Evangelio (Jn 3,14-21)
Pues nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él.
Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios. Éste es el juicio: que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios.
PARA TU RATO DE ORACION
HOY CELEBRÁBAMOS el domingo laetare, 4o de Cuaresma, como un recordatorio de que es un tiempo de penitencia que nos dispone hacia la gran alegría de la Pascua. En el libro del profeta Isaías escuchamos a Dios que nos dice: «He aquí que Yo creo unos cielos nuevos y una tierra nueva. Las cosas pasadas no serán recordadas ni vendrán a la memoria. Al contrario, alegraos y regocijaos eternamente de lo que yo voy a crear, pues voy a crear a Jerusalén para el gozo, y a su pueblo para la alegría. Me gozaré en Jerusalén y me alegraré en su pueblo» (Is 65,17-19). El Señor nos invita a la alegría y él mismo se alegra. En el libro del Génesis también percibimos este gozo de Dios cuando, al contemplar el mundo recién salido de sus manos, ve que es «muy bueno» (Gn 1,31). El creador, que había preparado el mundo para los hombres, soñaba ya con la vida de sus hijos.
Sabemos que, sin embargo, después vino el pecado y la destrucción de la armonía inicial. Pero Dios no se cansó de perdonar ni de ilusionarse con los hombres. Cada uno de nosotros somos, de alguna manera, un sueño de Dios, un proyecto de bien y felicidad. «Dios piensa en cada uno de nosotros, ¡y piensa bien! Nos quiere y sueña con la alegría que gozará con nosotros. Por eso, el Señor quiere recrearnos, hacer nuevo nuestro corazón (...) para que triunfe la alegría. (...) Y hace tantos planes: construiremos casas..., plantaremos viñas, comeremos sus frutos..., todas las ilusiones que pueda tener un enamorado»1. San Josemaría, al pensar en las palabras del profeta Isaías en las que Dios nos dice que somos un proyecto divino, no ocultaba su emoción: «¡Que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de Amor!»2.
«TE ENSALZARÉ, Señor, porque me has librado» (Sal 29,2). Este salmo expresa el agradecimiento de un hombre que fue rescatado por Dios de las garras de la muerte. En esta experiencia, el salmista ha aprendido al menos dos cosas importantes. La primera es que la ira de Dios dura solo un instante, pero su bondad toda la vida. El Señor no quiere destruir, sino corregir para que sus hijos puedan ser felices. Por eso, aun habiéndole ofendido con el pecado, siempre es posible volver a él con la seguridad de que seremos acogidos. Aunque quizás alguna vez parezca que nos ha dejado solos o que se ha ocultado, en realidad Dios siempre será fiel. «Por un breve instante te abandoné, pero con grandes ternuras te recogeré. En un arrebato de ira te oculté mi rostro un momento, pero con amor eterno me he apiadado de ti, dice tu Redentor, el Señor» (Is 54,7-8).
La segunda enseñanza del salmo es que la enfermedad y la muerte muestran al hombre su fragilidad. En el momento de la prosperidad es fácil olvidarlo y no dar relieve a la necesidad que tenemos de los demás y, sobre todo, de Dios. En cambio, cuando llega un momento de crisis personal o familiar, esta debilidad se pone de manifiesto; se comprende, entonces, con nueva profundidad, la importancia que tienen en nuestra vida la comunión –con Dios y con los demás– y la oración. «Me has dicho: “Padre, lo estoy pasando muy mal”. Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecica de esa cruz, solo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella,... déjala toda entera sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: “Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno”. Y quédate tranquilo»3.
EN UNA OCASIÓN, un hombre poderoso, funcionario real de alto rango, le pide a Jesús que vaya con él a Cafarnaún para curar a su hijo gravemente enfermo. Su fe y su esperanza son todavía débiles, pero en su amor de padre no quiere dejar de intentar cualquier cosa para ayudar a su hijo. Por eso, ha recorrido los más de treinta kilómetros entre Cafarnaún y Caná, para ir a buscar a este Maestro del que le han asegurado que hace milagros nunca vistos.
El Señor se hace un poco de rogar, lamentándose serenamente de la incredulidad que encontraba en Galilea: todos deseaban ver signos y prodigios, pero no estaban tan dispuestos a acoger su palabra ni a convertirse. Aquel hombre insiste y, sobre todo, empieza poco a poco a creer de verdad, como muestra su dócil obediencia a lo que Jesús le indica: «Vete, tu hijo está vivo» (Jn 4,50). Mientras regresa presuroso a Cafarnaún, sus servidores le salen al encuentro con la noticia de que el niño se encuentra bien. «Y creyó él y toda su casa» (Jn 4,53), concluye el evangelista.
El Señor nos quiere curar, como al hijo del funcionario real, liberándonos de nuestras esclavitudes y perdonando nuestros pecados. Y nos pide lo mismo: creer. «La fe es dejar sitio a ese amor de Dios, dejar sitio al poder de Dios, pero no al poder de alguien muy poderoso, sino al poder de alguien que me quiere, que está enamorado de mí y quiere vivir la alegría conmigo. Eso es la fe. Eso es creer: dejar sitio al Señor para que venga y me cambie»4. Podemos pedir a nuestra Madre que nos ayude a tener, como ella, una fe grande, disponible y humilde, para que el Señor pueda llenarnos con su gracia.
6o DOMINGO DE SAN JOSÉ
LA VIDA DE san José no estuvo libre de dificultades, grandes y pequeñas. De hecho, la costumbre de vivir de manera especial los siete domingos previos a su fiesta nace para contemplar sus siete gozos, pero también sus siete dolores. Por ejemplo, aquel cuando Jesús, a los doce años, se quedó en el Templo de Jerusalén sin que lo supieran sus padres. María, al encontrarlo tres días después, exclama: «¡Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos» (Lc 2,48). La Escritura es clara: san José había pasado muchas horas de tribulación, había experimentado la angustia de quien no halla lo más importante de su vida. También está, por ejemplo, aquel dolor del santo patriarca cuando el ángel le dice: «Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (Mt 2,13). Son palabras fuertes, que asustan, más al ser recibidas en medio de la oscuridad de la noche.
¿Por qué un varón tan justo tenía que pasar por estos y otros momentos difíciles? ¿Por qué alguien que procura hacer las cosas con tanta delicadeza y honradez a veces puede parecer que experimenta incluso más dificultades que los demás? Al contemplar los problemas por los que pasó san José, como encontrar techo para Jesús o tener que vivir como forastero, muchas veces «nos preguntamos por qué Dios no intervino directa y claramente. Pero Dios actúa a través de eventos y personas. José era el hombre por medio del cual Dios se ocupó de los comienzos de la historia de la redención. Él era el verdadero “milagro” con el que Dios salvó al Niño y a su madre. El cielo intervino confiando en la valentía creadora de este hombre»[1].
San José sabía que las dificultades, además de que no son extrañas en los planes divinos, pueden ser momentos de crecimiento en intimidad con Dios y de crecimiento personal en muchos ámbitos. Aunque, lógicamente, no busquemos pasar por este tipo de circunstancias, estas inevitablemente llegan, y entonces el santo patriarca puede ser un buen modelo e intercesor; puede enseñarnos a sacar de nosotros la valentía y la creatividad para transformar nuestro entorno y nuestro corazón en un lugar más de Dios. Son momentos en los que el Señor tiene una especial misión para nosotros, aunque no siempre lo alcancemos a comprender del todo.
LOS PROBLEMAS DE Jesús, María y José también eran los problemas de una familia corriente, como los que solemos tener en la nuestra propia, a veces costosos: traslados entre ciudades, cambios de casa, pérdida de trabajo, amenazas, dudas... En tantos aspectos, la vida de san José fue una vida normal y eso lo hace cercano a nosotros. Por ejemplo, «el Evangelio no da ninguna información sobre el tiempo en que María, José y el Niño permanecieron en Egipto. Sin embargo, lo que es cierto es que habrán tenido necesidad de comer, de encontrar una casa, un trabajo. No hace falta mucha imaginación para llenar el silencio del Evangelio a este respecto. La Sagrada Familia tuvo que afrontar problemas concretos como todas las demás familias»[2]. Es verdad que Dios puede resolver muchos de esos conflictos, antes y ahora, pero en su divina sabiduría no ha querido hacerlo, nos lo ha dejado a nosotros. «De Dios es la sabiduría y la fuerza, suyos son la inteligencia y el consejo» (Jb 12,13). Su milagro son las capacidades que ha dado a cada uno, enriquecidas por los dones del Espíritu Santo.
San Josemaría también experimentó dificultades y sufrimiento para llevar adelante su misión de ser padre y guía de santos: la muerte sucesiva de tres hermanas pequeñas, la humillación de la bancarrota del negocio familiar, las incomprensiones de algunos parientes cercanos, el fallecimiento de su padre poco antes de recibir la ordenación sacerdotal, etc. Y, al mismo tiempo, el Señor lo bendijo con un temple humano y sobrenatural para hacer vida el proyecto que Dios le había encomendado. De esta manera actúa el Señor con los suyos. Seguro que también nosotros disponemos –con mayor o menor abundancia– de esos dones para «confirmar en las almas y en la sociedad la paz y la concordia: la tolerancia, la comprensión, el trato, el amor»[3].
Nos puede servir el ejemplo de san José, que era valiente, proactivo, atento, siempre dispuesto a poner en práctica los milagros ordinarios que Dios le pedía. Y también podemos fijarnos en la vida de san Josemaría; aunque nunca le faltaron los problemas, fue una profunda vida de fe la que hizo posible ver detrás de todo la mano de Dios, que nunca nos abandona.
SAN JOSEMARÍA enseñaba que la vida ordinaria puede ser ocasión de encuentro con Dios, con «algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»[4]. Por tanto, la propia vida está imbuida de un sentido divino, no podemos ir hacia Dios sin encontrarnos con el milagro de lo ordinario. El Señor ha querido esconderse discretamente en las cosas normales de nuestro día, sin imposiciones, para dejarnos verdaderamente libres de buscarle. Y parte de la vida corriente son las pequeñas dificultades de cada día: eso que no salió como planeábamos, una relación que quisiéramos que sea mejor, las complejidades que surgen en nuestro trabajo, etc. «Cuando nos enfrentamos a un problema podemos detenernos y bajar los brazos, o podemos ingeniárnoslas de alguna manera. A veces las dificultades son precisamente las que sacan a relucir recursos en cada uno de nosotros que ni siquiera pensábamos tener»[5].
Estas circunstancias también pueden ser una ocasión para pedir más luz a Dios. Nos brindan la posibilidad de reforzar nuestro diálogo e intimidad con el Señor, para tomar fuerzas en llevar adelante su plan de amor en nuestras circunstancias. Así como José siempre recibió la palabra oportuna para afrontar las dificultades y cuidar así la Sagrada Familia, también nosotros podemos experimentar la cercanía y la voz del Señor que alienta e impulsa a brindar comprensión, paz, fortaleza, ánimo, a quien lo necesita. «De José debemos aprender el mismo cuidado y responsabilidad: amar al Niño y a su madre; amar los sacramentos y la caridad; amar a la Iglesia y a los pobres. En cada una de estas realidades está siempre el Niño y su madre»[6].