Evangelio (Mc 16,9-15)
En aquel tiempo, Jesús, después de resucitar al amanecer del primer día de la semana, se apareció en primer lugar a María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios. Ella fue a anunciarlo a los que habían estado con él, que se encontraban tristes y llorosos. Pero ellos, al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no lo creyeron.
Después de esto se apareció, bajo distinta figura, a dos de ellos que iban de camino a una aldea; también ellos regresaron y lo comunicaron a los demás, pero tampoco les creyeron.
Por último, se apareció a los once cuando estaban a la mesa y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado.
Y les dijo: — Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura
PARA TU RATO DE ORACION
LA PRIMERA aparición del Resucitado fue a María Magdalena; así nos lo narra el evangelista Marcos. Jesús acompañó después a los discípulos de Emaús y, finalmente, se presentó a los once apóstoles (cfr. Mc 16,9-15). En todas aquellas apariciones, Jesús deseaba devolverles la paz, remover su fe y avivar la misión apostólica a la que estaban llamados. Es verdad que, cuando el Maestro más les necesitaba, sus discípulos se habían dejado llevar por la cobardía. Incluso después de la resurrección seguían confusos y llenos de dudas. Cristo, al presentarse ante los once, «les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado» (Mc 16,14).
A pesar de todo, Jesús no dudó en confirmarlos en su vocación: habían sido elegidos para ser sus testigos, no deseaba sustituirlos por otros. Aquella visita termina con el encargo divino: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a todo lo creado» (Mc 16,15). El don de estar llamados a la misión apostólica recae sobre ellos, aunque no sean especialmente fuertes ni destaquen por una especial preparación. Así se entiende el revuelo causado por Pedro y Juan cuando, semanas después, curaron a un paralítico: como «sabían que eran hombres sin letras y sin cultura, estaban admirados» (Hch 4,13).
Los apóstoles, con sus dones y con sus defectos, serán «pescadores de hombres» enviados a todos los mares de la tierra. De esa manera todos se darán cuenta de que la salvación es obra de Dios. «Cada hombre y mujer es una misión, y esta es la razón por la que se encuentra viviendo en la tierra (...). El hecho de que estemos en este mundo sin una previa decisión nuestra nos hace intuir que hay una iniciativa que nos precede y nos llama a la existencia. Cada uno de nosotros está llamado a reflexionar sobre esta realidad: “Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo”»[1].
SAN PABLO comprendió bien lo que significa ser apóstol de Jesucristo y lo expresó con estas palabras: «Con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,9-10). La propia debilidad puede ser una fuerza para el discípulo, pues cuando nos encontramos desprovistos de recursos propios, descubrimos que poseemos el mayor don, que siempre permanece: Dios que se nos da por entero. Por esto el apóstol de las gentes se gloría en sus debilidades. «No se jacta de sus acciones sino de la actividad de Cristo, que actúa precisamente en su debilidad»[2].
Al anunciar el mensaje de Cristo, la experiencia de la propia vulnerabilidad no tiene por qué hacernos temblar, mientras tengamos una actitud humilde y de total confianza en la acción de Dios. La evangelización que realiza la Iglesia es de él y no nuestra. Nos sentimos, como san Pablo, «un recipiente de barro» (2 Cor 4,7) que Dios llena con el tesoro de su gracia recibiendo así en su interior, inmerecidamente, unas joyas que no tienen precio.
El Reino de Dios no se realiza gracias solo a una buena estrategia humana, ni se apoya únicamente en nuestra habilidad para afrontar retos nuevos. Aunque todo eso, ciertamente, pueda ser parte de nuestra colaboración, es en Dios donde encontramos la fuerza y el conocimiento para nuestra misión. El Señor nos asocia a su reinado, pues quiere contar con nosotros para extenderlo: esto es asombroso. «En la medida en que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades, el que realiza el reino de Dios, sino que es Dios quien obra maravillas precisamente a través de nuestra debilidad, de nuestra inadecuación al encargo»[3].
«ID AL MUNDO entero y predicad el Evangelio» (Mc 16,15). Este es el mandato imperativo del Maestro. Se encontraban reunidos en la misma casa, quizá en torno a la misma mesa, en la que Jesús les había dado a comer su carne y a beber su sangre. Los apóstoles no se justificaron por su falta de fidelidad o de fortaleza. Tampoco se excusaron ante el Señor Resucitado, aunque seguramente pensaban que la misión era excesiva. ¿Cómo se sentirían al escuchar aquellas palabras de Jesús? Con certeza sintieron vértigo ante un mensaje tan ambicioso. ¿Vamos nosotros a llegar a todo el mundo –se preguntarían– cuando ni siquiera supimos dar la cara frente a los de nuestra ciudad?
Mirando solamente hacia sí mismos era fácil convencerse de que aquella misión era una utopía. Pero mirando al Resucitado todo cambiaba: se fijaron en las palmas de sus manos, en su costado, en su mirada; si Jesús quería que recorrieran el mundo entero, ellos lo harían en su nombre. Para aquella misión, san Josemaría proponía este itinerario: «Conocer a Jesucristo; hacerlo conocer; llevarlo a todos los sitios»[4]. Esta misión, que atañe a todos los bautizados, se realiza en primer lugar dejándonos atraer por él. «Dejaos amar por él y seréis los testigos que el mundo tanto necesita»[5]. Al igual que ocurrió con san Pedro, nuestra propia experiencia del amor del Señor es el punto de partida para atraer a otros a ese amor: «No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20).
La fe crece mediante el testimonio personal, se fortalece en la misión. De esta manera, estamos seguros de que dar a conocer a Jesús es el regalo más precioso que podemos entregar. María nos alienta, como buena madre, para que con la gracia de Dios sepamos dar lo mejor de nosotros mismos