"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

2 de abril de 2024

MARTES DE PASCUA



 Evangelio (Jn 20,11-18)


En aquel tiempo:


María estaba fuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y vio a dos ángeles de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido colocado el cuerpo de Jesús. Ellos dijeron:


—Mujer, ¿por qué lloras?


—Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto — les respondió.


Dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dijo Jesús:


—Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?


Ella, pensando que era el hortelano, le dijo:


—Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.


Jesús le dijo:


—¡María!


Ella, volviéndose, exclamó en hebreo: — ¡ Rabbuni ! — que quiere decir: «Maestro».


Jesús le dijo:


—Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete donde están mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios».


Fue María Magdalena y anunció a los discípulos:


—¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas.



PARA TU RATO DE ORACION 


LA CIUDAD de Magdala estaba situada a orillas del lago de Genesaret. En ella pasó Jesús gratos momentos e hizo muchos milagros. De allí era María, una de las mujeres que seguían al Señor y que había sido liberada de siete demonios. Su fidelidad la empujó hasta el Calvario, en donde estuvo pegada a María, el viernes de la pasión. El domingo siguiente se levantó muy pronto, antes del amanecer, salió de la ciudad y se dirigió al sepulcro en el que habían dejado el cuerpo de Jesús. Su amor venció al miedo, ya que tenía la fuerza de quien ama y desea amar siempre más.


Nos la podemos imaginar caminando a paso ligero, con cierta inquietud para no ser descubierta en la puerta de la ciudad, llevando una bolsa con hierbas aromáticas y vendas para terminar de embalsamar al Señor. Va allí para ungir su cuerpo inerte. El camino pasa por delante del monte Calvario, lo que le hace revivir el dolor del viernes. Pero al llegar al sepulcro descubre, con sorpresa, que no hay soldados custodiando el lugar. Además, la piedra que tapaba la entrada se encuentra desplazada, a unos metros de distancia. Ve, entonces, ya entre lágrimas, que la tumba está vacía. «Mujer, ¿por qué lloras?» (Jn 20,13), le preguntan unos desconocidos –los ángeles– al verla desconsolada. Es conmovedora la respuesta de la Magdalena: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto».


Le faltaba Jesús. No soporta perderle de vista. Las lágrimas de María son un ejemplo de valor y de ternura. Quien más quería en el mundo había muerto cruelmente y ahora su cadáver había desaparecido. No le quedaba ni siquiera el consuelo de ungir su cuerpo. Durante el sábado, su pensamiento había volado una y otra vez hasta el sepulcro. ¡Cuántos deseos de mostrarle su cariño con las primeras luces del domingo! Las lágrimas de la Magdalena nos enseñan que el verdadero temor de Dios es el miedo a perderle, a no darnos cuenta de su cercanía, a dejar pasar sus requerimientos y sus gracias. Como señaló muchas veces san Josemaría, «sin Jesús no estamos bien»[1]. Él lo es todo.


«¡EL SEPULCRO vacío! María Magdalena llora, hecha un mar de lágrimas. Necesita al Maestro. Había ido allí para consolarse un poco estando cerca de Él, para hacerle compañía, porque sin el Señor no merece la pena ninguna cosa –meditaba, en una ocasión, san Josemaría–. Persevera María en oración, le busca por todos los sitios, no piensa más que en Él. Hijos míos, frente a esa fidelidad, Dios no se resiste»[2].


«Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?» (Jn 20,15), le preguntó también el mismo Cristo cuando la encontró poco después. En un primer momento, María lo confunde con el encargado del huerto en el que se encontraba el sepulcro. Entre la confusión y las lágrimas no era fácil prestar la suficiente atención a lo demás. Por eso contesta: «Si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». En realidad, María Magdalena probablemente no hubiera podido cargar un cuerpo tan pesado, pero una vez más las dificultades no son un freno para su amor. «¡Pobre Magdalena! ¡Agotada por la fatiga del Viernes Santo, rendida por la angustia del Sábado Santo, con las fuerzas debilitadas al extremo, y todavía pensaba en “llevárselo”!»[3].


Solo cuando Jesús pronuncia su nombre –«¡María!» (Jn 20,16)–, con su peculiar entonación, ella descubre que tiene delante a Cristo, en cuerpo glorioso. «¡Qué bonito es pensar que la primera aparición del Resucitado sucedió de una forma tan personal! Que hay alguien que nos conoce, que ve nuestro sufrimiento y desilusión, que se conmueve por nosotros, y nos llama por nuestro nombre»[4]. La recompensa al amor fiel de la Magdalena es contemplar ahora la belleza del Resucitado. Se ha arriesgado por Jesús, le ha buscado con pasión, y el Señor se lo paga con creces. Presa de la emoción, se echa a sus pies y se aprieta junto a ellos. Es un gesto elocuente: no quiere volver a perder a Cristo. Ha sufrido demasiado al contemplar la humillación del Maestro, pensando que lo había perdido para siempre. Impresiona «la ternura con que Jesús trata a esta mujer, a la que tantos explotaban y todos juzgaban. Ella encontró, por fin, en Jesús, unos ojos puros, un corazón capaz de amar sin explotar. En la mirada y en el corazón de Jesús recibió la revelación de Dios Amor»[5].


EL ITINERARIO que recorre María Magdalena hasta encontrarse con Cristo glorioso es, en cierta manera, similar al de todos los cristianos

levantarse de las caídas con humildad; buscar al Señor sin detenerse en los momentos de desánimo; cuidar de los demás; acompañar a Jesús cuando aparece inesperadamente la cruz; no perder la esperanza aunque todo parezca oscuro porque Jesús está vivo.

Como le sucedió a ella, la voz de Jesús que pronuncia nuestro nombre con un acento personalísimo nos despierta y nos arranca del desaliento. Vivir atentos a su voz, pendientes de lo que Cristo quiere decirnos en cada momento, transforma la vida cotidiana en una constante ocasión de amor. «La humanidad necesita mujeres y hombres así: capaces de acudir sin cansancio a la misericordia divina, leales al pie de la Cruz, atentos a escuchar –en las tareas ordinarias de cada jornada– el propio nombre de los labios del Resucitado»[6]. María es la primera entre los discípulos que vio a Jesús resucitado. Sus lágrimas de dolor se convirtieron, en pocos segundos, en lágrimas de emoción. Jesús confía a esta mujer fiel el primer anuncio de la gran noticia: «No me retengas… anda, ve a mis hermanos y diles: subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro» (Jn 20,18). El luto de su corazón se ha convertido en una fiesta imposible de describir.

Ante nuestros ojos se hace grande la figura de esta mujer que entra corriendo en Jerusalén. Lleva en sus labios un mensaje de esperanza para los discípulos de Cristo y para el mundo entero: ¡el Señor vive! ¡Ha resucitado! En su corazón reina ahora la alegría vibrante de la Pascua, que nace de un sepulcro vacío e inunda el mundo entero. Junto a la madre de Jesús, la Magdalena es durante aquellos momentos la mujer más dichosa de la tierra.