"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

8 de marzo de 2024

ORIENTARSE


Evangelio (Mc 12, 28-34)


Se acercó uno de los escribas, que había oído la discusión y, al ver lo bien que les había respondido, le preguntó: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?


Jesús respondió: El primero es: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos.


Y le dijo el escriba: ¡Bien, Maestro! Con verdad has dicho que Dios es uno solo y no hay otro fuera de Él; y amarle con todo el corazón y con toda la inteligencia y con toda la fuerza y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios.


Viendo Jesús que le había respondido con sensatez, le dijo: No estás lejos del Reino de Dios.


Y ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas.


 PARA TU RATO DE ORACION 


A JESÚS le dirigieron muchas preguntas durante su paso por la tierra. En varias ocasiones lo hacían con el propósito de retorcer sus palabras. No eran interrogantes que respondiesen a un deseo sincero de conocer la verdad; simplemente les movía la envidia, el afán por tener algo de qué acusarle públicamente. Sin embargo, en el Evangelio también vemos a personas que se acercan al Señor con sencillez. Es el caso de un escriba que, al ver lo bien que respondía a las inquietudes de los fariseos y los saduceos, le planteó: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?» (Mc 12,28). A diferencia de las preguntas anteriores, este escriba no se aproximó con malas intenciones. Deseaba obtener de aquel hombre tan sabio una respuesta para una cuestión crucial, que además era objeto de debate continuo entre los rabinos de la época. Un judío piadoso tenía que cumplir más de seiscientas normas. Por eso, podía ser lógico preguntarse cuál era el precepto que estuviese por encima de todos.


La actitud sincera de este escriba puede inspirar la misión de los cristianos hoy en día. Él fue testigo de las maravillas de Jesús, y su trabajo consistía precisamente en contar los hechos tal como sucedieron. Su testimonio, libre de prejuicios, debió de ayudar a que muchos de sus contemporáneos rompieran las barreras que les separaba del Señor. Él nos muestra que para acercarse a Jesús no hay que aferrarse a preconcepciones, ni tampoco buscarle para afirmar un punto de vista elaborado previamente. «El pecado de los fariseos –escribió san Josemaría– no consistía en no ver en Cristo a Dios, sino en encerrarse voluntariamente en sí mismos; en no tolerar que Jesús, que es la luz, les abriera los ojos»[1]. Para poder escucharle es necesario mantener una disposición abierta para ir transformando nuestros propios juicios a partir del brillo de su palabra salvadora.


LA FORMA tan directa con que el escriba hizo su pregunta nos permite suponer que era un asunto que se venía cuestionando de tiempo atrás. Podríamos decir que ese hombre estaba indagando sobre qué era lo verdaderamente importante en la vida. Y esto, de hecho, es algo que toda persona quiere conocer. Necesitamos puntos de referencia, guías que nos orienten en la manera de configurar nuestro modo de vivir: «Quizá, a veces, nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de Dios; quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana»[2].


En ocasiones podemos estar buscando respuestas a preguntas que ya fueron respondidas. De hecho, Jesús contestó al escriba con palabras que probablemente su interlocutor conocería de memoria, pues era la parte esencial de la Ley que Dios entregó al pueblo a través de Moisés: «Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Mc 12,29 y cfr. Dt 6,4-5). Al mismo tiempo, Jesús ligó ese precepto con otro también conocido por los judíos: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12,31 y Lv 19,18). De esta manera, nos muestra que ambos mandamientos están tan profundamente unidos que terminan siendo uno solo.


«El amor de Dios es lo primero que se manda –decía san Agustín–, y el amor del prójimo lo primero que se debe practicar. (...) Tú, que todavía no ves a Dios, amando al prójimo te harás merecedor de verle a él. El amor del prójimo limpia los ojos para ver a Dios, como dice claramente Juan: “Si no amas al prójimo, a quien ves, ¿cómo vas a amar a Dios, a quien no ves?” (1 Jn 4,20)»[3]. Querer a las personas que nos rodean es el camino para amar con todo el corazón al Señor. Esta fue la guía que Jesús marcó al escriba y que más tarde nos dará él mismo la medida: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34).


DESPUÉS de que Jesús respondiera la pregunta al escriba, se vuelve a comprobar que ese hombre se había acercado al Señor con intención recta. De hecho, en su reacción se muestra entusiasmado y satisfecho: «¡Bien, Maestro!» (Mc 12,32). Esa alegría ante la perspectiva que Jesús ponía delante de sus ojos lleva al propio Señor a afirmar: «No estás lejos del Reino de Dios» (Mc 12,34).


No es un elogio menor. Para nosotros también sería de gran consuelo escuchar de boca de Jesús que no estamos lejos de lo único que vale la pena: estar con él en su Reino. Esto es lo que pedimos cuando rezamos el padrenuestro: «Venga a nosotros tu Reino». Esta formulación nos permite entender que no somos nosotros los que vamos y nos acercamos a él: más bien es el Reino que viene a nosotros, es Dios quien toma la iniciativa. «El Señor nos primerea. (...) Y cuando le buscamos, hallamos esta realidad: que es él quien nos espera para acogernos, para darnos su amor»[4].


Pero, además, Cristo no nos abrió las puertas de su Reino para que tengamos allí la función de súbditos. El Señor quiere que reinemos con él: «Al que venza le concederé sentarse conmigo en mi trono, igual que yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono» (Ap 3,21). De hecho, los autores de los Salmos ya atisbaban que los hijos de Adán estarían destinados a ser coronados de gloria y honor (cfr Sal 8,5-6). Con la enseñanza de Jesús, comprendemos aún mejor que ese será el desenlace de aquellos que amen en plenitud a su prójimo, porque esa fue la forma de vivir del Señor: reinar sirviendo. La Virgen comprendió que Dios quita del trono a los poderosos para enaltecer a los humildes (cfr. Lc 1,52), que son los que saben servir. Por eso, ella acabó siendo coronada como Reina del universo.


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 71.


[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88.


[3] San Agustín, In Ioannis Evangelium, 17,8.


[4] Francisco, Discurso, 18-V-2013.