Evangelio (Jn 3,31-36)
El que viene de lo alto está sobre todos. El que es de la tierra, de la tierra es y de la tierra habla. El que viene del cielo está sobre todos, y da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio confirma que Dios es veraz; pues aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos. El que cree en el Hijo tiene vida eterna, pero quien rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.
PARA TU RATO DE ORACION
LOS APÓSTOLES, tras haber sido liberados, volvieron de al Templo de madrugada al seguir predicando. Allí fueron arrestados de nuevo y conducidos ante los príncipes de los sacerdotes. Es la escena que nos relata la primera lectura de la Misa de hoy: «El sumo sacerdote les interrogó: “¿No os habíamos mandado expresamente que no enseñaseis en ese nombre? En cambio, vosotros habéis llenado Jerusalén con vuestra doctrina y queréis hacer recaer sobre nosotros la sangre de ese hombre”. Pedro y los apóstoles respondieron: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”» (Hch 5,27-29).
Pedro y los doce muestran con su respuesta «que poseen esa “obediencia de la fe” que luego querrán suscitar en todos los hombres (cfr Rm 1,5)»[1]. En el libro de los Hechos vemos bastantes ejemplos más que ponen de manifiesto la misma idea: para los apóstoles, lo más importante es llevar a cabo la misión confiada a ellos por Dios. Como testigos de la resurrección de Cristo, no pueden dejar de hablar de lo que han visto y oído. Les parece tan valioso lo que han recibido, les llena de tal manera el corazón, que afrontan cualquier peligro para compartirlo.
El Espíritu Santo fue cambiando a los apóstoles: cada vez serían menos cobardes y más valientes; menos ambiciosos, con menos miras humanas, y más capaces de donarse a los demás. Introducidos en esa vida del Espíritu, «ya no son hombres “solos”. Experimentan esa especial sinergia que les hace descentrarse de sí mismos y les hace decir: “nosotros y el Espíritu Santo” (Hch 5,32) o “el Espíritu Santo y nosotros” (Hch 15,28). Sienten que no pueden decir “yo” solo, son hombres descentrados de sí mismos. Fortalecidos por esta alianza, los Apóstoles no se dejan atemorizar por nadie»[2].
«EL DIOS DE nuestros padres ha resucitado a Jesús, al que vosotros matasteis colgándolo de un madero. A este lo exaltó Dios a su derecha, como Príncipe y Salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Y de estas cosas somos testigos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios ha dado a todos los que le obedecen» (Hch 5,30-32). Los apóstoles se saben testigos de una verdad que –con la asistencia del Espíritu Santo, enviado para que podamos convertirla en vida– trae la salvación a todo el género humano. Es el comienzo de nuestra misión; la Iglesia «continúa y desarrolla a lo largo de la historia la misión del mismo Cristo»[3].
«Ante los desafíos de este mundo nuestro, tan complejos como apasionantes, ¿qué espera hoy el Señor de nosotros, los cristianos? Que salgamos al encuentro de las inquietudes y necesidades de las personas, para llevar a todos el Evangelio en su pureza original y, a la vez, en su novedad radiante»[4]. El empeño evangelizador consiste en «una llamada a que cada uno de nosotros, con sus recursos espirituales e intelectuales, con sus competencias profesionales o su experiencia de vida, y también con sus límites y defectos, se esfuerce en ver los modos de colaborar más y mejor en la inmensa tarea de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. Para esto, es preciso conocer en profundidad el tiempo en el que vivimos, las dinámicas que lo atraviesan, las potencialidades que lo caracterizan, y los límites y las injusticias, muchas veces graves, que lo aquejan. Y, sobre todo, es necesaria nuestra unión personal con Jesús, en la oración y en los sacramentos. Así, podremos mantenernos abiertos a la acción del Espíritu Santo, para llamar con caridad a la puerta de los corazones de nuestros contemporáneos»[5].
«EL QUE VIENE de lo alto está sobre todos. El que es de la tierra, de la tierra es y de la tierra habla» (Jn 3,31). Este pasaje del evangelio de san Juan sigue inmediatamente a la conversación entre el Bautista y sus discípulos, en la que el Precursor pronuncia la frase que tantas veces hemos meditado: «Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). Cristo, que viene de lo alto, del cielo, es el único que puede revelar al Padre y traer al Espíritu Santo. Por eso, «el que cree en el Hijo tiene vida eterna, pero quien rehúsa creer en el Hijo no verá la vida» (Jn 3,36).
Solamente Jesucristo puede hablar las «palabras de Dios» y dar «el Espíritu sin medida» (Jn 3,34). El hombre puede acceder a Dios de varias maneras: por ejemplo, contemplando el orden y la belleza del mundo; reflexionando sobre la sed de infinito y de plenitud que anidan en su corazón; a través de experiencias espirituales que muchas veces contienen tesoros de sabiduría así como un apreciable sentido de lo sagrado… Todas estas vías manifiestan la apertura del hombre a Dios, pero también ponen de relieve lo limitado que es el conocimiento humano de frente a lo divino.
En cambio, por la fe en Cristo conocemos la Palabra completa y definitiva de Dios. Como escribió santo Tomás de Aquino, «antes de la llegada de Cristo, ningún filósofo, pese a todos sus esfuerzos, pudo saber tanto de Dios y de lo necesario para alcanzar la vida eterna como después de Cristo sabe una viejecita por la fe»[6]. Cada cristiano ha recibido el maravilloso don de la fe, que es «encuentro con Dios que habla y actúa en la historia, y que convierte nuestra vida cotidiana, transformando en nosotros mentalidad, juicios de valor, opciones y acciones concretas. No es espejismo, fuga de la realidad, cómodo refugio, sentimentalismo, sino implicación de toda la vida y anuncio del Evangelio, Buena Noticia capaz de liberar a todo el hombre»[7].
Pidamos a santa María, madre de los creyentes, que nos ayude a centrar siempre más nuestra existencia en Cristo y a orientar hacia él a quienes encontramos en nuestro camino