Evangelio (Lc 9, 22-25)
Y añadió que el Hijo del Hombre debía padecer mucho y ser rechazado por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día.
Y les decía a todos:
- Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, ése la salvará.
Porque ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero si se destruye a sí mismo o se pierde?
PARA TU RATO DE ORACION
LA IGLESIA, para el primer día de Cuaresma después del Miércoles de ceniza, nos propone meditar el primer salmo de la Sagrada Escritura. Allí se nos muestran dos imágenes que representan dos posibles caminos para nuestra vida. Al escucharlo, parece como si estuviéramos de frente a una bifurcación: por un lado, está el camino de quien se deja justificar por Dios, que es como un árbol «que da fruto a su tiempo y no se marchitan sus hojas» (Sal 1,3); por otro, está el de quienes no escuchan al Señor, que «son como polvo que dispersa el viento» (Sal 1,4). En cierta manera, son dos situaciones vitales que dependen de cuánto abramos nuestra alma a Dios: o permanecemos arraigados en la realidad, dando los frutos de santidad que el Señor nos quiera enviar, o estamos a la deriva, llevados por el viento de pequeños gozos efímeros, que soplan hacia un lado y después hacia otro.
¿Cuál de los dos caminos elegimos? «Hemos entrado en el tiempo de Cuaresma: tiempo de penitencia, de purificación, de conversión. No es tarea fácil. El cristianismo no es un camino cómodo: no basta estar en la Iglesia y dejar que pasen los años»1. Dios nos regala unas semanas para pensar con detenimiento en nuestro camino y pedir el don de nuestra conversión.
Estamos llamados a la vida; es lo que Moisés recuerda al pueblo elegido cuando está de frente a la tierra prometida: «Hoy pongo ante ti la vida y el bien, o la muerte y el mal. Si escuchas los mandamientos del Señor, tu Dios, que yo te ordeno hoy, amando al Señor, tu Dios, marchando por sus caminos y guardando sus mandamientos, leyes y normas, entonces vivirás» (Dt 30,15-16). Nuestra conversión no es una ciega negación a nosotros mismos; al contrario, es una respuesta al deseo de plenitud que está grabado en el fondo de nuestros corazones. «El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre»2.
¿QUÉ PODEMOS HACER para alcanzar en esta Cuaresma la alta meta de nuestra conversión? Lo que la Iglesia nos sugiere, en la oración colecta de la Misa, es primero pedir este don al Señor: «Te pedimos, Señor, que inspires, sostengas y acompañes nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en ti, como en su fuente, y tienda siempre a ti, como a su fin»3. Se trata de una oración que, por deseo de san Josemaría, la recitan todos los días los fieles del Opus Dei. Reconocemos que para emprender este camino de transformación necesitamos que sea Dios mismo el que nos inspire, sostenga y acompañe. Nuestra conversión será, sobre todo, un regalo del Señor que acogemos con humildad y agradecimiento.
En el Antiguo Testamento, fue Dios el que tomó la iniciativa para llamar a su pueblo de Egipto y hacerlo caminar hacia la tierra prometida. Él los fue sosteniendo durante esa peregrinación, renovando sus fuerzas cuando su ánimo vacilaba. Lo mismo hace el Señor ahora con nosotros. «Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito» (Fil 2,13). ¡Cuánta esperanza nos dan estas palabras de san Pablo! Pero pedir este don al Señor no significa quedarnos de brazos cruzados. Podemos manifestar nuestra apertura a su gracia de muchas maneras; por ejemplo con acciones concretas de penitencia o, sobre todo, con oración. «Sin la oración diaria vivida con fidelidad, nuestra actividad se vacía, pierde el alma profunda, se reduce a un simple activismo que, al final, deja insatisfechos. Hay una hermosa invocación de la tradición cristiana que se reza antes de cualquier actividad y dice así: “Inspira nuestras acciones, Señor, y acompáñalas con tu ayuda, para que todo nuestro hablar y actuar tenga en ti su inicio y su fin”. Cada paso de nuestra vida, cada acción, también de la Iglesia, se debe hacer ante Dios, a la luz de su Palabra»4.
«SI ALGUNO quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga» (Lc 9,23). Jesús dirige estas palabras a la multitud de sus discípulos, entre los que nos encontramos también nosotros. Para gozar de la alegría de la resurrección del Señor, hemos de descubrir y abrazar nuestra cruz de cada día. Las prácticas penitenciales del tiempo de Cuaresma tienen este sentido: morir a cuanto de pecado hay en nosotros mismos, para poder seguir más de cerca a Jesús.
El Señor comparó su pasión al cambio que el grano de trigo sufre cuando es plantado en la tierra: parece que la semilla se pierde, pero en realidad está convirtiéndose en una espiga llena de fruto (cfr. Jn 12,24). La cruz no nos habla de sufrimiento sin sentido, sino de transformación: nos anuncia la llegada de una nueva vida. Cuando el Señor nos invita a abrazar la cruz de cada día, implícitamente nos está prometiendo que cada día puede ser la oportunidad de una pequeña transformación, de una nueva conversión.
San Josemaría nos animaba a mirar con optimismo aquellas luchas diarias. «¿La cima? Para un alma entregada, todo se convierte en cima que alcanzar: cada día descubre nuevas metas, porque ni sabe ni quiere poner límites al Amor de Dios»5. Hay tantas oportunidades de transformación como pequeñas cimas que nos encontramos cada día. En este camino que comenzamos, podemos encontrar ayuda en nuestra Madre, recordando tantas conversiones que han sido fruto de la devoción mariana.