Evangelio (Mc 7, 24-30)
Se fue de allí y se marchó hacia la región de Tiro y de Sidón. Entró en una casa y deseaba que nadie lo supiera, pero no pudo permanecer inadvertido. Es más, en cuanto oyó hablar de él una mujer cuya hija tenía un espíritu impuro, entró y se postró a sus pies. La mujer era griega, sirofenicia de origen. Y le rogaba que expulsara de su hija al demonio. Y le dijo:
—Deja que primero se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos.
Ella respondió diciendo:
—Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen debajo de la mesa las migajas de los hijos.
Y le dijo:
—Por esto que has dicho, vete, el demonio ha salido de tu hija.
Y al regresar a su casa encontró a la niña echada en la cama y que el demonio había salido.
PARA TU RATO DE ORACION
EL SEÑOR, en su afán por anunciar el Evangelio, predicó frente a grandes multitudes, como el sembrador que echa la semilla a voleo. Pero, a la vez, muchas veces Cristo también se comportó como el médico que viene a sanar enfermos, de uno en uno: escuchaba, miraba, examinaba, curaba. En cierto pasaje de la Escritura, vemos que quien buscaba a Jesús no lo hacía por sus propios medios, ya que no estaba en capacidad de expresar su necesidad, sino ayudado por otros: se trataba de un sordo que apenas podía hablar. El Evangelio nos indica que son probablemente sus familiares o sus amigos quienes «lo traen» y «ruegan» (cfr. Mc 8,22) a Jesús que imponga sus manos sobre él.
Esta escena puede ser una imagen de nuestro papel como apóstoles: nosotros también estamos llamados a compartir con nuestros amigos la fuerza sanadora de Cristo, que hemos experimentado en nuestra propia vida. Muchas veces, una persona que no puede escuchar, al mismo tiempo, encuentra dificultades para comunicarse; y es cierto que tantas personas que nos rodean quieren, en lo más profundo de su alma, tener una relación con Dios más cercana, pero quizás no saben por dónde empezar. «Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro»1.
Nos pueden servir, en esta tarea, los dos verbos que usa el evangelista: se trata de «traer» a la gente y «rogar» a Jesús por su curación. La segunda parte parece más sencilla de comprender, pero, la primera, ¿cómo se logra? San Josemaría ofrece algunas pistas, recordándonos que no se trata de «un empujón material, sino la abundancia de luz, de doctrina; el estímulo espiritual de vuestra oración y de vuestro trabajo, que es testimonio auténtico de la doctrina; el cúmulo de sacrificios, que sabéis ofrecer; la sonrisa, que os viene a la boca, porque sois hijos de Dios: filiación, que os llena de una serena felicidad −aunque en vuestra vida, a veces, no falten contradicciones−, que los demás ven y envidian. Añadid, a todo esto, vuestro garbo y vuestra simpatía humana»2.
LOS AMIGOS de la persona sordomuda, llenos de fe, habían pedido a Jesús que impusiera sus manos sobre el enfermo. Pero el Señor decide obrar de un modo diferente: escoge realizar la curación de manera progresiva: «Apartándolo de la muchedumbre, le metió los dedos en las orejas y le tocó con saliva la lengua; y mirando al cielo, suspiró, y le dijo: “Effetha”, que significa: “Ábrete”» (Mc 7,33-34). Algo parecido había sucedido cuando devolvió la vista a un ciego, aplicando en sus ojos el lodo que había formado con saliva (cfr. Jn 9,6). Sin embargo, en otras ocasiones había obrado milagros instantáneos, incluso a personas que se encontraban en lugares lejanos.
Sabemos que, tal como exclamamos todos los días en la Santa Misa, basta una palabra de Jesús para sanar cualquier mal. Pero eso nos podría llevar a pensar que siempre y en todo Dios «tendría que» obrar de esa manera. Sin embargo, el devenir de nuestra propia vida nos enseña que no es así. Tantas veces hemos experimentado que Jesús nos conduce por sendas que no parecen atajos, que atravesamos momentos aparentemente innecesarios, similares a aquellos gestos de tocar la lengua o los oídos de aquellos enfermos. Puede suceder que nos hayamos acostumbrado a que todo a nuestro alrededor funcione de una manera aparentemente eficaz, veloz, sin necesidad de esperar… y queramos que así sean todos los demás ámbitos de la vida.
«El Señor está cerca de su pueblo, muy cerca. Él mismo lo dice: “¿Qué nación tiene un Dios tan cercano como vosotros?”. La vida es un camino que Él ha querido recorrer junto a nosotros. Pero cuando el Señor viene, no siempre lo hace de la misma manera. No existe un protocolo de la acción de Dios en nuestra vida. Una vez lo hace de una manera, y en otra ocasión lo hace distinto, pero lo hace siempre. El Señor se toma su tiempo, pero también tiene mucha paciencia (...). En la vida, algunas veces, las cosas llegan a ser muy oscuras. Y sentimos ganas, si estamos en dificultad, de bajar de la cruz. Y éste es el momento preciso: la noche es más oscura cuando el alba se acerca»3.
AL FINAL DE su paso por la tierra, durante la Última Cena, Jesús dice a sus apóstoles que han hecho bien en llamarlo Maestro (cfr. Jn 13,13). Hemos considerado que el Señor se había atribuido también las imágenes de médico (cfr. Mt 9,12) y de sembrador (cfr. Mt 13,37). Estas tres maneras con las que Jesús se caracteriza a sí mismo nos pueden servir para comprender cómo es su acción en nuestra vida, especialmente cuando pensamos que Dios debería actuar más deprisa, cuando queremos que obre de acuerdo a nuestros tiempos más que a los suyos.
Si pensamos en un maestro, nos damos cuenta de que su labor de guiar al prójimo requiere siempre un largo proceso temporal. Tampoco el médico se comporta con precipitación: hasta la más leve herida en ocasiones puede requerir varias sesiones. Finalmente, si pensamos en el sembrador, podemos notar que no existe semilla que se cultive sola, que no requiera la paciente tarea de ir una y otra vez a regar, a mejorar las condiciones de la tierra, etc.
Escribió san Pablo a los Gálatas: «Hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros» (Gá 4,19). El empeño de la Santísima Trinidad es precisamente ese: formar en nosotros a Cristo. «De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo –afirmaba san Josemaría–, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos»4. Y en esta espera por ser cada vez «más Cristo», no tenemos mejor apoyo que el de María: ella, aunque tenía una santa impaciencia por ver a su hijo, esperó nueve meses a Jesús que se formaba en su seno, y después treinta años para ver sus prodigios.