» (Mc 1,22). De este modo, se cumplía la vieja profecía de Moisés, que recoge la primera lectura: «El Señor, tu Dios, te suscitará de entre los tuyos, de entre tus hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharéis» (Dt 18,15).


La palabra de Jesús asombró a los habitantes de Cafarnaún porque era radicalmente distinta a la de los maestros de entonces. Posiblemente, la gente estaba acostumbrada a escuchar predicaciones más o menos parecidas, que en muchas ocasiones tendrían poco que ver con sus problemas y sus inquietudes reales. Además, observaban una cierta incoherencia entre lo que algunos escribas enseñaban y lo que después realizaban. En cambio, el mensaje del Señor no solo era novedoso, sino que respondía a los deseos de salvación que habitaban en los corazones de aquellos israelitas que permanecían abiertos a la acción de Dios en su alma. Además, allí mismo pudieron darse cuenta de que aquellas palabras eran confirmadas por sus obras, pues en cuanto apareció un hombre poseído por un espíritu inmundo Jesús lo liberó (cfr. Mc 1,24-26).


«Todos se preguntaron estupefactos: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta los espíritus inmundos les manda y le obedecen”» (Mc 1,27). Jesús no solo habla, sino que también actúa. Él nos salva con su palabra y con sus obras: así es como manifiesta su cercanía y su preocupación por cada uno de nosotros, hoy a través de la mediación de la Iglesia. Cristo «nos comunica toda la luz que ilumina las calles, a veces oscuras, de nuestra existencia; nos comunica también la fuerza necesaria para superar las dificultades, las pruebas, las tentaciones. ¡Pensemos en la gran gracia que es para nosotros haber conocido a este Dios tan poderoso y bueno! Un maestro y un amigo, que nos indica el camino y nos cuida, especialmente cuando lo necesitamos»[1].


«OJALÁ escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis vuestro corazón» (Sal 94,8), clama el salmista. Dios nos habla cada día. Sin embargo, somos conscientes de que, dentro de nosotros, hay algunos principios que se oponen a que su palabra arraigue, germine y madure hasta dar fruto. En la primera lectura se hace referencia a uno de esos obstáculos: el miedo. Cuando Moisés anunció la venida de un profeta al que el pueblo tendría que escuchar, los israelitas respondieron con cierto temor: «No quiero seguir oyendo la voz del Señor, mi Dios, ni ver más este gran fuego, no vaya a morir» (Dt 18, 16).


Es normal que, al escuchar las enseñanzas del Señor, sintamos cierto vértigo. Por un lado contemplamos la maravilla de saltar hacia la vida que él nos propone; por otro, la propia fragilidad nos hace creer que ese salto es imposible. Pero sabemos que Jesús ha saltado antes que nosotros y nos acompaña en todo momento. Él es ese profeta del que hablaba Moisés: uno de nosotros, nuestro hermano (cfr. Dt 18,15). No se trata de alguien «que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que, de manera semejante a nosotros, ha sido probado en todo, excepto en el pecado. Por lo tanto, acerquémonos confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos misericordia y encontremos la gracia que nos ayude en el momento oportuno» (Hb 4, 15-16).


San Josemaría comentaba que ese salto es cuestión de fe: confiar en que la vida que nos ofrece el Señor, con sus alegrías y con sus dolores, es más dichosa que la que podamos lograr con nuestras seguridades. «Aceptemos sin miedo la voluntad de Dios, formulemos sin vacilaciones el propósito de edificar toda nuestra vida de acuerdo con lo que nos enseña y exige nuestra fe. Estemos seguros de que encontraremos lucha, sufrimiento y dolor, pero, si poseemos de verdad la fe, no nos consideraremos nunca desgraciados: también con penas e incluso con calumnias, seremos felices con una felicidad que nos impulsará a amar a los demás, para hacerles participar de nuestra alegría sobrenatural»[2].


SAN PABLO, en la segunda lectura, se hace eco de otro obstáculo que puede dificultar la escucha de la voz de Dios: las preocupaciones. El apóstol, después de advertir a los corintios de las inquietudes que les pueden rodear, concluye: «Os digo esto solo para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino en atención a lo que es más noble y al trato con el Señor, sin otras distracciones» (1 Co, 7,35).


Los asuntos del día a día pueden agitar nuestro mundo interior y monopolizar nuestros pensamientos y afectos. En lugar de prestar atención a lo que Dios nos quiere decir a través de esos sucesos, quizá damos más importancia a nuestro modo de abordar esas cuestiones. Sin embargo, podemos alimentar nuestra oración precisamente con esas preocupaciones, contándoselas a Jesús, pidiendo su gracia y abandonándolas en sus manos. En ocasiones, además, encontraremos una posible misión. Como muchas de esas distracciones quizá están relacionadas con las personas a las que queremos, pueden ser una oportunidad para llenar la oración con sus rostros y ver cómo podemos servirles como lo haría Jesús mismo: así el Señor podrá ayudarnos a fortalecer nuestra relación con cada persona que tenemos cerca. De esta manera, lo que antes tal vez podía ser un obstáculo, nos impulsa a buscar el diálogo divino y su ayuda para adentrarnos de nuevo en la vida con un sentido aún más cristiano.


En otros momentos será necesario hacer un esfuerzo mayor para dejar a un lado ciertas preocupaciones, ya sea porque no son tan relevantes o porque solo nos llevan a dar continuamente vueltas a un mismo pensamiento. Ese combate[3] por dirigir nuestra atención hacia el diálogo con Dios nos ayudará a tener un corazón desprendido, atento a lo que Jesús quiere decirnos. «En un instante que no conocemos resonará la voz de nuestro Señor: en ese día, bienaventurados los siervos que él encuentre laboriosos, aún concentrados en lo que realmente importa. No se han dispersado siguiendo todas las atracciones que les venían a la mente, sino que han tratado de caminar por el camino correcto, haciendo el bien y haciendo el propio trabajo»[4]. Jesús nos indicó su Madre como modelo de corazón que acoge la palabra del Señor sin miedo y la deja resonar en su interior. Podemos acogernos a su intercesión para que nos enseñe a ser almas de oración.