"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

18 de marzo de 2024

LA LUZ DEL MUNDO

 


Evangelio (Jn 8, 1-11)


Jesús marchó al Monte de los Olivos. Muy de mañana volvió de nuevo al Templo, y todo el pueblo acudía a él; se sentó y se puso a enseñarles. Los escribas y fariseos trajeron a una mujer sorprendida en adulterio y la pusieron en medio.


— Maestro –le dijeron–, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés en la Ley nos mandó lapidar a mujeres así; ¿tú qué dices? –se lo decían tentándole, para tener de qué acusarle.


Pero Jesús, se agachó y se puso a escribir con el dedo en la tierra. Como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:


— El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero.


Y agachándose otra vez, siguió escribiendo en la tierra. Al oírle, empezaron a marcharse uno tras otro, comenzando por los más viejos, y quedó Jesús solo, y la mujer, de pie, en medio. Jesús se incorporó y le dijo:


— Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?


— Ninguno, Señor –respondió ella.


Le dijo Jesús:


— Tampoco yo te condeno; vete y a partir de ahora no peques más.



PARA TU RATO DE ORACION 



«YO SOY LA luz del mundo –dijo Jesús a los fariseos mientras enseñaba en el Templo–; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Quizá en más de una ocasión nos hemos tenido que enfrentar a la oscuridad de la noche. Entonces, desaparecen las figuras de las cosas que nos rodean, y perdemos la orientación. Pero en el momento en que, de pronto, vuelve la luz, todo recobra su contorno y sentido.


En aquellas palabras en las que el Señor se proclama como luz nuestra, encontramos un refugio para los momentos de oscuridad en los que alguna vez nos puede invadir el pesimismo o la tristeza. «Ciertamente, quien cree en Jesús no siempre ve en la vida solamente el sol, casi como si pudiera ahorrarse sufrimientos y dificultades; ahora bien, tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia (cfr. Jn 10,10). Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día»1.


«Quédate con nosotros, Señor, porque atardece y el día va de caída» (Lc 24,29), le dice a Cristo uno de los discípulos de Emaús. También nosotros podemos sentir muchas veces al día la necesidad de pedirle al Señor que no se aleje de nuestra vida. Nuestras dudas, heridas e inquietudes necesitan airearse a la luz de su mirada. Comprendemos bien que aquellos seguidores de Cristo, que caminaban desanimados hacia su casa, se dieran cuenta de que «entre la penumbra del crepúsculo y el ánimo sombrío que les embargaba, aquel Caminante era un rayo de luz que despertaba la esperanza y abría su espíritu al deseo de la plena luz»2.


LA LUZ de Cristo nos ayuda a descubrir la belleza que se esconde en los distintos eventos y personas que conforman nuestra vida. Alguna vez podemos frustrarnos cuando no resultan las cosas como las habíamos planificado; o le damos demasiada importancia a un desencuentro con una persona cercana; o tenemos la impresión de que la sociedad tiene demasiados problemas. Durante alguna temporada, quizás podemos experimentar con una mayor conciencia nuestras propias limitaciones. Sin embargo, si nos dejamos llenar por la luz de Cristo, no solo encontraremos el consuelo para sobrellevar todo aquello, sino que podremos adquirir esa «mirada al mundo que, más allá del simple carácter natural, permite ver el lado positivo –y, si es el caso, divertido– de las cosas y de las situaciones»3.


Normalmente, en un recién nacido es difícil identificar el color de sus ojos. Aunque al comienzo sean más bien grisáceos, solo gradualmente con el paso del tiempo adquirirán su verdadera tonalidad. Algo similar ocurre en nuestra oración. Cada vez que nos dirigimos al Señor, queremos que transforme nuestra mirada a veces gris, en una contemplación luminosa y agradecida hacia todo lo que nos rodea. «Permanezcamos unos instantes en el recogimiento, cada día un rato, fijemos nuestra mirada interior en su rostro y dejemos que su luz nos impregne e irradie en nuestra vida»4.


En una ocasión, Jesús subrayó la importancia que tienen los ojos para la vida interior: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Por eso, si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso» (Mt 6, 22-23). No solo queremos ver la luz del Señor, sino que además deseamos irradiar esa luz de Cristo a quienes nos rodean. Por eso, san Josemaría enseñaba a repetir una jaculatoria que esconde un profundo planteamiento de vida: «Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma»5.


«EL SEÑOR es mi pastor, nada me falta –reza el salmista–: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas» (Sal 22,3). Si Cristo es nuestro Pastor, ¿qué oscuridad podrá atemorizarnos? «Quien va con el Señor, incluso en los valles oscuros del sufrimiento, de la incertidumbre y de todos los problemas humanos, se siente seguro. Tú estás conmigo: esta es la certeza que nos sostiene»6.


Esta realidad influye en el modo de afrontar las situaciones de cada día. Jesús ilumina los momentos mejores y peores de la jornada. «Esa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos»7. Por eso, cada hogar cristiano refleja, más allá de las pequeñas o grandes contrariedades que debe afrontar, una serenidad profunda, fruto de la confianza en Dios. Es la misma tranquilidad que siente un niño cuando, en medio de la oscuridad, no se deja vencer por el miedo porque sabe que su padre está cerca.


«Si somos almas de fe, a los sucesos de esta tierra les daremos una importancia muy relativa, como se la dieron los santos... El Señor y su Madre no nos dejan y, siempre que sea necesario, se harán presentes para llenar de paz y de seguridad el corazón de los suyos»8. Si alguna vez sintiéramos que esa oscuridad se hace más patente, podemos acudir como buenos hijos a nuestra Madre, y, uniéndonos a las palabras de san Josemaría, le podemos llamar con la seguridad de que nos escucha: «¡Mamá!, no me dejes»9.