Evangelio (Mc 1,40-45)
Y vino hacia él un leproso que, rogándole de rodillas, le decía:
— Si quieres, puedes limpiarme.
Y, compadecido, extendió la mano, le tocó y le dijo:
— Quiero, queda limpio.
Y al instante desapareció de él la lepra y quedó limpio. Enseguida le conminó y le despidió. Le dijo:
— Mira, no digas nada a nadie; pero anda, preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda que ordenó Moisés por tu curación, para que les sirva de testimonio.
Sin embargo, en cuanto se fue, comenzó a proclamar y a divulgar la noticia, hasta el punto de que ya no podía entrar abiertamente en ninguna ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios. Pero acudían a él de todas partes.
PARA TU RATO DE ORACION
EN EL PUEBLO de Israel, la lepra era vista como un castigo de Dios y causa de impureza. «Cuando uno tenga en la piel una hinchazón, o una erupción, o una mancha blanquecina, y se haya formado en la piel de su carne una llaga como de lepra, será llevado al sacerdote. (…) Una vez examinado, el sacerdote le declarará impuro» (Lev 13,1.3). Los enfermos debían vivir excluidos, hacer notar su estado con su modo de vestir y, cuando alguien se acercase, gritar: «¡Impuro, impuro!» (Lev 13,45). Estos afectados habitaban en soledad, o con otros leprosos, confiando en que algún día pudiesen recuperar la pureza y volver a tener una vida normal.
En este contexto, fue hacia Jesús «un leproso que, rogándole de rodillas, le decía: “Si quieres, puedes limpiarme”» (Mc 1,40). Acude a Cristo una persona que ha sido estigmatizada por el pueblo. Por su actitud, vemos que también él se siente poco digno de pedir. Simplemente le ruega, en actitud de súplica, y sin sentirse con ningún derecho: «Si quieres…». Aunque en nuestros días son menos habituales este tipo de enfermedades, y las medidas que se toman para prevenir y curar son distintas, a veces podemos sentirnos, por un motivo u otro, como excluidos, estigmatizados: sentimos que no estamos a la altura de lo que deberíamos ser, según nuestra edad, nuestra experiencia o nuestras capacidades. También nos puede envolver la sensación de que no nos encontramos en nuestro lugar o de que se espera que lo hagamos siempre mejor. Incluso hay días en que se puede instalar en nuestro interior la nube oscura de pensar que somos insuficientes.
Estas percepciones personales –no muy lejanas de las del leproso– pueden modificar también la imagen que tenemos del rostro del Señor, hasta el punto de suponer que en realidad es difícil que nos mire con cariño, con beneplácito, como si habitualmente estuviera insatisfecho de nuestros logros. Una de las manifestaciones de este modo falso de ver a Dios es que nos incapacita para amarnos; no nos permite descubrir, como decía san Josemaría, que «hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres»[1].
PARA sanar su enfermedad, el leproso sabe a quién debe acudir. Está convencido de la fuerza de Jesús. Sabe que no depende de él mismo, sino de la bondad del destinatario de su petición: «Si quieres, puedes limpiarme» (Mc 1,40). Aquel hombre es consciente de que no debe dejarse hundir por su impureza, sino estar abierto a descubrir el verdadero rostro de la misericordia del Padre: Jesucristo.
Así, aquel al que las personas rehuían, Jesús atiende y escucha. Al que se sentía indigno, Cristo se acerca y se conmueve. «Compadecido, extendió la mano, le tocó y le dijo: “Quiero, queda limpio”» (Mc 1, 41). El Señor no actúa como lo hacen los hombres. «La misericordia de Dios supera toda barrera y la mano de Jesús tocó al leproso. Él no toma distancia de seguridad y no actúa delegando, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal; y precisamente así nuestro mal se convierte en el lugar del contacto. Él, Jesús, toma de nosotros nuestra humanidad enferma y nosotros de él su humanidad sana y capaz de sanar. Esto sucede cada vez que recibimos con fe un sacramento: el Señor Jesús nos toca y nos dona su gracia. En este caso pensemos especialmente en el sacramento de la Reconciliación, que nos cura de la lepra del pecado»[2].
Al Señor nunca le frena nuestra supuesta indignidad. Al revés, cuanta más poca cosa nos vemos, más quiere él consolarnos y curarnos. Dios entra en el corazón del hombre por las heridas y nunca nos abandona, nos ama siempre. El fundador del Opus Dei definía el amor de Dios con una imagen gráfica: él nos ama más que todas las madres del mundo juntas[3].
DESPUÉS del milagro, Cristo pide al que era leproso que sea discreto: «Mira, no digas nada a nadie; pero anda, preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda que ordenó Moisés por tu curación, para que les sirva de testimonio» (Mc 1, 44). Jesús, teniendo en cuenta que este es uno de sus primeros milagros, quiere que su manifestación sea progresiva.
«Sin embargo, en cuanto se fue, comenzó a proclamar y a divulgar la noticia, hasta el punto de que ya no podía entrar abiertamente en ninguna ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios» (Mc 1, 45). El protagonista de la sanación no puede contener su gozo, y le resulta imposible limitarse a transmitirlo al sacerdote que debía verificar la curación. El perdón, el sentirnos amados incondicionalmente, nos lleva a abrirnos a los demás y mostrarnos cercanos con los que tenemos a nuestro lado. Cuando experimentamos la misericordia divina, sentimos la necesidad de restaurar los vínculos rotos y contagiar el bien recibido. El amor de Dios que nos perdona y nos cura nos reintegra en la comunidad. «Si el mal es contagioso, lo es también el bien. Por lo tanto, es necesario que el bien abunde en nosotros, cada vez más. Dejémonos contagiar por el bien y contagiemos el bien»[4].
¿Cómo podemos, cuando a veces endurecemos el rostro de Dios, redescubrir su verdadera mirada? Acudiendo a la Virgen María. Ella «sale a nuestro encuentro como la Madre, siempre disponible a las necesidades de sus hijos. Mediante la luz que brota de su rostro, se transparenta la misericordia de Dios. Dejemos que su mirada nos acaricie y nos diga que Dios nos ama y nunca nos abandona»[5].