Evangelio (Jn 2,13-25)
Pronto iba a ser la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Con unas cuerdas hizo un látigo y arrojó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes; tiró las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Y les dijo a los que vendían palomas:
— Quitad esto de aquí: no hagáis de la casa de mi Padre un mercado.
Recordaron sus discípulos que está escrito: El celo de tu casa me consume.
Entonces los judíos replicaron:
— ¿Qué signo nos das para hacer esto?
Jesús respondió:
— Destruid este Templo y en tres días lo levantaré.
Los judíos contestaron:
— ¿En cuarenta y seis años ha sido construido este Templo, y tú lo vas a levantar en tres días?
Pero él se refería al Templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los muertos, recordaron sus discípulos que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había pronunciado Jesús.
Mientras estaba en Jerusalén durante la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en su nombre al ver los signos que hacía. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos, y no necesitaba que nadie le diera testimonio acerca de hombre alguno, porque conocía el interior de cada hombre.
PARA TU RATO DE ORACION
LA PRIMERA lectura del tercer domingo de Cuaresma, tomada del libro del Éxodo, nos presenta a Dios promulgando el Decálogo. El contexto es solemne y estremecedor. Hay momentos en la Sagrada Escritura en los que Dios habla de un modo cálido y cercano, como el susurro de la brisa (cfr. 1 Re 19,11). En esta ocasión, sin embargo, se manifiesta con estruendo de truenos, relámpagos y fuego: «La voz del Señor lanza llamas de fuego, la voz del Señor sacude el desierto» (Sal 28 [29], 7-8). Dios habla como el Creador de cielos y tierra, como el hacedor del hombre, y transmite a través de Moisés sus mandamientos. Y lo hace en forma de prohibiciones.
Es lógico que nosotros experimentemos cierta zozobra ante esta manifestación de Dios. Podríamos pensar que con sus mandamientos quiere privarnos de ciertos bienes y limitar nuestra libertad. De este modo, Dios se convierte en un propietario desconfiado, un competidor insaciable que conviene aplacar. Aunque este recelo pueda presentarse en nosotros con persistencia, nada es más lejano del rostro divino. Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza y quiere compartir su vida con nosotros para hacernos partícipes de su plenitud. Él no se complace «en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta y viva» (Ez 33, 11).
A nosotros nos parece que para vivir en plenitud no necesitamos ninguna indicación. Pero nuestra propia experiencia nos muestra que muchas veces acabamos realizando el mal que no queremos y rechazando el bien que realmente deseamos (cfr. Rm 7,19). Dios, con sus mandamientos, nos ofrece un agua que apaga nuestra «sed de verdad, de gozo, de felicidad y de amor»[1]; en definitiva, un camino hacia la vida en plenitud trazado por aquel que nos ha creado y que conoce nuestras aspiraciones más profundas. Por el contrario, el demonio quiere sembrar la sospecha sobre los mandamientos, presentando a Dios como enemigo de la vida. Así hizo con nuestros primeros padres, así intentó hacer con Jesús en el desierto y así sigue obrando hoy en día. Nosotros podemos reaccionar contra esta insinuación uniéndonos al sentimiento del salmista: «La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma (…). Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos» (Sal 18 [19], 8-9).
«NO TE fabricarás ídolos, ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto» (Ex 20, 4-5). A la largo de todo su peregrinar, el pueblo de Israel afrontará repetidas veces la tentación de la idolatría, la sugestión de reemplazar a Dios por creaciones humanas, por realidades que pueden controlarse. Y esa es la tentación más grande: «Más temibles que el Faraón son los ídolos; podríamos considerarlos como su voz en nosotros. El sentirse omnipotentes, reconocidos por todos, tomar ventaja sobre los demás: todo ser humano siente en su interior la seducción de esta mentira. Es un camino trillado. Por eso, podemos apegarnos al dinero, a ciertos proyectos, ideas, objetivos, a nuestra posición, a una tradición e incluso a algunas personas»[2]. Los ídolos nos ofrecen cierta seguridad, son un sucedáneo de Dios que en un primer momento podemos controlar a nuestro antojo. Sin embargo, tarde o temprano acaban esclavizándonos, pues nos dificultan disfrutar del amor divino y de las relaciones que tejen nuestra existencia.
La idolatría, en cualquiera de sus formas, impide entender la lógica de Dios y cómo el hombre puede posicionarse ante él. Una lógica que es gratuidad, don incondicional, y que reclama de cada uno la confianza y el desprendimiento del afán de seguridades que no provengan de él. Jesús, en el Evangelio de este domingo, reprocha con dureza a los mercaderes del Templo que hayan convertido la casa de Dios en un mercado. Además de haber alterado el fin de ese lugar dedicado a la oración, una de las características de un sitio así –como es un mercado– es que uno puede adquirir cosas con sus propios medios. Uno tiene la seguridad de que a tal cantidad de dinero corresponde un cierto bien. El comprador tiene derechos y expectativas, mide muy bien el riesgo, traza nítidamente su posición frente al vendedor. Es triste que la relación del hombre con Dios se convierta en un mercado, cuando está llamada a ser algo mucho más grande: el Señor nos invita a purificar nuestras seguridades, a no pretender controlar nosotros los resultados de nuestra lucha, a no querer comprar nuestra salvación, a arriesgar. Nuestra salvación, la plenitud de vida a la que él nos llama, tiene en cuenta lo que podemos hacer; al mismo tiempo, eso consiste en responder tratando de abrirnos a su gracia, dejando hacer un poco más a Dios en nosotros: solamente él, y no los ídolos, puede saciar nuestros anhelos de felicidad más profundos.
EN EL MONTE Calvario caen como hojas muertas todas las idolatrías. Ningún ídolo es capaz de mantenerse en pie ante la cruz de Jesús. Por eso san Pablo exclama a los habitantes de Corinto: «Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados –judíos o griegos–, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co, 22-24).
Con frecuencia se tiende a exaltar desmedidamente el éxito, el poder, la abundancia material, el placer, la ausencia de contrariedades… Sin embargo, el sacrificio de Cristo redimensiona nuestra escala de valores. La cruz nos muestra que en ocasiones lo aparentemente débil es fuerte; que tal vez los fracasos encierran semillas de victoria; que quizá lo que aparece muerto e inerte contiene en cambio un principio de vida; que el dolor puede tener un significado y engendrar vida. En definitiva, que cada uno de nuestros esfuerzos por dar más espacio a la gracia en nuestra vida harán brotar en nosotros la vida eterna. «Por su pasión y su muerte en la cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces este nos configura con él y nos une a su pasión redentora»[3].
A veces podemos experimentar cierta impotencia ante el dolor propio o de un ser querido. En esos momentos, nos puede llenar de consuelo saber que el sufrimiento también se hizo presente en la vida del Hijo de Dios. «El dolor entra en los planes de Dios –comentaba san Josemaría–. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla. También, como Hombre, le costó a Jesucristo soportarla: Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya (…) Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida»[4]. La Virgen María, a quien tampoco se le ahorró el dolor de ver morir a su Hijo, nos podrá ayudar a darle un sentido a las contrariedades que surjan en nuestra vida.
5o DOMINGO DE SAN JOSÉ
LA VIDA ORDINARIA está llena de ocasiones y decisiones que marcan un determinado rumbo, y algunas de ellas tienen una importancia trascendental para nuestro futuro. Si habitualmente necesitamos ponderar las cosas en la presencia de Dios, con mayor motivo en esas situaciones especiales. «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu esposa» (Mt 1,21), dijo el ángel al patriarca. El evangelio de san Mateo nos dice que José ponderó en su oración lo que sucedía para ver de qué manera actuar. Eso hace posible que se nos presente «como figura de varón respetuoso, delicado que, aun no teniendo toda la información, se decide por la fama, dignidad y vida de María. Y, en su duda de cómo hacer lo mejor, Dios lo ayudó a optar iluminando su juicio»[1].
Santa María concibió a Cristo por la fe, pues acogió los planes del Señor, creyó que se cumplirían las palabras dichas por el ángel. Podemos aplicar el mismo razonamiento a san José, quien acogió también lo que le fue comunicado de parte de Dios. El santo patriarca se fio de aquellas palabras y se implicó personalmente en lo que le fue anunciado. Hizo suyo el plan de Dios confiando en que se trataba de algo bueno, no solo para la humanidad en general, sino también para sí mismo: se veía feliz en aquella historia; se había convertido en el plan que él deseaba llevar adelante. En el lenguaje común decimos que es «fiel» la reproducción de una obra de arte cuando refleja el proyecto original del artista. Pero Dios entra en relación con criaturas que poseen una auténtica libertad; el arte, entonces, está en aprender a lo largo de nuestra vida a acoger sus planes y en reconocer en ellos una bondad para nosotros y para quienes nos rodean.
San José se desenvuelve en situaciones normales: en el trabajo, en la familia, en la vida ordinaria... y allí es donde aprende a acoger y a hacer vida el don de Dios. Esta actitud es necesaria para todos los cristianos. Al santo patriarca podemos pedirle que renueve nuestra mirada y nuestro corazón para tener la frescura de abrirnos a los dones y planes divinos.
TODOS ESTAMOS llamados a formar hogares que, imitando al de Cristo, abran sus puertas de par en par. Acoger es tener la valentía de recibir con ternura, reconocer lo bueno, promover, tener iniciativa, no resignarse a la comodidad de lo conocido ni ceder a la pasividad. Acoger es tener una disposición habitual de estar siempre abierto a las necesidades de los demás. José «es un protagonista valiente y fuerte. La acogida es un modo por el que se manifiesta en nuestra vida el don de la fortaleza que nos viene del Espíritu Santo»[2]. El santo patriarca es un hombre fiel que se abre, en primer lugar, a la voz de Dios. Pero también acoge el claroscuro de la historia en la que se ve inserto, acoge los desafíos que el mundo y las personas que le rodean plantean a su misión. «El realismo cristiano, que no rechaza nada de lo que existe, vuelve una vez más. La realidad, en su misteriosa irreductibilidad y complejidad, es portadora de un sentido de la existencia con sus luces y sombras. Esto hace que el apóstol Pablo afirme: “Sabemos que todo contribuye al bien de quienes aman a Dios” (Rm 8,28). Y san Agustín añade: “Aun lo que llamamos mal”. En esta perspectiva general, la fe da sentido a cada acontecimiento feliz o triste»[3].
A san Josemaría le gustaba fijarse en que san José busca continuamente la mejor manera de cumplir los planes divinos, que han pasado también a ser los suyos; «coloca al servicio de la fe toda su experiencia humana. Cuando vuelve de Egipto oyendo que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá. Ha aprendido a moverse dentro del plan divino y, como confirmación de que efectivamente Dios quiere eso que él entrevé, recibe la indicación de retirarse a Galilea»[4]. En nuestro camino por llevar adelante la misión que Dios nos ha encomendado tendremos tanto avances como retrocesos. Pero también en los momentos que pueden parecer malos podemos descubrir la voz de Dios que nos consuela, nos instruye y nos ilumina. «Acoger la vida de esta manera nos introduce en un significado oculto. La vida de cada uno de nosotros puede comenzar de nuevo milagrosamente, si encontramos la valentía para vivirla según lo que nos dice el Evangelio. Y no importa si ahora todo parece haber tomado un rumbo equivocado y si algunas cuestiones son irreversibles. Dios puede hacer que las flores broten entre las rocas»[5].
«MIRAD CUÁL es el ambiente donde Cristo nace –nos sugería san Josemaría–. Todo allí nos insiste en esta entrega sin condiciones: José –una historia de duros sucesos, combinados con la alegría de ser el custodio de Jesús– pone en juego su honra, la serena continuidad de su trabajo, la tranquilidad del futuro; toda su existencia es una pronta disponibilidad para lo que Dios le pide (...). En Belén nadie se reserva nada. Allí no se oye hablar de mi honra, ni de mi tiempo, ni de mi trabajo, ni de mis ideas, ni de mis gustos, ni de mi dinero. Allí se coloca todo al servicio del grandioso juego de Dios con la humanidad»[6]. Para poder acoger la realidad y a las demás personas tal como lo hizo el santo patriarca, necesitamos abandonarnos en la seguridad de Dios antes que en la nuestra; así nos dispondremos a aprender de todos y de todo, también de nuestros errores, porque detrás siempre descubriremos un susurro divino. «La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Solo a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una historia más grande, un significado más profundo»[7].
San José no desoyó el anuncio del ángel y se puso en camino hacia los que le parecían mejores lugares para Jesús; tampoco discutió con su esposa sobre cuál debía haber sido su reacción cuando supo que iba a dar a luz un hijo. Al buscar posada para el Niño que iba a nacer, san José no se lamentaba en cada lugar en el que no podían quedarse, y tampoco quiso quedarse por terquedad en Belén, ante la amenaza de Herodes, por más injusto que fuese tener que emprender camino hacia Egipto. En cada uno de estos acontecimientos, san Josemaría nota que el santo patriarca «aprendió poco a poco que los designios sobrenaturales tienen una coherencia divina, que está a veces en contradicción con los planes humanos»[8]. Por esto, necesitamos pedir la sabiduría del padre terreno de Jesús para aprender a comprender esa lógica divina; y así acoger, como venidos de Dios, a las personas y los eventos que nos rodean.